«Eso no es la sonda de la verdad —se dijo Silvan—. ¿Qué está haciendo?»
—Te arden los pulmones, que parecen a punto de estallar —continuó Glauco—. La magia aprieta más y más hasta que pierdes el sentido. Pondré fin al tormento cuando accedas a decirme la verdad.
Empezó a entonar palabras extrañas, unas palabras que Silvan no entendía pero que supuso eran las de un conjuro. Alarmado por la seguridad de Mina, el rey se dispuso a acudir presto en su ayuda, a desgarrar la lona de la tienda con sus manos si era preciso para llegar junto a la muchacha.
Mina seguía sentada en el catre, sin hacer gestos bruscos, sin dar señales de ahogo, respirando con normalidad.
Glauco dejó de entonar la salmodia y la contempló estupefacto.
—¡Has eludido mi conjuro! ¿Cómo?
—Tu magia no surte efecto en mí —respondió Mina y se encogió de hombros; las cadenas que la retenían tintinearon como campanillas de plata—. Te conozco. Sé la verdad.
Glauco la observó en silencio, y aunque Silvan sólo veía su silueta, no le pasó inadvertido que el hechicero estaba furioso y, también, asustado. Salió bruscamente de la tienda.
Agitado, fascinado, Silvan rodeó la tienda hacia la parte delantera. Esperó en la oscuridad hasta que vio a Glauco entrar en la tienda del general Konnal, y entonces se acercó al centinela.
—Voy a hablar con la prisionera —dijo.
—Sí, majestad. —El centinela hizo una reverencia y se dispuso a acompañar al monarca.
—A solas —puntualizó Silvan—. Tienes permiso para dejar tu puesto.
El centinela no se movió.
—No corro peligro. ¡Está maniatada y encadenada! Ve a cenar algo. Yo me ocuparé de tu turno de guardia.
—Majestad, mis órdenes...
—¡Las revoco yo! —espetó, furioso, Silvan, pensando que estaba ofreciendo una imagen lamentable a la vista de aquellos ojos ambarinos—. Ve y lleva a tu compañero de guardia contigo.
El centinela vaciló un instante más, pero su rey había hablado y no osaba desobedecerle. Su compañero y él se alejaron en dirección a las lumbres de cocinar. Silvan entró en la tienda. Se quedó parado contemplando a la prisionera, sumergido en aquellos increíble ojos, cálidos y límpidos, que lo envolvieron.
—Quería saber si... Si te tratan bien... —¡Qué tontería!, pensó Silvan mientras las palabras salían, balbucientes, de su boca.
—Gracias, Silvanoshei Caladon —respondió la chica—. No necesito nada. Estoy al cuidado de mi dios.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Silvan, sorprendido.
—Por supuesto. Eres Silvanoshei, hijo de Porthios de la Casa Solostaran y de Alhana Starbreeze, hija de Lorac Caladon.
—¿Y tú eres...?
—Mina.
—¿Sólo Mina?
Ella se encogió de hombros y al hacerlo las cadenas de las manillas cerradas en sus muñecas tintinearon de nuevo.
El ámbar empezó a solidificarse en torno a Silvan, que sintió como si le faltase la respiración, como si fuera a caer víctima del conjuro asfixiante de Glauco. Se acercó a la muchacha e hincó una rodilla en tierra a fin de tener aquellos hermosos ojos a la misma altura de los suyos.
—Mencionaste a tu dios y se me ocurre una pregunta. Si los Caballeros de Neraka lo siguen, entonces he de asumir que esa deidad es maligna. ¿Por qué una persona tan joven y tan hermosa recorre la senda de la Oscuridad?
Mina le sonrió; era la clase de sonrisa compasiva que se dedica a un ciego o a un deficiente mental.
—No hay Bien ni Mal. No hay Luz ni Oscuridad. Sólo existe una verdad. La unicidad. Todo lo demás es falsedad.
—Pero ese dios tiene que ser maligno —argumentó Silvan—. De otro modo, ¿por qué atacar a nuestra nación? Somos amantes de la paz. No hemos hecho nada para provocar esta guerra, y, sin embargo, mi gente ha muerto a manos de sus enemigos.
—No vine para conquistar, sino para liberaros a ti y a tu pueblo. Si algunos mueren, es sólo para que muchísimos más puedan vivir. Los muertos comprenden su sacrificio.
—Tal vez ellos sí —repuso Silvan con mal gesto—. Pero confieso que yo no. ¿Cómo puedes tú, una joven humana y sola, salvar a la nación elfa?
Mina permaneció en silencio unos instantes, tan quieta que ni siquiera las cadenas hicieron el menor ruido. Sus ojos ambarinos se apartaron de Silvan y se desviaron hacia la llama de la vela. El monarca se contentaba con permanecer sentado a sus pies, contemplándola. Podría haberse pasado toda la noche así, tal vez toda su vida. Jamás había visto una humana con rasgos tan delicados, con una estructura ósea tan ligera, con una piel tan suave. Todos sus movimientos eran gráciles, fluidos. Su mirada se sintió atraída hacia la cabeza afeitada. La forma del cráneo era perfecta, el cuero cabelludo terso, con una ligera capa rojiza cubriéndolo apenas y que debía de resultar tan suave al tacto como el plumón de un pájaro.
—Se me permite revelarte un secreto, Silvanoshei —dijo Mina.
Silvan, perdido en su contemplación, sufrió un sobresalto al sonido de su voz.
—¿Quién te da ese permiso?
—Has de jurar que no se lo dirás a nadie más.
—Lo juro.
—Un juramento serio —insistió Mina.
—Lo juro —repitió lentamente Silvan—, por la tumba de mi madre.
—No puedo aceptar esa promesa —replicó la muchacha—. Tu madre no ha muerto.
—¿Qué? —El rey se echó bruscamente hacia atrás, estupefacto—. ¿De qué hablas?
—Tu madre vive, y también tu padre. Los ogros no mataron a tu madre ni a sus seguidores, como temías. Fueron rescatados por la Legión de Acero. Pero la historia de tus padres ha concluido, pertenece al pasado. La tuya acaba de empezar, Silvanoshei Caladon.
Mina alargó la mano haciendo que la cadena tintineara como la campanilla de un altar; rozó la mejilla del elfo y, ejerciendo una leve presión, lo atrajo hacia sí.
—Júrame por el único y verdadero dios que no revelarás a nadie lo que voy a decirte.
—Pero yo no creo en ese dios —titubeó Silvan. Su roce fue como el rayo que había caído tan cerca de él; hizo que el vello de la nuca y de los brazos se le pusiera de punta y despertó un hormigueo de deseo en su sangre.
—El Único sí cree en ti, Silvanoshei —dijo Mina—. Eso es lo que cuenta. El Único aceptará tu juramento.
—Entonces, lo juro por el... Único. —Se sintió incómodo al pronunciar aquel término, y también por prestar el juramento. No creía en esa deidad en absoluto, pero tenía la extraña e inquietante sensación de que su promesa había sido recogida por alguna mano inmortal y que tendría que cumplirla.
—¿Cómo atravesaste el escudo? —le preguntó Mina.
—Glauco lo levantó para que pudiese pasar —empezó Silvan, pero calló al reparar en la sonrisa de la muchacha—. ¿Qué? ¿Acaso ese dios tuyo lo levantó para mí, como le dijiste a Glauco que hizo para ti?
—Le dije lo que quería oír. En realidad, tú no atravesaste el escudo, sino que éste te capturó mientras estabas indefenso.
—Sí, entiendo a lo que te refieres. —Silvan recordó la noche de la tormenta—. Estaba inconsciente. Me desplomé junto al escudo, por el lado de fuera, y cuando recobré el sentido me encontraba al otro lado. Pero yo no me moví. ¡Fue el escudo el que se desplazó para cubrirme! ¡Claro, ésa es la explicación!
—El escudo resiste firme cualquier ataque, pero intenta atrapar a cualquier ser indefenso, eso es lo que se me ha dado a conocer. Mis soldados y yo pasamos la noche a su lado y, mientras dormíamos, se desplazó por encima de nosotros.
—¡Pero si el escudo defiende a los elfos! —protestó Silvan—. ¿Cómo iba a admitir dentro a nuestros enemigos?
—El escudo no os protege —replicó Mina—. Mantiene fuera a aquellos que podrían ayudaros. En realidad, es vuestra prisión. No sólo eso, sino también vuestro verdugo.
Silvan se echó hacia atrás para romper el contacto con su mano. La cercanía de la muchacha lo confundía, dificultaba su capacidad de pensar.