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La muchacha siguió mirando fijamente en su dirección durante varios segundos, y Silvan tuvo la certeza de que habían sido descubiertos. Iba a dar la orden de continuar cuando la chica giró la cabeza hacia otro lado. Al parecer, le dijo algo al minotauro, ya que éste dejó de hablar con el otro oficial y se acercó a ella. Incluso desde tan lejos, a Silvan no le pasó inadvertido que el minotauro la trataba con gran respeto, hasta con reverencia. Escuchó atentamente sus órdenes, echó una ojeada por encima del hombro hacia el campo de batalla y su astada cabeza asintió.

Entonces se volvió y, con un gesto de la mano, llamó a los caballeros. Lanzando un rugido, el minotauro corrió hacia la vanguardia de sus líneas; los caballeros galoparon en pos de él, aunque Silvan no entendía con qué propósito. Tal vez para lanzar una contracarga.

—¡Ahora es nuestra oportunidad, majestad! —exclamó el jefe de la guardia, excitado—. Se ha quedado sola.

Aquello era un golpe de suerte increíble; tanto que Silvan receló de su buena fortuna. Vaciló un momento antes de ordenar a sus hombres que avanzaran, temiendo una trampa.

—¡Majestad! —lo urgió el jefe de la guardia—. ¿A qué esperáis?

Silvan siguió escudriñando los alrededores, pero no vio tropas preparadas para tenderles una emboscada. Los caballeros enemigos se alejaban a galope de su comandante.

El joven monarca espoleó a su montura y salió a galope tendido, seguido por su grupo. Cabalgaron veloces como una flecha, con Silvan como la punta plateada dirigida directamente al corazón del enemigo. Recorrieron la mitad de la distancia que los separaba de la muchacha antes de que su presencia fuese advertida. La chica mantenía la vista fija en sus tropas, y fue el portaestandarte quien los localizó. Gritó al tiempo que los señalaba; el caballo rojo alzó la testa y relinchó lo bastante fuerte como para rivalizar con el toque de trompetas.

Al oírlo, el minotauro frenó la carga y se giró.

Silvan no perdió de vista al minotauro, por el rabillo del ojo, mientras cabalgaba; clavó espuelas en los flancos de su caballo, instándolo a correr más deprisa. La frenética cabalgada resultaba estimulante. Experimentado jinete, dejó atrás a su cuerpo de guardia; ya estaba cerca de su objetivo. La muchacha tenía que haber oído el estruendoso trapaleo de cascos, pero seguía sin volver la cabeza.

Un fuerte y terrible bramido resonó en el campo de batalla; un bramido de angustia, rabia y furia. Un rugido tan espantoso que su sonido hizo que a Silvan se le encogiese el estómago y que el sudor su frente. Volvió la cabeza y vio al minotauro corriendo hacia él con el inmenso espadón enarbolado para partirlo en dos de un golpe. Silvan apretó los dientes y azuzó más a su caballo. Si conseguía coger a la chica, podría utilizarla de escudo y de rehén.

El minotauro era extraordinariamente veloz. Aunque iba a pie, mientras que Silvan montaba a caballo, parecía que alcanzaría al joven elfo antes de que su montura pudiese llegar hasta la comandante enemiga. Silvan desvió la vista del minotauro hacia la muchacha, quien todavía no había advertido su presencia. Sus ojos permanecían fijos en el minotauro.

—¡Galdar! —gritó con una voz muy clara, aunque extrañamente profunda—. ¡Recuerda tu juramento!

Sus palabras resonaron por encima de los gritos y el estruendo de las armas y tuvieron sobre el minotauro el efecto de una lanza que se clavara en su corazón. Frenó su veloz carrera y la miró intensamente, con aire suplicante.

Sin embargo ella no cedió. Alzó los ojos al cielo. El minotauro soltó otro rugido de rabia y después hincó el espadón en tierra, hundiéndolo en el campo de maíz con tal fuerza que la hoja quedó enterrada hasta la mitad.

Silvan galopó cuesta arriba. Por fin la muchacha dejó de contemplar el cielo y lo miró.

Ojos de color ámbar. Silvan jamás había visto nada igual. No le repelían, sino que lo atraían. Cabalgó hacia ella y sólo vio sus ojos. Era como si cabalgase hacia ellos.

La muchacha empuñó su maza y lo esperó sin miedo.

Silvan ascendió la cuesta a toda velocidad y llegó a la altura de la chica. Ella arremetió con el «lucero del alba», pero el elfo desvió su golpe con facilidad, de una patada. Con otro punterazo la desarmó y la hizo recular dando traspiés. La muchacha perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Los guardias del joven monarca la rodearon, mataron al portaestandarte e intentaron agarrar al caballo, pero el animal empezó a cocear. Tras soltarse de un tirón del soldado que agarraba las riendas, el corcel emprendió galope hacia la retaguardia del ejército, como si quisiera unirse a la batalla solo, sin jinete.

La chica estaba tendida en el suelo, aturdida. Estaba cubierta de sangre, pero Silvan no sabía si era suya o del portaestandarte, que yacía decapitado a su lado.

Temiendo que los caballos la pisotearan, Silvan ordenó a sus guardias, enfurecido, que se apartaran. Desmontó, corrió hacia ella y la levantó en sus brazos. La joven gimió y sus ojos parpadearon; inhaló, recobrando la respiración. Estaba viva.

—Yo la cogeré, majestad —se ofreció el jefe de la guardia.

Pero Silvan no la soltó. La montó en su caballo y él lo hizo detrás; después la rodeó firmemente con un brazo y asió las riendas con la otra mano. La cabeza de la muchacha reposaba sobre el plateado peto del elfo. Silvan jamás había visto un rostro tan delicado, tan perfectamente formado, tan bello. La sostuvo contra sí tiernamente, con ansiedad.

—¡En marcha! —ordenó y emprendió galope hacia el bosque, a buen paso, pero no tan deprisa como para correr el riesgo de lastimarla.

Pasó delante del minotauro, que estaba de rodillas junto a su espada enterrada, con la astada cabeza inclinada en un gesto de infinito desconsuelo.

—Soldados, ¿qué os proponéis? —demandó Silvan. Varios de los elfos empezaban a dirigir sus monturas hacia el minotauro, con las espadas enarboladas—. No es una amenaza para nosotros. Dejadlo en paz.

—Es un minotauro, majestad. Los de su raza siempre son una amenaza —protestó el jefe del grupo.

—¿Lo matarías aun estando desarmado y sin ofrecer resistencia? —instó severamente el joven monarca.

—Él no tendría ningún reparo en matarnos si la situación fuera a la inversa —argumento, sombrío, el oficial elfo.

—Es decir, que ahora nos hemos rebajado a la altura de las bestias —replicó fríamente Silvan—. He dicho que lo dejéis en paz, oficial. Hemos cumplido nuestro objetivo. Salgamos de aquí antes de que los demás se nos echen encima.

Ésa era una posibilidad, de hecho, más que probable. El ejército de los Caballeros de Neraka retrocedía ahora rápidamente y lo hacía en orden, manteniendo la formación de las filas. Silvan y sus caballeros se alejaron a galope del campo de batalla, el joven monarca llevando su trofeo entre los brazos con orgullo.

Llegaron a la sombra de los árboles; la muchacha rebulló y volvió a gemir antes de abrir los ojos.

Silvan se miró en ellos y se vio a sí mismo atrapado en el ámbar.

La chica era una cautiva dócil que no causó problemas y aceptó su suerte sin protestar. Cuando estuvieron de vuelta en el campamento, rechazó la oferta de ayuda hecha por Silvan. Se deslizó grácilmente por el costado del caballo del rey y dejó que la detuvieran sin ofrecer resistencia. Los elfos le pusieron manillas de hierro en las muñecas y grilletes en los tobillos, tras lo cual la condujeron a una tienda en la que sólo había un jergón de paja y una manta.

Silvan fue en pos de la prisionera, incapaz de abandonarla.

—¿Estás herida? ¿Mando llamar a los sanadores?

Ella sacudió la cabeza; no había dicho una sola palabra ni a él ni a ningún otro. También rechazó su oferta de agua y comida.

El rey se quedó parado ante la entrada de la tienda, sintiéndose indefenso y estúpido con su regia armadura. Ella, en contraste, encadenada y cubierta de sangre, se mostraba tranquila y segura de sí. Se había sentado cruzada de piernas en la manta, y miraba fijamente al frente. Silvan se marchó de la tienda asaltado por la desagradable sensación de haber sido él quien había caído prisionero.