Medan amaba aquella tierra, su belleza, el tranquilo sosiego que serpenteaba a través de Qualinesti al igual que el arroyo que trazaba su sinuoso y chispeante camino a través de su jardín. Alexis Medan no amaba a los elfos; le resultaban totalmente incomprensibles. Habría sido tanto como decir que amaba el sol, la luna o las estrellas; sí los admiraba, al igual que admiraba la belleza de una orquídea, pero no los amaba. A veces envidiaba su longevidad y a veces los compadecía por la misma razón.
Gerard había llegado a la conclusión de que el gobernador no amaba a Laurana como a una mujer, sino como a la personificación de todo lo hermoso que había en su país de adopción.
El joven caballero se quedó sorprendido, estupefacto y pasmado la primera vez que entró en el hogar de Medan. Su sorpresa aumentó cuando el gobernador le dijo, enorgullecido, que había supervisado el proyecto de la casa y que el jardín se había diseñado enteramente a su gusto.
Los elfos no habrían vivido felices en la casa del gobernador; todo estaba demasiado ordenado y estructurado para el gusto elfo. A Medan no le gustaba la costumbre elfa de utilizar árboles vivos como muros ni ramas colgantes de enredaderas como cortinas, ni tampoco apreciaba que los techos fueran de hierba. Los elfos gustaban ser arrullados por los susurros nocturnos de las paredes vivas que los rodeaban, mientras que Medan prefería que sus paredes lo dejaran dormir. Su casa estaba construida en una roca toscamente tallada; cuidó mucho de que no se cortaran árboles, hecho que los elfos consideraban un grave delito.
Hiedra y campanillas se aferraban a la superficie rocosa de las paredes. La propia casa quedaba prácticamente oculta bajo un profuso manto de flores. Gerard no podía creer que alentara tanta belleza en el alma de aquel hombre, un reconocido seguidor de los preceptos de la Oscuridad.
El joven caballero se había trasladado a la casa del general el día anterior, por la tarde. Siguiendo las órdenes de Medan, los sanadores de los Caballeros de Neraka habían sumado sus menguadas energías para devolver casi por completo la salud al solámnico. Sus heridas se habían cerrado con sorprendente rapidez. Gerard sonrió para sus adentros al imaginar la ira que sentirían si supieran que habían gastado sus contadas energías en sanar a un enemigo.
Ocupaba un ala de la casa que había estado vacía hasta ese momento, ya que el gobernador no había permitido que sus ayudantes vivieran en su casa desde que el último hombre que había contratado fue descubierto orinando en el estanque de los peces. Medan había destinado al sujeto al puesto más distante de la frontera elfa, un puesto construido al borde de las tierras baldías conocidas como Praderas de Arena; esperaba que el cerebro del hombre explotara por el calor.
Los aposentos de Gerard eran cómodos, aunque pequeños. Sus tareas hasta el momento —al cabo de dos días de tomar posesión del puesto— habían sido livianas. El gobernador era una persona madrugadora. Tomaba su desayuno en el jardín los días soleados, y comía en el porche que se asomaba al jardín los días de lluvia. Gerard se quedaba cerca, detrás de la silla del gobernador, para servirle el té y escuchar los problemas de su superior con quienes consideraba sus más implacables enemigos: áfidos, ácaros, orugas y pulgones. Se ocupaba de la correspondencia, anunciaba y registraba a las visitas y llevaba órdenes del gobernador desde la casa al detestado cuartel general. Allí era blanco de la envidia de los otros caballeros, que habían hecho comentarios groseros sobre el «advenedizo», el «pelota», el «lameculos».
Al principio, el joven caballero se había sentido incómodo y tenso. Eran muchas las cosas que habían ocurrido de repente. Cinco días antes era un invitado en casa de Laurana, y ahora se hallaba prisionero de los Caballeros de Neraka, y se le permitiría seguir vivo mientras Medan pensara que podía serle de utilidad.
Gerard decidió permanecer con el gobernador sólo hasta que descubriera la identidad de la persona que espiaba a la reina madre. Cuando lo hubiese conseguido, pasaría la información a Laurana e intentaría escapar. Tras haber tomado esa decisión, se relajó y se sintió mejor.
Una vez que Medan terminaba de cenar, Gerard volvía al cuartel general para recibir los informes diarios, así como la lista de prisioneros y el historial de aquellos que habían escapado y a los que ahora se buscaba como criminales. También se le entregaba cualquier despacho que hubiese llegado para el gobernador desde otras partes del continente. Por lo general eran contados, según le dijo el propio Medan. Al gobernador no le interesaban esas otras regiones y era pagado con la misma moneda. Aquella tarde sí había un despacho; lo traía un mensajero de Beryl, un draconiano.
Gerard había oído hablar de esos seres, las criaturas nacidas años atrás de los huevos de los dragones del Bien sometidos a una corrupta aberración producto de la magia, pero nunca había visto uno. Al contemplar a aquél —un corpulento baaz— pensó que aunque no hubiese visto ninguno en toda su vida no lo habría echado de menos.
El draconiano se sostenía sobre las piernas como un hombre, pero tenía el cuerpo cubierto de escamas. Sus manos eran grandes, escamosas, con los dedos rematados por afiladas garras. Su rostro recordaba el de un lagarto o una serpiente, con hileras de puntiagudos dientes y una larga lengua que dejaba a la vista al esbozar una horrenda sonrisa. Unas alas, cortas y atrofiadas, sobresalían de su espalda y se movían sin cesar, suavemente, agitando el aire a su alrededor.
El draconiano esperaba a Gerard dentro del cuartel general. El joven caballero vio a la criatura en el momento de entrar y no pudo evitar pararse en la puerta, vacilante, invadido por el asco. Los otros caballeros que se encontraban en la estancia, holgazaneando, lo observaron con aire enterado y sus muecas burlonas se ensancharon al reparar en su desagrado.
Furioso consigo mismo, Gerard entró en el edificio del cuartel con firmes zancadas. Pasó ante el draconiano, que se había levantado haciendo un ruido rasposo en el suelo con las garras de los pies.
El oficial al mando le entregó los informes diarios; Gerard los cogió e hizo intención de marcharse, pero el oficial lo detuvo.
—Eso también es para el gobernador. —Señaló con el pulgar al draconiano, que alzó la cabeza con aire malicioso—. Groul tiene un despacho para el gobernador.
Gerard se armó de valor y con una actitud despreocupada, que esperaba no se notara lo falsa que era, se acercó a la repugnante criatura.
—Soy el ayudante del gobernador. Entrégame la carta.
Groul chasqueó los dientes de un modo desconcertante y levantó la mano en la que sostenía el estuche del pergamino, aunque no se lo dio a Gerard.
—Mis órdenes son entregarla personalmente al gobernador —manifestó.
Gerard había imaginado que el reptil tendría poca o ninguna inteligencia, que balbucearía un galimatías casi incoherente o, en el mejor de los casos, una jerga aberrante del Común. No esperaba que el ser se expresara tan bien y que, en consecuencia, fuera inteligente, así que tuvo que esforzarse por reajustar sus ideas acerca de cómo tratarlo.
—Le entregaré el despacho al gobernador —insistió—. Ha habido varios atentados contra su vida y, en consecuencia, no permite que entren extraños en su casa. Te doy mi palabra de honor de que se lo entregaré personalmente a él.
—¡Honor! Esto es lo que pienso de tu honor. —La lengua de Groul salió de su boca y se retrajo ruidosamente, salpicando de saliva a Gerard. El draconiano se acercó a él, haciendo ruidos rasposos en el suelo con las garras de los pies—. Escucha, caballero —siseó—. Me envía la excelentísima Berylinthranox. Me ha ordenado que entregue este despacho al gobernador militar Medan y que espere su respuesta. Es un asunto de máxima urgencia. Haré lo que se me ha mandado, así que condúceme ante el gobernador.
Gerard podría haber hecho lo que exigía el draconiano y ahorrarse, probablemente, un montón de problemas, pero tenía dos razones para negarse. La primera, que estaba decidido a leer el despacho de la Verde antes de entregárselo a Medan, cosa harto difícil de hacer con el papel asido firmemente en la garra del draconiano. La segunda era más sutil, y a Gerard le resultaba incomprensible, pero se sentía impelido a cumplirla: no le gustaba la idea de que aquella despreciable criatura entrara en la hermosa casa del gobernador, con sus garrudos pies abriendo agujeros en la tierra, destrozando los parterres, pisoteando las plantas, golpeando los muebles con su cola, babeándolo todo, y haciendo gala de aquel gesto malicioso, burlón.