—La siento, madre —dijo—. Te obedeceré. Dejaré...
—Príncipe Silvanoshei —lo interrumpió la reina en un tono que el joven reconoció como el que utilizaba en la corte y que jamás había usado con él. No supo si alegrarse por ello o llorar por algo perdido irrevocablemente—. El comandante Samar necesita un mensajero que corra hasta el puesto avanzado de la Legión de Acero. Irás tú y les informarás de nuestra situación desesperada. Dile al caballero coronel que planeamos retirarnos luchando, y que debería reunir a sus tropas y cabalgar hasta el cruce de caminos para encontrarse allí con nosotros, atacando a los ogros por el flanco derecho. En el momento en que sus caballeros ataquen, interrumpiremos la retirada y defenderemos nuestra posición. Tendrás que viajar deprisa a través de la noche y la tormenta. Que nada te detenga, Silvan, pues este mensaje debe llegar a su destino.
—Lo entiendo, mi reina —contestó Silvan. El joven se puso de pie, el rostro encendido de orgullo, la emoción por el peligro enardeciendo su sangre—. No os fallaré ni a ti ni a mi pueblo. Y te doy las gracias por confiar en mí.
Alhana tomó la cara del joven entre sus manos; estaban tan frías que Silvan no pudo reprimir un escalofrío. Luego lo besó en la frente. Sus labios quemaban como el hielo, y la sensación le llegó hasta el corazón. A partir de aquel instante, siempre sentiría ese beso. Se preguntó si los pálidos labios no habrían dejado una marca indeleble en su piel.
El profesionalismo escueto de Samar llegó como un alivio.
—Conoces la ruta, príncipe Silvan —dijo el oficial elfo—. Viniste por ella hace sólo dos días. La calzada se encuentra a un par de kilómetros hacia el sur, y aunque no habrá estrellas que te guíen, el viento sopla del norte, así que mantén el viento a tu espalda e irás en la dirección correcta. La calzada corre de este a oeste, en línea recta, de modo que inevitablemente se cruzará en tu camino. Cuando llegues a ella, dirígete hacia el oeste. La tormenta quedará a tu derecha. Deberías hacer el recorrido en un buen tiempo, ya que no es necesario el sigilo porque el sonido de la batalla ocultará tus movimientos. Buena suerte, príncipe Silvanoshei.
—Gracias, Samar —contestó Silvan, conmovido y complacido. Por primera vez en su vida el oficial elfo le había hablado como a un igual, incluso con un ligero respeto—. No os fallaré ni a ti ni a mi madre.
—No le falles a tu pueblo —repuso Samar.
Tras dirigir una última mirada y una sonrisa a su madre —una sonrisa que ella no devolvió—, Silvan giró sobre sus talones y salió de la cripta, encaminándose hacia los árboles. No había llegado muy lejos cuando oyó la voz de Samar gritando una orden.
—¡General Aranoshah! ¡Situad dos formaciones de espadachines a la izquierda y otras dos a la derecha! Hay que mantener en reserva nuestras unidades aquí, con su majestad, en caso de que abran brecha en las líneas.
¡Abrir brecha! Eso era imposible. Las líneas aguantarían. Tenían que aguantar. Silvan se detuvo y miró hacia atrás. Los elfos habían empezado a entonar su canto de guerra, una música dulce e inspiradora que sonó por encima del brutal cántico de los ogros. Aquello lo animó, y acababa de reanudar la marcha cuando una bola de fuego, de un color blanco azulado y cegadora, estalló a la izquierda de la colina. El proyectil rodó ladera abajo, en dirección a los túmulos funerarios.
—¡Disparad a la izquierda! —bramó Samar.
Los arqueros tuvieron un instante de desconcierto, sin comprender cuáles era sus blancos, pero los oficiales se las ingeniaron para situarlos en la dirección correcta. La bola de fuego alcanzó otro trozo de la barrera, prendió fuego a los espinos y siguió rodando y sembrando llamas a su paso. Al principio Silvan creyó que los proyectiles eran mágicos y se preguntó qué podían hacer los arqueros contra eso, pero entonces vio que las bolas eran grandes balas de heno que los ogros empujaban colina abajo. Alcanzaba a divisar sus enormes corpachones perfilados contra las danzantes llamas. Los ogros manejaban largos palos que utilizaban para mover y empujar las enormes balas de paja prendidas.
—¡Esperad mi orden! —gritó Samar, pero los elfos estaban nerviosos y varias flechas surcaron el aire hacia el ardiente heno—. ¡No, maldita sea! —chilló, enfurecido, Samar—. ¡Todavía no están a tiro! ¡Esperad la orden!
Un trueno ahogó sus palabras, y los otros arqueros, al ver que sus compañeros disparaban, lanzaron la primera andanada. Las flechas surcaron el aire en un arco, a través de la noche impregnada de humo. Tres de los ogros que empujaban las balas de heno incendiadas cayeron, pero las restantes flechas se quedaron cortas.
—Sin embargo, pronto los detendrán —se dijo Silvan.
Un coro de aullidos, semejante al de un millar de lobos lanzándose sobre su presa, sonó en el bosque, cerca de los arqueros elfos. Silvan miró sobresaltado, creyendo que los propios árboles habían cobrado vida.
—¡Girad posición y disparad al frente! —bramó Samar, desesperado.
Los arqueros no lo oían con el rugido de las llamas. Demasiado tarde, los oficiales se percataron del repentino movimiento en los árboles, al pie de la colina. Una línea de ogros emergió en el claro y cargó contra la barrera de espino que cubría a los arqueros. Las llamas habían debilitado la protección, y los ogros se lanzaron en la ardiente masa de ramas y palos, abriéndose paso a empujones. Las chispas caían sobre sus enmarañadas matas de pelo y sus barbas, pero los ogros, en el frenesí de la batalla, no hicieron caso del dolor de las quemaduras y siguieron avanzando.
Atacados ahora por el frente y por la retaguardia, los arqueros elfos tantearon desesperadamente las aljabas para reponer las flechas e intentar disparar otra andanada antes de que los ogros se acercasen más, mientras las balas de paja ardientes se precipitaban sobre ellos. Los elfos no sabían a qué enemigo enfrentarse primero; algunos perdieron los nervios en medio del caos. Samar bramaba órdenes, y los oficiales bregaban para controlar a sus tropas. Por fin se disparó la segunda andanada de flechas, algunas contra las balas de paja y otras contra los ogros que cargaban por su flanco.
Cayó un gran número de atacantes, y Silvan creyó que se retirarían, pero se quedó estupefacto al ver que los ogros seguían avanzando, impertérritos.
—Samar, ¿y las tropas de reserva? —inquirió Alhana.
—Creo que les han cortado el camino —respondió el elfo con gesto sombrío—. No deberíais quedaros aquí, majestad. Regresad dentro, donde estaréis a salvo.
Silvan podía ver ahora a su madre, que había salido del túmulo funerario. Vestía una armadura plateada y llevaba la espada a la cintura.
—Yo dirijo a mi gente —replicó Alhana—. ¿Acaso quieres que me esconda en una cueva mientras los míos mueren, Samar?
—Sí —fue la concisa contestación.
Ella le sonrió; aun siendo un gesto tirante y algo forzado, no dejaba de ser una sonrisa. Asió la empuñadura de la espada.
—¿Crees que penetrarán las defensas?
—No veo qué podría detenerlos, majestad.
Los arqueros dispararon otra andanada; por suerte, los oficiales habían conseguido controlar por fin las tropas, y cada flecha dio en el blanco. Los ogros lanzados al ataque cayeron a montones y la mitad de la línea del frente desapareció. No obstante, no frenaron la carga, y los que seguían vivos pasaron sobre los cadáveres de sus compañeros. En cuestión de segundos habrían llegado a la posición de los arqueros.
—¡Lanzad el ataque! —bramó Samar.
Los espadachines elfos salieron de sus posiciones tras las barricadas que quedaban en pie, emitieron su grito de guerra y cargaron contra la línea de ogros. El choque de acero contra acero resonó; las balas de pajas ardientes penetraron en el centro del campamento, arrollando hombres y prendiendo fuego a árboles, hierba y ropas. De repente, sin previo aviso, la línea de ogros se volvió; uno de ellos había divisado la armadura plateada de Alhana, que reflejaba el resplandor de las llamas. Con aullidos guturales, señalaron a la elfa y cargaron hacia el túmulo funerario.