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Mina le puso los dedos en los labios, cortando el torrente de palabras.

—No —dijo—. Gracias, pero no me marcho.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los centinelas a su compañero—. ¿Has oído algo tú?

—Sí, venía de dentro de la tienda.

Silvan empuñó el cuchillo, pero Mina lo sujetó por el brazo y empezó a cantar.

Duérmete, amor, que todo duerme. Cae en brazos de la oscuridad silente. Velará tu alma la noche vigilante. Duérmete, amor, que todo duerme.

Las voces de los centinelas enmudecieron.

—¡Listo! —dijo la muchacha a Silvan—. Los guardias se han dormido. Ahora podemos hablar sin miedo.

—¿Que se han dormido? —Silvan alzó el paño de lona de la entrada. Los centinelas continuaban de pie en sus puestos, con la cabeza inclinada, la barbilla apoyada en el pecho y los ojos cerrados—. ¿Eres hechicera? —preguntó mientras regresaba a su lado.

—No, sólo soy una fiel creyente —repuso Mina—. Los dones que tengo proceden de mi dios.

—Que él te guarde y vele por tu seguridad. ¡Apresúrate, Mina! Por aquí. Encontraremos una senda, a corta distancia. Va a través del...

Calló al ver que la muchacha sacudía la cabeza.

—¡Mina, tenemos que huir! —insistió, desesperado—. Van a ejecutarte mañana, al mediodía. Glauco los ha convencido. Te tiene miedo, Mina.

—Y con razón —comentó ella con gesto sombrío.

—¿Por qué? —inquirió Silvan—. Ibas a decirme algo sobre él. ¿De qué se trata?

—Sólo que no es lo que aparenta y que, debido a su magia, tu pueblo está muriendo. Dime una cosa. —Volvió a posar la mano en su mejilla—. ¿Deseas castigar a Glauco? ¿Quieres descubrir sus intenciones a tu gente y revelar su plan criminal?

—Sí, naturalmente, pero ¿qué...?

—Entonces, sigue mis instrucciones, haz exactamente lo que te diga. Mi vida está en tus manos. Si me fallas...

—No te fallaré, Mina —susurró el rey elfo, que tomó su mano y se la besó—. Dispon de mí para lo que quieras mandar.

—Asistirás a mi ejecución... ¡Calla! No digas nada. Lo prometiste. Ve armado y sitúate al lado de Glauco. Asegúrate de que un buen número de tus guardias personales estén a tu lado. ¿Lo harás?

—Sí, pero, luego ¿qué? ¿He de presenciar cómo te matan?

—Sabrás qué tienes que hacer y cuándo has de hacerlo, pierde cuidado. El Único está con nosotros. Ahora debes irte, Silvan. El general va a mandar a alguien a tu tienda para controlarte. No debe descubrir tu ausencia.

Dejarla era como renunciar a una parte de sí mismo. Silvan alargó una mano y le acarició la cabeza para sentir la suavidad del cortísimo cabello, la dureza del cráneo bajo la cálida piel. Ella se mantuvo completamente inmóvil, sin animarlo pero tampoco rechazándolo.

—¿Cómo era tu cabello, Mina? —preguntó el elfo.

—Del color del fuego, largo y abundante. Los mechones se habrían enroscado alrededor de tus dedos y habrían asido tu corazón como la mano de un bebé.

—Debía de ser bellísimo —comentó Silvan—. ¿Lo perdiste por alguna calentura?

—Me lo corté. Cogí un cuchillo y lo rapé hasta la raíz.

—¿Por qué? —quiso saber, estupefacto.

—Mi dios me lo exigió. Me preocupaba demasiado por mi apariencia. Me gustaba que me mimaran, que me admiraran, que me amaran. Mi cabello era mi vanidad, mi orgullo. Lo sacrifiqué como prueba de mi fe. Ahora sólo tengo un amor, una sola lealtad. Debes marcharte ya, Silvan.

El joven monarca se puso de pie y, de mala gana, retrocedió hacia la parte posterior de la tienda.

—Tú eres mi único amor, Mina —dijo quedamente.

—No es a mí a quien amas, sino al dios que se manifiesta en mí.

Silvan no recordaba haber salido de la tienda, pero de repente se encontró fuera, en mitad de la noche.

30

¡A vuestra salud!

La noche había caído sobre el campo de batalla, envolviendo como un sudario los cadáveres de los muertos que habían sido preparados ceremoniosamente para su inhumación. La misma noche cubría la capital elfa de Qualinost, también como una mortaja.

Había en ella algo de letal, o ésa era la impresión de Gerard, que recorría las calles de la ciudad elfa con la mano en la empuñadura de la espada, ojo avizor a un posible destello de acero en alguna esquina oscura, en las sombras de cualquier portal. Cruzaba de acera para evitar pasar por delante de callejones. Escudriñaba las cortinas de todas las ventanas de los pisos altos para ver si se movían, como harían si un arquero se encontrara apostado detrás, listo para disparar la flecha asesina.

Era consciente en todo momento de unos ojos vigilándolo, y en una ocasión se sintió tan amenazado que giró velozmente sobre sus talones, espada en mano, para desviar la supuesta puñalada en la espalda. Pero no vio nada, a pesar de tener la seguridad de que había habido alguien allí; alguien que quizá se había amilanado a la vista de la pesada armadura del caballero y su reluciente espada.

Gerard tampoco tuvo un momento de respiro cuando llegó a salvo al cuartel general de los Caballeros de Neraka. Allí, el peligro no acechaba, sigiloso, a su espalda; lo tenía delante y a cara descubierta.

Entró en el cuartel y encontró que sólo había un oficial de servicio; el draconiano dormía en el suelo.

—Aquí está la respuesta para Beryl del gobernador militar Medan —informó Gerard a la par que saludaba.

—¡Ya iba siendo hora! —gruñó el oficial—. ¡No imaginas lo fuerte que ronca esa cosa!

Gerard se acercó al draconiano, que se retorcía en sueños y emitía sonidos guturales, extraños.

—Groul —llamó, y alargó una mano para sacudir a la dormida criatura.

Un siseo, un gruñido, un brusco aleteo y garras arañando el suelo. Las manos garrudas se lanzaron hacia la garganta de Gerard.

—¡Eh! —gritó el joven, sorprendido por el ataque del draconiano—. Cálmate, ¿quieres?

Groul estrechó sus ojos de reptil y le asestó una mirada furibunda. Su lengua salió y entró entre las fauces. Apartó las manos del cuello de Gerard y se echó hacia atrás.

—Lo siento —masculló—. Me sobresaltaste.

Las garras de Groul le habían dejado marcas en la piel de la garganta que le escocían.

—Fue culpa mía —respondió en actitud tensa—. No debí despertarte con tanta brusquedad. —Le tendió el estuche de pergaminos—. Aquí está la respuesta del gobernador.

Groul lo cogió y lo examinó para asegurarse de que el sello estaba intacto. Satisfecho, se lo guardó debajo del cinturón de su correaje, se dio media vuelta y, con un gruñido, encaminó sus pasos hacia la puerta. La criatura no llevaba armadura, advirtió Gerard, que pensó con desánimo que el hombre-reptil no la necesitaba. La gruesa y escamosa piel ofrecía protección de sobra.

El joven respiró hondo, soltó el aire despacio y fue en pos del draconiano.

—¿Qué haces, nerakiano? —instó Groul, que había girado sobre sus talones.

—Estás en territorio hostil y es noche cerrada. Tengo órdenes de acompañarte hasta que llegues a salvo a la frontera —respondió Gerard.

—¿Vas a protegerme tú? —Groul soltó una especie de gorgoteo que debía de ser una risa—. ¡Bah! Vuelve a tu cálido lecho, nerakiano. No corro peligro. Sé cómo ocuparme de la escoria elfa.

—Tengo órdenes —insistió testarudamente Gerard—. Si te ocurriese algo, el gobernador me haría lo mismo a mí.

Los ojos de reptil de Groul centellearon con rabia.

—Tengo una cosa que nos haría más corto el viaje a los dos —agregó el joven caballero. Retiró un poco su capa y dejó a la vista una cantimplora colgada a la cadera.