Выбрать главу

—Y vos en mí, milord —repuso Gerard, con una sonrisa.

Medan asintió con un cabeceo. Hombre de acción, resuelto y expeditivo, no malgastó saliva en cháchara innecesaria y se sentó a la mesa. Cogió pluma y papel.

—Debemos ganar tiempo —dijo mientras escribía rápidamente—. Entregarás mi respuesta a Groul, pero el draconiano nunca debe llegar a presencia de Beryl. ¿Comprendes?

—Sí, milord.

El gobernador terminó de escribir, esparció arena sobre el papel para que la tinta se secara, lo enrolló y se lo entregó a Gerard.

—Mételo en el mismo estuche. No es necesario sellarlo. El mensaje dice que soy el obediente siervo de su excelencia y que llevaré a cabo sus órdenes. —Medan se levantó—. Cuando hayas cumplido tu tarea, ve directamente al palacio. Daré órdenes para que se te admita en él. Debes apresurarte. Beryl es artera y pérfida, y no hay que fiarse de ella. Puede que ya haya decidido actuar por sí misma.

—Sí, milord. ¿Y dónde estaréis vos? ¿Que pensáis hacer?

—Arrestar a la reina madre —contestó Medan con una sonrisa desganada.

El gobernador militar caminaba por el sendero que conducía a través del jardín al edificio principal de la modesta finca de Laurana. La noche había caído, de modo que llevaba una antorcha para alumbrarse el camino. La llama chamuscaba las flores colgantes bajo las que pasaba y hacía que las hojas se ennegrecieran y retorcieran. Los insectos volaban hacia la antorcha y Medan oía el siseo cuando se abrasaban.

El gobernador no llevaba sus ropas elfas, sino que vestía la armadura completa ceremonial. Kellevandros, que respondió a la llamada en la puerta, advirtió enseguida el cambio y contempló al hombre con recelo.

—Gobernador Medan, bienvenido. Entrad, por favor. Informaré a la señora que tiene visita. Os recibirá en el invernáculo, como siempre.

—Prefiero quedarme donde estoy —repuso el gobernador—. Informa a vuestra señora que se reúna conmigo aquí. Dile —añadió con voz rasposa—, que debería vestirse para viajar. Necesitará una capa, ya que el aire nocturno es frío. Y dile que se dé prisa.

En todo momento observó atentamente el jardín, prestando especial atención a las zonas ocultas por las sombras.

—La señora querrá saber por qué —adujo, vacilante, Kellevandros.

Medan le propinó un empellón que lo hizo recular a trompicones.

—Ve a buscar a tu señora —ordenó.

—¿Viajar? —repitió Laurana, estupefacta. Se encontraba sentada en el invernáculo, simulando prestar atención a Kalindas, que leía en voz alta un antiguo texto elfo, aunque en realidad no escuchaba una sola palabra—. ¿Dónde voy?

—El gobernador no me lo dijo, señora. —Kellevandros sacudió la cabeza—. Se comporta de un modo muy extraño.

—No me gusta, señora —manifestó Kalindas, que apoyó el libro en su regazo—. Primero, arrestada en vuestra casa, y ahora esto. No deberíais ir con él.

—Estoy de acuerdo con mi hermano, señora —abundó Kellevandros—. Le diré que no os encontráis bien. Haremos lo que habíamos planeado. Esta noche os sacaremos clandestinamente de la ciudad por los túneles.

—No pienso hacerlo —rehusó Laurana en actitud resuelta—. ¿Queréis que me ponga a salvo mientras el resto de mi pueblo se ve obligado a quedarse? Trae mi capa.

—Señora —osó insistir Kellevandros—, por favor...

—Trae mi capa —repitió Laurana, cuyo tono, afable pero firme, no dejaba lugar a discusión.

Kellevandros hizo una reverencia, sin pronunciar palabra, y Kalindas fue a buscar la capa. Entretanto, su hermano acompañaba a Laurana hasta la puerta principal, donde el gobernador seguía de pie. Al verla, se irguió.

—Lauralanthalasa de la Casa Solostaran —comenzó formalmente—, estáis bajo arresto. Os entregaréis sin resistencia, como mi prisionera.

—¿De veras? —Laurana parecía muy tranquila—. ¿Con qué cargos? ¿O es que no hay ninguno? —inquirió. Se volvió de manera que Kalindas pudiera echarle la capa sobre los hombros.

El elfo empezó a hacerlo, pero Medan le quitó la prenda de las manos. El gobernador, cuyo semblante exhibía una expresión grave, cubrió los hombros de la reina madre con la capa.

—Los cargos son numerosos, señora. Acoger a un hechicero humano que está reclamado por los Túnicas Grises. Ocultar la existencia de un ingenio mágico muy valioso que el hechicero tenía en su poder, cuando, conforme a la ley, todos los objetos mágicos localizados en Qualinesti han de ser entregados al dragón. Ayudar y respaldar al hechicero proscrito en su huida de Qualinesti con dicho artefacto.

—Entiendo.

—Intenté advertiros, señora, pero no me hicisteis caso.

—Sí, lo intentasteis, gobernador, y os estoy agradecida por ello. —Laurana abrochó la capa con un prendedor de gemas. Sus manos no temblaban en absoluto—. ¿Y qué se supone que tenéis que hacer conmigo?

—Mis órdenes son ejecutaros, señora. He de enviar vuestra cabeza al dragón.

Kalindas soltó una exclamación ahogada mientras Kellevandros emitía un grito ronco y se abalanzaba sobre Medan con intención de estrangularlo.

—¡Detente, Kellevandros! —ordenó Laurana mientras se interponía entre el elfo y el gobernador—. ¡Así no me ayudarás! ¡Déjate de locuras!

Kellevandros retrocedió, jadeante, y asestó una mirada de odio a Medan. Kalindas agarró a su hermano por el brazo, pero Kellevandros se soltó bruscamente, con rabia.

—Venid, señora —dijo el gobernador mientras le ofrecía su brazo. La antorcha chisporroteaba y humeaba; los pétalos de las orquídeas que crecían sobre la puerta se habían retorcido por el calor.

Laurana puso la mano sobre el brazo del hombre. Volvió la cabeza para mirar a los dos hermanos que, con el semblante pálido y una expresión sombría en los ojos, presenciaban cómo la conducían a la muerte.

«¿Cuál de ellos es? —se preguntó la reina madre, llena de angustia—. ¿Cuál?»

29

Prisión de ámbar

La mañana de verano amaneció inusitadamente fría en Silvanesti.

—Un buen día para batallar, caballeros —dijo Mina a sus oficiales reunidos.

Galdar dirigió los vítores, que sacudieron los árboles a lo largo de la orilla del río, haciendo que las hojas de los álamos temblaran.

—Que nuestro valor haga temblar del mismo modo a los elfos —deseó el capitán Samuval—. ¡Hoy nos aguarda una gran victoria, Mina! ¡No podemos fallar!

—Muy por el contrario, hoy seremos derrotados —anunció la joven en tono frío.

Caballeros y oficiales la contemplaron de hito en hito, sin comprender. La habían visto realizar milagro tras milagro hasta el punto de que ahora se amontonaban uno sobre otro como la loza en el armario de cocina de un ama de casa ordenada. La idea de que esos milagros fueran a caerse del armario para hacerse trizas era una catástrofe a la que no daban crédito. No se lo creían.

—Bromea —comentó Galdar, que intentó pasar el mal trago con una risa, pero Mina sacudió la cabeza.

—Perderemos la batalla de hoy. Un ejército de mil guerreros elfos nos sale al paso para tantearnos. Nos superan en más de dos a uno. No podemos vencer.

Los caballeros y oficiales intercambiaron miradas intranquilas.

—Pero aunque perdamos esta batalla —prosiguió Mina con una ligera sonrisa y sus ambarinos ojos iluminados por un fantasmagórico brillo interno que hacía que los rostros reflejados en ellos titilaran como estrellas diminutas—, hoy ganaremos la guerra. Pero sólo si me obedecéis sin rechistar. Sólo si seguís mis órdenes al pie de la letra.

Los hombres esbozaron una mueca, ahora relajados.

—Así lo haremos, Mina —respondieron a voces varios, en tanto que el resto vitoreaba.

La muchacha había dejado de sonreír; el ámbar de sus ojos fluyó sobre ellos, se solidificó alrededor, los inmovilizó en el sitio.

—Obedeceréis mis órdenes aunque no las entendáis. Aunque no os gusten. Debéis jurarlo de rodillas, con el Único como testigo de vuestro juramento, el dios sin nombre que castigará terriblemente a quien lo rompa. ¿Lo juráis?