—¿Qué quieres decir?
—Tu pueblo está muriendo de una enfermedad consumidora —contestó—. Y cada día sucumbirán muchos más. Algunos creen que el escudo es el causante de la enfermedad. En parte tienen razón. Lo que ignoran es que las vidas de los elfos se consumen para dar energía al escudo. La vida de tu gente mantiene el escudo en su sitio. Ahora es una prisión, pero pronto será vuestra tumba.
Silvan se apoyó en los talones.
—No te creo.
—Tengo pruebas —adujo Mina—. Lo que digo es verdad. Lo juro por mi dios.
—Entonces, dame esas pruebas —instó el rey—. Deja que las considere y saque conclusiones.
—Te las daré, Silvanoshei, y con gusto. Mi dios me envió aquí con ese propósito. Glauco...
—Majestad —llamó una voz severa desde fuera de la tienda.
Silvan maldijo entre dientes y se volvió rápidamente.
—¡Recuerda, ni una palabra! —advirtió Mina.
Temblándole las manos, el rey abrió el paño de lona de la entrada y se encontró con el general Konnal, que iba flanqueado por los dos centinelas.
—Majestad —repitió el general y su voz denotaba un timbre prepotente que irritó sobremanera al joven monarca—, ni siquiera un rey puede despedir a quienes vigilan a una prisionera tan importante. Vuestra majestad se ha puesto en peligro y eso no puede permitirse. Volved a ocupar vuestros puestos —ordenó el general.
Los centinelas elfos se situaron delante de la tienda.
Palabras de explicación se agolparon en la lengua de Silvan, pero no pronunció ninguna. Podría haber dicho que había ido a interrogar a la prisionera acerca del escudo, pero eso se aproximaba mucho a su secreto y temía no poder mencionar una cosa sin revelar la otra.
—Escoltaré a vuestra majestad hasta vuestra tienda —anunció el general—. Incluso los héroes deben dormir.
Silvan mantuvo un silencio que confiaba pareciera el de su dignidad ofendida e intenciones mal interpretadas. Caminó junto a Konnal y ambos pasaron ante los rescoldos de fogatas que se habían dejado apagar. Los elfos que no se encontraban en servicio de patrullas, buscando a los humanos, se habían envuelto en las mantas y dormían. Los sanadores atendían a los heridos, procurando que se sintieran cómodos. En el campamento reinaban el silencio y la quietud.
—Buenas noches, general —dijo fríamente Silvan—. Os doy la enhorabuena por la victoria de hoy. —Se agachó para entrar en su tienda.
—Recomiendo a vuestra majestad que vayáis directamente a la cama —dijo Konnal—. Necesitaréis estar descansado mañana para presidir la ejecución.
—¿Qué? —exclamó Silvan. Se agarró al poste de entrada para sostenerse—. ¿Qué ejecución? ¿De quién?
—Mañana, a mediodía, cuando el glorioso sol se halle en su cénit para servirnos como testigo, ejecutaremos a la humana —anunció el general. No miró al rey mientras hablaba, sino que mantenía la vista fija en la oscuridad de la noche—. Glauco lo ha recomendado así, y en eso coincido con él.
—¡Glauco! —repitió Silvan.
Recordaba al hechicero en la tienda, el miedo que había percibido en él. Y Mina había estado a punto de decirle algo sobre Glauco cuando Konnal los interrumpió.
—¡No podéis matarla! —manifestó firmemente—. Y no lo haréis. Lo prohibo.
—Me temo que vuestra majestad no tiene voz ni voto en ese asunto. Los Cabezas de Casas han sido informados de la situación. Han votado, y el voto ha sido unánime.
—¿Cómo se la ejecutará? —preguntó Silvan.
Konnal puso una mano en el brazo del rey con actitud amable.
—Sé que es un deber penoso, majestad. No tenéis que quedaros a verlo, sólo pronunciar unas palabras y después podréis retiraros a vuestra tienda. Nadie os lo echaría en cara.
—¡Respondedme, maldita sea! —gritó Silvan mientras se quitaba de encima la mano del general.
—La humana será conducida al campo que está empapado con la sangre de los nuestros —explicó Konnal con gesto helado—. Se la atará a un poste. Se escogerán a nuestros siete mejores arqueros y, cuando el sol se encuentre en lo más alto, cuando la humana no proyecte nada de su sombra, los arqueros le dispararán siete flechas.
Silvan no veía al general a causa de la ardiente rabia que invadía todo su ser. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma. El dolor lo ayudó a mantener firme la voz.
—¿Por qué piensa Glauco que la mujer debe morir?
—Su razonamiento cae por su propio peso. Mientras la mujer siga viva, los humanos permanecerán en la zona con miras a rescatarla. Ejecutándola, perderán toda esperanza, se sentirán desmoralizados. Serán más fáciles de localizar y también más fáciles de destruir.
Silvan se sintió asaltado por la náusea y temió vomitar, pero luchó para contenerse y plantear un último argumento.
—Los elfos reverenciamos la vida. Por ley, no se la quitamos a ningún elfo, por terrible que sea su crimen. Existen asesinos elfos, cierto, pero sólo fuera de la ley.
—No quitamos la vida a un elfo en este caso —respondió Konnal—, sino a una humana. Buenas noches, majestad. Os enviaré un mensajero antes de que amanezca.
Silvan entró en la tienda y cerró el paño de lona tras de sí. Lo aguardaban sus sirvientes.
—Dejadme solo —ordenó en tono seco, y los criados obedecieron prestamente.
El joven monarca se tendió en el catre, pero se levantó casi de inmediato. Se sentó pesadamente en una silla y permaneció mirando al vacío en la oscuridad de la tienda. No podía dejar que esa muchacha muriera. La quería. La adoraba. La había amado desde el instante en que la vio erguida en el cerro, valerosa, sin miedo, entre sus soldados. Había saltado de la cordura al precipicio de la enajenación y se había estrellado contras las afiladas rocas del amor, que lo desgarraban y destrozaban. Disfrutaba del dolor y deseaba más.
Un plan cobró forma en su mente. Lo que hacía estaba mal; podría poner en peligro a su pueblo, pero —argumentó consigo mismo— lo que hacían ellos también estaba mal, mucho peor que lo de él. En cierto sentido, los salvaba de sí mismos.
Silvan dejó pasar tiempo suficiente para que el general llegase a su tienda y entonces se puso una capa oscura. Guardó un cuchillo, largo y afilado, en una de sus botas. Atisbo por la rendija del paño de lona de la entrada para comprobar que no había nadie. Salió de la tienda y se deslizó sigilosamente, sin hacer ruido, a través del dormido campamento.
Dos centinelas, alertas y vigilantes, montaban guardia ante la tienda de Mina. Silvan no se acercó a ellos, sino que rodeó la tienda hasta la parte posterior, el mismo sitio donde se había apostado antes para escuchar a escondidas lo que decía Glauco. Echó un vistazo en derredor. El bosque se encontraba a unos pocos pasos de distancia; podrían llegar a él sin problemas. Encontrarían una cueva y la ocultaría allí, a salvo. La visitaría por las noches y le llevaría comida, agua, su amor...
Sacó el cuchillo de la bota y apoyó la afilada punta en la lona; cuidadosamente y sin hacer ruido, abrió una raja cerca del suelo. Se metió a través de ella en la tienda.
La vela ardía aún, de modo que Silvan evitó pasar por delante de la luz por miedo a que los centinelas descubrieran su silueta.
Mina se había quedado dormida en el jergón de paja, tumbada de lado, con las piernas dobladas y las manos —todavía encadenadas— pegadas al pecho. Parecía muy frágil. Dormía tranquila, aparentemente sin soñar, y el ritmo de su respiración era regular, aspirando y expulsado el aire por la nariz y por los labios entreabiertos.
Silvan le puso la mano sobre la boca como precaución, por si gritaba asustada.
—Mina —llamó en un susurro urgente—. Mina.
Ella abrió los ojos; no hizo ningún ruido. Sus iris ambarinos lo miraron, consciente de su presencia y de cuanto la rodeaba.
—No te asustes —musitó, y mientras lo decía se dio cuenta de que aquella muchacha jamás se había asustado, que no sabía lo que era el miedo—. He venido a liberarte. —Intentaba hablar sosegadamente, pero su voz y sus manos temblaban—. Podemos huir por la parte posterior de la tienda, hacia el bosque, pero antes hay que quitarte estas cadenas. —Retiró la mano de la boca de la chica—. Llama al centinela. Él tiene la llave. Dile que te sientes mal. Yo me ocultaré en las sombras y...