Groul sostenía el estuche del pergamino en la mano derecha y llevaba una espada al costado izquierdo. Eso significaba que el ser era diestro, o eso esperaba Gerard, aunque siempre cabía la posibilidad de que los de su raza fueran ambidextros. Tras decidir que, si salía vivo de ésta, estudiaría a fondo las características de esa raza, el joven caballero desenvainó su espada con rapidez y se lanzó sobre Groul.
Sobresaltado, el draconiano reaccionó instintivamente; dejó caer al suelo el estuche del pergamino y llevó la mano derecha hacia su arma. Gerard giró sobre sí mismo, se agachó y se apoderó del estuche. Acto seguido, mientras se incorporaba, arremetió con el hombro, impulsado por todo el peso de su armadura, contra el diafragma del draconiano. Groul se desplomó y la espada y la vaina repicaron en el suelo mientras sus alas y sus manos se agitaban frenéticamente al perder la estabilidad. Fue a chocar contra un banco, que se hizo astillas.
El brusco movimiento y el ataque al draconiano abrieron varias de las heridas de Gerard, que aspiró sonoramente para contener el dolor. Lanzó una mirada furibunda a la criatura y después, resistiendo el impulso de comprobar la gravedad del daño sufrido, se volvió y caminó hacia la puerta.
Oyó el ruido de garras en el suelo y una maldición malsonante, así que giró velozmente sobre sus talones, espada en mano, dispuesto a acabar con la lucha si la criatura insistía. Para sorpresa de Gerard, tres de los Caballeros de Neraka habían desenvainado sus espadas y cerraban el paso al draconiano.
—El ayudante del gobernador tiene razón —dijo uno, un hombre maduro, que llevaba sirviendo en Qualinesti muchos años y había tomado una esposa elfa—. Nos han contado cosas de ti, Groul. Tal vez lleves un despacho de Beryl, como afirmas, o quizás el dragón te ha dado órdenes de «despachar» a nuestro general. Te aconsejo que te sientes en lo que has dejado de banco y esperes. Si el gobernador desea verte, vendrá en persona.
Groul vaciló y dirigió una mirada torva a los caballeros. Dos de los guardias sacaron sus espadas y se unieron a sus oficiales. El draconiano maldijo de nuevo y, con un gruñido de rabia, envainó el arma. Luego, mascullando algo sobre que necesitaba aire fresco, se acercó a la ventana y se quedó mirando a través de ella.
—Ve —le dijo el caballero a Gerard—. Nosotros lo tendremos vigilado.
—Sí, señor. Gracias, señor.
El caballero gruñó y volvió a sus tareas.
Gerard salió del cuartel a toda prisa. La calle en que se hallaba el edificio estaba vacía, ya que los elfos no se acercaban allí por voluntad propia. La mayoría de los soldados estaban de servicio o acababan de salir de él y ahora dormían.
Una vez que dejó atrás la calle, Gerard entró en la ciudad propiamente dicha o, más bien, en el extrarradio. Ahora caminaba entre sus habitantes y se enfrentaba a otro peligro. Medan le había advertido que llevara el peto y el yelmo y que regresara del cuartel antes de que cayese la noche. Reparó en los hermosos rostros, en los ojos almendrados que lo contemplaban con abierto odio o que miraban a otro lado a propósito, como para no estropear la belleza del crepúsculo veraniego con la imagen de su feo semblante humano.
También fue consciente de su singularidad. Su cuerpo parecía pesado y torpe en comparación con los esbeltos y delicados de los elfos; su cabello del color de la paja, un tono poco habitual entre elfos, sin duda era visto como algo estrafalario. Sus rasgos toscos, llenos de cicatrices, que incluso los humanos consideraban feos, a los elfos debían de parecerles espantosos.
El caballero comprendía por qué algunos humanos habían llegado a odiar a los elfos. Él mismo se sentía inferior en todo: en apariencia, en cultura, en sabiduría, en modales. El único modo que tenían algunos humanos para sentirse superiores a los elfos era conquistándolos, subyugándolos, torturándolos y matándolos.
Gerard giró en el camino que llevaba a la casa de Medan. Una parte de él suspiró pesarosa cuando dejó atrás las calles donde los elfos vivían y trabajaban, como si hubiese despertado de un sueño encantador para encontrarse en la cruda realidad. Otra parte sintió alivio. Dejó de echar ojeadas hacia atrás constantemente para ver si alguien se deslizaba a su espalda con una daga empuñada.
Tenía un paseo de más de un kilómetro hasta la retirada casa del gobernador. El camino serpenteaba entre susurrantes álamos, chopos y sauces, cuyas ramas se extendían por encima de un cantarín arroyo. Hacía un buen día, con la temperatura algo fresca para esa época del año, como si anunciara un temprano otoño. Llegado a la mitad del recorrido, Gerard escudriñó a uno y otro extremo del camino; escuchó atentamente para percibir ruidos de pasos. Al no ver a nadie ni oír nada, salió del sendero y caminó hacia el arroyo. Se puso en cuclillas como si fuese a beber y examinó el estuche del pergamino.
Estaba sellado con cera, pero ése era un problema sencillo de resolver. Sacó su cuchillo y apoyó la hoja sobre una roca lisa que todavía conservaba el calor del sol vespertino. Cuando el metal se hubo calentado, Gerard pasó cuidadosamente el filo de la hoja alrededor del sello de cera. Retiró éste intacto y lo dejó sobre un trozo de corteza de árbol. Luego observó el estuche e iba a abrirlo cuando vaciló.
Estaba a punto de leer un despacho enviado a su superior. Cierto, Medan era el enemigo, no su comandante en realidad, pero el despacho era privado, dirigido exclusivamente a Medan. Ningún hombre de honor leería la correspondencia de otro. Ciertamente, un caballero solámnico no caería tan bajo. La Medida no aceptaba la utilización de espías, considerando esa práctica como algo «deshonroso, traicionero». Recordaba un párrafo en particular.
Hay quienes afirman que los espías son útiles, que la información que recogen por medios bajos y subrepticios podría conducirnos a la victoria. Nosotros, los caballeros, respondemos que una victoria obtenida con tales medios no es una victoria en absoluto, sino la derrota definitiva, pues si renunciamos a los principios de honor por los que luchamos, ¿qué nos diferenciaría de nuestro enemigo?
—Sí, ¿qué? —se preguntó Gerard, que seguía con el estuche en la mano, sin abrirlo—. Nada, supongo. —Con un giro rápido abrió la tapa y, tras echar una última ojeada en derredor, sacó el pergamino, lo desenrolló y empezó a leer.
Una sensación de debilidad se apoderó de él. Se le heló la sangre. Sentándose pesadamente en la orilla, continuó leyendo sin dar crédito a sus ojos. Finalizada la lectura, consideró qué hacer. Su primera idea fue quemar la terrible misiva para que así no llegase nunca a su destinatario, pero comprendió que sería absurdo. Demasiada gente lo había visto coger el mensaje. Después se le ocurrió quemarla y sustituirla por otra, aunque lo descartó de inmediato. No tenía papel, ni pluma ni tinta. Y quizá Medan conocía la letra del escriba que redactaba los mensajes por orden del dragón.
Razonó, angustiado, que no le quedaba más opción que entregar el despacho. Hacer lo contrario lo pondría en peligro, y quizás él era la única persona que podía desbaratar el perverso plan del dragón.
Medan se estaría preguntando qué le habría ocurrido, ya que se había retrasado bastante en su horario habitual. Se apresuró a enrollar el pergamino, lo guardó en el estuche, colocó con todo cuidado el sello de cera y se aseguró de que estuviese bien pegado. Tras guardárselo debajo del cinturón, reacio a tocarlo más de lo estrictamente necesario, emprendió el regreso a la casa del gobernador a todo correr.