Se oyó el toque de una trompeta, y Silvan dio tal respingo de excitación que deshizo buena parte del trabajo de su escudero.
—¡El enemigo está a la vista! ¡Apresúrate, pedazo de zopenco!
El escudero inhaló bruscamente y se mordió la lengua para no replicar. Kiryn lo ayudó y, entre los dos, consiguieron que el rey estuviera preparado para la batalla.
—Te abrazaría para desearte suerte, primo —dijo Kiryn—, pero me haría cardenales que me durarían una semana. Sin embargo, te deseo toda la suerte del mundo —añadió en actitud sería mientras estrechaba la mano del rey—, aunque creo que no la necesitarás.
Silvan adoptó un aire grave, solemne, durante un momento.
—En las batallas siempre hay riesgo, como solía decir Samar. El coraje de un solo hombre puede salvar el día, así como puede echarlo a perder la cobardía de un único soldado. Eso es lo que más temo, primo. Más incluso que la muerte. Me aterra la idea de acobardarme y huir del campo de batalla. He sido testigo de ello, he visto hombres buenos y valerosos caer de rodillas, temblorosos, sollozando como niños.
—El coraje de tu madre corre por tus venas, junto con la fortaleza de tu padre —lo animó Kiryn—. No les fallarás allí donde estén. Ni a tu pueblo. Ni a ti mismo.
Silvan respiró profundamente el aire perfumado por las flores y lo soltó lentamente. La luz del sol semejaba miel derramándose desde el cielo. Todo alrededor eran ruidos y olores familiares: los sonidos de la batalla y la guerra; los olores a cuero y a sudor. Había nacido y crecido entre ellos y había llegado a odiarlos, pero, curiosamente, también los había echado de menos. Cayó en la cuenta de que su patio de juego había sido el campo de batalla, y su cuna, una tienda de mando. Allí se sentía más a gusto, más como en casa, que en su exquisito palacio.
Salió de la tienda con una sonrisa melancólica en los labios; su armadura plateada y dorada brilló intensamente bajo la luz del sol y su aparición fue recibida con aclamaciones entusiastas de su pueblo.
Los planes de batalla de ambos bandos eran sencillos. Los elfos formaron filas a través del campo, con los arqueros en la retaguardia. Los Caballeros de Neraka desplegaron sus líneas, menos numerosas, entre los árboles de una ladera poco empinada, confiando en incitar a los elfos a lanzar un ataque precipitado, cuesta arriba.
Konnal era demasiado listo para caer en eso. Se armó de paciencia, todo lo contrario que sus tropas, pero las mantuvo bajo control. Tenía tiempo; todo el del mundo. Los Caballeros de Neraka, escasos de víveres, no.
Casi a media tarde, un único toque de trompeta resonó en las colinas. Los elfos empuñaron sus armas. El ejército de la Oscuridad salió de las colinas a todo correr, gritando insultos y desafíos a sus enemigos. Flechas de los dos bandos surcaron el cielo y formaron un dosel mortífero sobre las cabezas de los combatientes, que se encontraron con un estruendo retumbante.
Una vez iniciado el combate, Silvan y su escolta montada galoparon a través del bosque, por el lado oeste del campo de batalla. Oculta su reducida fuerza por los árboles, rodearon el flanco de su propio ejército, cruzaron más allá de las líneas adversarias y las flanquearon. Nadie reparó en ellos; nadie lanzó la voz de alarma. Los que combatían sólo tenían ojos para el enemigo que estaba frente a ellos. Al llegar a un punto cercano al borde del campo, Silvan ordenó hacer un alto levantando la mano. Avanzó cautelosamente hasta el límite del bosque, acompañado por el jefe de la guardia del general. Los dos observaron el campo de batalla.
—Envía a la patrulla de reconocimiento —ordenó Silvan—. Que los batidores vuelvan para informar en el momento en que hayan localizado a los mandos del enemigo.
Los batidores se alejaron por el bosque, acercándose más al campo de batalla. Silvan aguardó mientras presenciaba la marcha del combate.
La lucha se dirimía cuerpo a cuerpo ahora. Los arqueros de ambos bandos habían dejado de tener utilidad, ya que los dos ejércitos se hallaban unidos en un sangriento abrazo. Al principio, el joven monarca no sacó nada en claro del confuso panorama que presenciaba, pero después de observar unos minutos le pareció que el ejército elfo iba ganando terreno.
—Podemos decir ya que es una gloriosa victoria, majestad —manifestó el jefe de la guardia en actitud triunfante—. ¡Esas sabandijas están retrocediendo!
—Sí, tienes razón —convino Sirvan, ceñudo.
—Vuestra majestad no parece complacido. ¡Estamos aplastando a los humanos!
—Eso parece —repuso Silvan—. Pero si te fijas bien, advertirás que el enemigo no huye en desbandada. Retrocede, desde luego, pero sus movimientos son calculados, disciplinados. ¿Ves cómo mantienen las líneas? ¿Ves cómo un hombre se adelanta para ocupar el hueco si otro cae? Nuestros soldados, por el contrario, han perdido completamente el control —añadió, disgustado.
Los elfos, al ver retroceder al enemigo, habían roto filas y se abalanzaban sobre sus adversarios con ferocidad, sin hacer caso a las órdenes de sus oficiales. Toques de trompeta compitiendo entre sí resonaban por encima de los gritos de los heridos y los moribundos, sosteniendo su propia batalla. Silvan advirtió que los caballeros negros estaban muy pendientes de los toques de sus trompetas y que respondían de inmediato a las órdenes lanzadas por sus voces metálicas, en tanto que los enfurecidos elfos estaban sordos a todo.
—Aun así —dijo Silvan—, ganaremos sin remedio, habida cuenta de que los superamos en gran número. El único modo de que perdiéramos la batalla sería que volviésemos nuestras espadas contra nosotros mismos. Tendré unas palabras con el general Konnal a mi regreso, sin embargo. Samar jamás habría permitido semejante falta de disciplina.
—¡Majestad! —Uno de los batidores regresó cabalgando a galope tendido—. ¡Hemos localizado a los oficiales!
Silvan hizo que su caballo diese media vuelta y fue en pos del batidor. Apenas habían recorrido un trecho a través del bosque cuando se encontraron con otro de los exploradores, que se había quedado atrás para vigilar.
—Allí, majestad —señaló—. En aquella elevación. Es fácil divisarlos.
En efecto, lo era. En el altozano había un corpulento minotauro, el primero que Silvan veía en su vida. Vestía todas las galas de un Caballero de Neraka. Un espadón enorme colgaba de su cinturón a un costado. Observaba atentamente el desarrollo de la batalla. Otros doce caballeros, montados en corceles, también contemplaban el combate. Junto a ellos, el portaestandarte sostenía una bandera que tal vez había sido blanca en otros tiempos, pero que ahora tenía un sucio color marrón rojizo, como si se hubiese empapado en sangre. Un asistente sostenía las riendas de un magnífico corcel rojo.
—Sin duda el minotauro es su jefe —comentó Silvan—. Nos informaron mal.
—No, majestad —contestó el batidor—. Mirad allí, detrás del minotauro. Ésa es la comandante, la que lleva el fajín carmesí.
Silvan no la divisó al principio, pero entonces el minotauro se desplazó hacia un lado para conferenciar con otro de los caballeros. Detrás, una humana delgada, de aspecto delicado, se erguía sobre un peñasco, con la mirada prendida, absorta, en la batalla. Llevaba el yelmo debajo del brazo, y a un costado, colgando del cinturón, un «lucero del alba».
—¿Que ésa es la comandante? —Silvan no salía de su asombro—. No parece lo bastante mayor para haber asistido a su primer baile, cuanto menos para dirigir tropas veteranas en una batalla.
Como si la joven lo hubiese oído, aunque tal cosa era imposible ya que se encontraba a más de cuarenta metros de distancia, giró el rostro en su dirección. Silvan se sintió de repente al descubierto bajo aquella mirada y retrocedió prestamente, manteniéndose en las sombras del espeso bosque.