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Los caballeros hincaron rodilla en tierra formando un semicírculo alrededor de la joven. Desenvainaron las espadas y las sostuvieron por la hoja, por la punta y por debajo de la empuñadura. Luego las alzaron hacia ella. El capitán Samuval se arrodilló e inclinó la cabeza. Pero Galdar permaneció de pie y la muchacha volvió los ojos hacia el minotauro.

—De ti más que de ningún otro, Galdar, depende el resultado de esta batalla. Si rehusas obedecerme, si te niegas a obedecer al dios que te devolvió tu brazo de guerrero, estamos perdidos. Todos nosotros. Pero, especialmente, tú.

—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —inquirió él con aspereza—. Dímelo antes para que sepa a qué atenerme.

—No, Galdar —repuso quedamente la joven—. O confías en mí o no confias. O pones tu fe en el Único o no la pones. ¿Qué decides?

Lentamente, el minotauro se hincó de rodillas ante Mina. Despacio, desenvainó la espada y la sostuvo en alto como los demás. Lo hizo con la mano que el dios le había devuelto.

—¡Lo juro, Mina! —prometió.

—¡Lo juro! —corearon los demás como un solo hombre.

El campo de batalla era una extensa zona de cultivo localizada a orillas del Thon-Thalas. Los soldados elfos pisotearon los tiernos brotes de trigo con sus suaves botas de cuero. Los arqueros ocuparon sus posiciones entre los altos y verdes tallos granados de maíz. El general Konnal hizo instalar su tienda de mando en un huerto de melocotoneros. Las aspas de un gran molino de viento chirriaban mientras giraban sin cesar, impulsadas por el aire que tenía un cierto regusto a cosecha de otoño.

En aquel campo habría cosecha, una espantosa: la de jóvenes vidas. Cuando todo hubiese acabado, el agua que corría a los pies del molino de viento lo haría teñida de rojo.

El campo se interponía entre el enemigo que se aproximaba y Silvanost, la capital. Los elfos se pusieron en el camino del ejército, con intención de detener a la fuerza de la Oscuridad antes de que llegase al corazón del reino. Los silvanestis se sentían ultrajados, insultados, enfurecidos. En cientos de años, ningún enemigo había pisado su sagrada tierra. El único adversario contra el que habían luchado fue uno creado por ellos mismos: la pesadilla de Lorac.

Su maravilloso escudo mágico les había fallado. Ignoraban cómo o por qué, pero los elfos estaban convencidos de que era el resultado de una perversa maquinación de los Caballeros de Neraka.

—Y por ello, general —decía Glauco en ese momento—, la captura de su cabecilla es de máxima importancia. Traed a la muchacha para que la someta a interrogatorio. Me revelará cómo se las ingenió para burlar el escudo mágico.

—¿Y qué te hace pensar que te lo dirá? —instó Konnal, molesto con el hechicero y su insistencia machacona en aquel único punto.

—Podría negarse, general, pero no tendrá opción —le aseguró Glauco—. Utilizaré la sonda de la verdad con ella.

Se encontraban en la tienda de mando. Se habían reunido a primera hora de la mañana con los oficiales elfos, y Silvan había explicado su estrategia. Los oficiales convinieron en que era una buena táctica y Konnal los despidió para que desplegaran a sus hombres. De acuerdo con los informes, el enemigo estaba a ocho kilómetros de distancia. Según los exploradores, los Caballeros de Neraka se habían detenido para equiparse y ponerse las armaduras. Obviamente se preparaban para la batalla.

—No puedo prescindir de los hombres que harían falta para capturar a un único oficial, Glauco —añadió el general mientras anotaba sus órdenes en un gran libro—. Si la chica es hecha prisionera durante la batalla, estupendo. Si no... —Se encogió de hombros y continuó escribiendo.

—Yo me encargaré de capturarla, general —se ofreció Silvan.

—Rotundamente no, majestad —se apresuró a decir el hechicero.

—Ponedme al mando de un pequeño destacamento de guerreros montados —urgió Silvan mientras se plantaba de dos zancadas ante el general—. Daremos un rodeo por el flanco y nos acercaremos por la retaguardia. Esperaremos hasta que la batalla esté en pleno apogeo y entonces cargaremos entre sus líneas en formación de cuña, acabaremos con su guardia personal y capturaremos a esa oficial para traerla de vuelta a nuestras líneas.

Konnal alzó la vista de su trabajo.

—Tú mismo afirmaste, Glauco, que descubrir cómo esos malditos demonios habían atravesado el escudo sería muy útil. Creo que el plan de su majestad tiene posibilidades.

—Su majestad correría un gran peligro —protestó el hechicero.

—Ordenaré que miembros de mi propia guardia cabalguen con el rey —propuso Konnal—. No le ocurrirá nada.

—Más vale que no —dijo en tono suave Glauco.

Haciendo caso omiso de su consejero, Konnal se dirigió a donde estaba extendido el mapa y lo examinó. Puso el índice en cierto punto.

—Supongo que su cabecilla tomará posición aquí, en esta elevación. Ahí es donde deberéis buscarlos, a ella y a su guardia personal. Podéis rodear la batalla cabalgando por esta arboleda y después salir por este punto. Os encontraréis prácticamente encima de ellos. Tendréis el elemento sorpresa a vuestro favor y podréis atacarlos antes de que adviertan vuestra presencia. ¿Está de acuerdo vuestra majestad?

—Es un plan excelente, general —convino Silvan, entusiasmado.

Iba a ponerse su armadura nueva, de excelente manufactura y bello diseño. El pectoral lucía un grabado de una estrella de doce puntas, y el yelmo tenía dos alas de reluciente acero a semejanza de las de un cisne. Llevaba espada nueva, y ahora sabía cómo utilizar una tras pasarse muchas horas al día practicando desde su llegada a Silvanost con un experto espadachín elfo, que se había mostrado extremadamente satisfecho de los progresos de su majestad. Silvan se sentía invencible. La victoria sería de los elfos ese día, y estaba resuelto a jugar una parte gloriosa en ella, una parte que se celebraría en relatos y canciones a lo largo de generaciones venideras.

Salió, eufórico, a prepararse para la batalla.

Glauco se quedó en la tienda, remoloneando.

Konnal había reanudado su tarea y aunque el hechicero no hizo ruido, el general notó su presencia, del mismo modo que se perciben unos ojos hambrientos que te vigilan desde un oscuro bosque.

—Márchate, tengo trabajo que hacer.

—Ya me voy. Sólo quería hacer hincapié en lo que dije antes: la seguridad del rey es primordial.

El general firmó un documento y luego alzó la vista.

—Si le ocurre algo, no será por mediación mía. No soy un ogro para matar a uno de los míos. Ayer me precipité al hablar, sin pensar lo que decía. Daré órdenes a mis guardias para que lo protejan como si fuese mi propio hijo.

—Excelente, general. Eso me tranquiliza mucho —comentó Glauco al tiempo que exhibía su hermosa sonrisa—. Mis esperanzas para esta nación y sus gentes dependen de él. Silvanoshei Caladon tiene que vivir para regir Silvanesti durante muchos años. Como hizo su abuelo antes que él.

—¿Seguro que no quieres cambiar de idea sobre lo de acompañarnos, Kiryn? ¡Ésta será una batalla que se celebrará durante generaciones!

Silvan no podía estarse quieto mientras su escudero intentaba abrochar las correas de la armadura ataujiada del rey, tarea que no le resultaba nada fácil. El cuero nuevo carecía de flexibilidad y las correas se resistían, y Silvan, con su constante rebullir, no facilitaba las cosas.

—¡Si vuestra majestad tuviera a bien quedarse quieto un instante! —suplicó el exasperado escudero.

—Lo siento —se disculpó el joven monarca, que hizo lo que le pedía, aunque sólo durante unos instantes. Luego volvió la cabeza para mirar a Kiryn, que se encontraba sentado en un catre—. Podría prestarte una armadura. Tengo otra completa.

—Mi tío me ha asignado una misión —respondió su primo—. He de ocuparme de llevar despachos y mensajes entre los oficiales. Tengo que moverme con rapidez, así que nada de armadura para mí.