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Gerard encontró al gobernador paseando por el jardín, un ejercicio que realizaba a diario después de la cena. Al oír pisadas en el camino, Medan se volvió.

—Ah, Gerard. Te has retrasado. Empezaba a temer que te hubiese ocurrido algo. —El gobernador observó atentamente el brazo del joven caballero—. Sí, te ha pasado algo. Estás herido.

Gerard se miró la manga de la camisa y vio que estaba mojada de sangre. Distraído por el mensaje, había olvidado sus heridas, el enfrentamiento con el draconiano.

—Hubo un altercado en el cuartel —contestó, sabedor de que Medan acabaría enterándose de lo ocurrido—. Aquí tenéis los informes diarios. —Los puso sobre la mesa que había debajo de un enrejado por el que el gobernador había dirigido pacientemente una parra para que creciera hasta formar una frondosa enramada—. Y hay este despacho, que envía la hembra de dragón Beryl.

Medan cogió el estuche con una mueca, si bien no lo abrió de inmediato. Estaba más interesado por la lucha.

—¿Qué clase de altercado, sir Gerard?

—El mensajero draconiano se obstinaba en traer el despacho en persona. Vuestros caballeros no lo consideraban necesario e insistieron en que aguardara allí vuestra respuesta.

—Fue cosa tuya, creo —comentó Medan con una sonrisa—. Hiciste bien. Estoy harto de Groul. ¿Quién sabe qué elucubra ese cerebro de lagarto suyo? No es de fiar.

Volvió su atención al despacho y Gerard saludó, dispuesto a marcharse.

—No, no, será mejor que esperes. Tendré que redactar el borrador de la respuesta... —Guardó silencio y empezó a leer.

Gerard, que sabía de memoria cada línea porque estaban como grabadas a fuego en su cerebro, pudo seguir el avance de Medan en la lectura del despacho observando la expresión de su rostro. Sus labios se apretaron y las mandíbulas se pusieron tensas. De haber mostrado satisfacción o alegría, Gerard había decidido matar al gobernador allí mismo, sin importarle las consecuencias.

Pero Medan no estaba alegre. Todo lo contrario. Su tez palideció y adquirió un tono cetrino, ceniciento. Acabó de leer la misiva y después, con deliberada calma, la repasó. Terminada la segunda lectura, estrujó el papel en sus dedos y, mascullando una maldición, lo tiró al suelo.

Cruzado de brazos, se volvió de espaldas y se quedó mirando al vacío hasta lograr recuperar la compostura en cierta medida. Gerard se mantuvo callado. Éste sería un buen momento para ausentarse, pero estaba desesperado por saber qué se proponía hacer Medan.

Finalmente, el gobernador se dio la vuelta. Miró el pergamino arrugado que había tirado al suelo y luego alzó la vista hacia Gerard.

—Léelo —dijo.

—Señor, no soy quién para... —balbuceó el joven, que enrojeció.

—¡Léelo, maldita sea! —gritó Medan. Recuperó la calma merced a un gran esfuerzo y añadió:— Total, qué más da. He de pensar qué hacer, qué responder a Beryl y cómo decirlo. Con mucho cuidado —se instó a sí mismo en voz queda—. ¡He de proceder con extremado cuidado o todo estará perdido!

Gerard recogió el despacho y alisó el papel.

—Léelo en voz alta —ordenó Medan—. Tal vez lo he entendido mal, he interpretado erróneamente parte del mensaje. —Su tono sonaba irónico.

Gerard pasó por alto la frase inicial con el tratamiento formal a su destinatario y empezó:

—«Me he enterado, a través de alguien que vela por mis intereses, de que el hechicero proscrito Palin Majere ha descubierto un ingenio mágico de gran valor mientras se encontraba ilegalmente en mi territorio. En consecuencia, considero que ese objeto me pertenece. Debo tenerlo, y lo tendré.

»"Los informadores me dicen que Palin Majere y el kender han huido con el ingenio a la Ciudadela de la Luz. Doy al rey elfo, Gilthas, tres días para que recupere el objeto y a los incriminados que lo tienen en su poder, y otros tres para que me los entregue.

»"Además, el rey elfo también me enviará la cabeza de la elfa Lauranathalasa, que albergó al hechicero y al kender en su casa y que los ayudo y secundó en su huida.

»"Si al cumplirse el plazo de esos seis días no he recibido la cabeza de esa traidora elfa y si el artefacto y quienes lo robaron no están en mi poder, ordenaré la destrucción de Qualinesti como primera medida. Todos los hombres, mujeres y niños de esa miserable nación serán pasados a cuchillo o quemados vivos. Nadie sobrevivirá. En cuanto a las personas de la Ciudadela de la Luz que han osado dar cobijo a esos criminales, las destruiré, reduciré a cenizas la Ciudadela y recuperaré el ingenio mágico de entre las cenizas y los huesos».

Gerard agradeció haber leído antes la misiva. De no estar preparado, habría sido incapaz de leerla con toda la calma que pudo. Aun así, hubo un momento que enmudeció al verse obligado a ocultar sus emociones con una tos ronca. Acabó de leer y alzó la vista; Medan lo observaba atentamente.

—Bien, ¿qué te parece? —demandó el gobernador.

—Creo que es una impertinencia por parte del dragón daros órdenes, milord —contestó tras aclararse la garganta—. Los Caballeros de Neraka no son su ejército personal.

La expresión severa de Medan se suavizó; de hecho, casi sonrió.

—Un excelente argumento, Gerard. ¡Ojala fuese cierto! Por desgracia, el alto mando se arrastra a los pies de Beryl desde hace años.

—La Verde no puede hablar en serio —adujo, cauteloso, el joven—. No haría algo así. No extinguiría a toda una raza...

—Puede hacerlo y lo hará —lo interrumpió, sombrío—. Recuerda lo que pasó en Kendermore. Los pequeños latosos murieron a miles. Tampoco es que sea una gran pérdida, pero ello demuestra que un dragón, en este caso Beryl, puede llevar a cabo su amenaza.

Gerard había oído a otros caballeros solámnicos referirse a la matanza de los kenders, y recordaba haberse sumado a sus risas. Sabía de algunos solámnicos a quienes no les desagradaría ver desaparecer del mundo a los elfos.

«Nos consideramos mucho mejores, más éticos y honorables que los caballeros negros —se dijo para sus adentros—. En realidad, la única diferencia está en la armadura. Plateada o negra, encubre los mismos prejuicios, la misma intolerancia, la misma estrechez de miras.» De repente, Gerard se sintió profundamente avergonzado.

Medan había empezado a pasear por el sendero, de arriba abajo.

—¡Condenados elfos! ¡Todos estos años esforzándome por salvarlos y ahora todo ese trabajo para nada! ¡Y condenada reina madre! ¡Si me hubiese hecho caso! Pero, no, tenía que asociarse con rebeldes y gentuza por el estilo. Y ahora ¿cuál es el resultado? Que se ha condenado a sí misma y a su pueblo. A menos que...

Interrumpió su ir y venir, con las manos asidas a la espalda, rumiando para sus adentros. Las ropas que vestía, de confección, corte y diseño elfos, caían flojamente sobre su cuerpo. El repulgo, orlado con cinta de seda, rozaba sus pies. Gerard guardó silencio, absorto en sus propios pensamientos, sumido en un tumulto de rabia contra la Verde por querer destruir a los elfos y rabia contra sí mismo y los de su raza por mantenerse al margen y no hacer nada en todos esos años para detenerla.

Medan alzó la cabeza. Había tomado una decisión.

—El día ha llegado antes de lo que preveía. No tomaré parte en un genocidio. No tengo ningún reparo en matar a otro guerrero durante la batalla, pero no masacraré civiles inocentes que no tienen medios para defenderse. Hacerlo sería el colmo de la cobardía, y una matanza tan sin sentido rompería el juramento que hice cuando me convertí en caballero. Tal vez haya un modo de detener al dragón, pero necesitaré tu ayuda.

—Contad con ella, milord —contestó Gerard.

—Tendrás que confiar en mí. —Medan enarcó una ceja.