El brillo de cólera en los ojos del draconiano se tornó en otro de ansia, pero Groul lo disimuló con presteza.
—¿Qué hay en esa cantimplora, nerakiano? —instó mientras su lengua salía y entraba con rapidez entre los afilados dientes.
—Aguardiente enano. Un regalo del gobernador militar. Quiere que, una vez que nos encontremos a salvo al otro lado de la frontera, nos unamos a él en un brindis por la caída de los elfos.
Groul no puso más pegas a que Gerard lo acompañara y los dos emprendieron camino por las silenciosas calles de Qualinost. De nuevo, el caballero sintió unos ojos vigilándolos, pero nadie los atacó; no era de sorprender, ya que el draconiano resultaba un adversario temible.
Al llegar al bosque, Groul siguió uno de los senderos principales que penetraban en la fronda y luego, de una manera tan repentina que cogió por sorpresa a Gerard, se metió entre los árboles y tomó una ruta que sólo él conocía, o eso supuso el caballero. El draconiano tenía una capacidad visual nocturna excelente, a juzgar por la rapidez con que se movía entre la enmarañada maleza. La luna estaba menguante, pero las estrellas proporcionaban luz, así como el resplandor de las luces de Qualinost. Los arbustos y las enredaderas cubrían el suelo del bosque, y Gerard, entorpecido por la pesada armadura, avanzaba con dificultad. No tuvo que fingir cansancio cuando le dijo al draconiano que hiciesen un alto.
—No hay necesidad de matarnos de agotamiento —argumentó—. ¿Qué tal si descansamos un poco?
—¡Humanos! —se mofó Groul. Ni siquiera jadeaba, pero se detuvo y se volvió a mirar al caballero. O, más bien, miró la cantimplora—. Sin embargo, caminar da sed. No me vendría mal un trago.
—Mis órdenes... —empezó Gerard, vacilante.
—¡Al Abismo con tus órdenes! —espetó Groul.
—Supongo que no pasará nada por echar un traguito —aceptó Gerard. Cogió la cantimplora, le quitó el corcho y olisqueó. El acre, intenso y almizcleño olor a aguardiente enano le produjo escozor en las fosas nasales. Resopló y sostuvo la cantimplora con el brazo extendido—. Buena cosecha —manifestó, sintiendo que los ojos lagrimeaban.
El draconiano le arrebató la cantimplora y se la llevó a la boca. Echó un largo trago y después bajó el recipiente con expresión satisfecha.
—Sí, muy buena —convino en tono ronco, tras lo cual soltó un eructo.
—A tu salud —dijo Gerard, y se llevó la cantimplora a la boca. Mantuvo la lengua apretada contra la boca del recipiente y simuló beber—. Bueno —manifestó con fingida renuencia mientras le ponía el corcho—, ya es suficiente. Deberíamos reemprender la marcha.
—¡Eh, no tan rápido! —Groul se apoderó de la cantimplora y le quitó el corcho, que tiró al suelo—. Siéntate, nerakiano.
—Pero, tu misión...
—No hay ninguna prisa —dijo el draconiano, que se recostó cómodamente en un tocón—. Da igual si Beryl recibe este mensaje mañana o dentro de un año. Sus planes para los elfos ya están en marcha.
A Gerard le dio un vuelco el corazón.
—¿A qué te refieres? —preguntó, intentando que su voz sonase indiferente. Tomó asiento al lado del draconiano y alargó la mano hacia la cantimplora.
Groul se la tendió con evidente renuencia. Mantuvo la mirada en Gerard, calculando cada gota que, supuestamente, el caballero se bebía, y luego le arrebató el recipiente en el momento en que Gerard lo retiró de sus labios.
La criatura tragaba aguardiente como si en lugar de garganta tuviese un sumidero. Gerard estaba alarmado por la capacidad del draconiano para beber y se preguntó si con una cantimplora habría suficiente.
Groul suspiró, eructó y se limpió la boca con el dorso de la garruda mano.
—Me estabas hablando de Beryl —dijo Gerard.
—¡Ah, sí! —Groul sostuvo el recipiente en alto—. ¡Por mi señora, la encantadora hembra de dragón Beryl! ¡Y por la muerte de los elfos!
Bebió. Gerard fingió hacerlo.
—Sí —comentó el caballero—. El gobernador me lo contó. Les ha dado seis días a los elfos para...
—Ja, ja! —gorgoteó Groul, divertido—. ¡Seis días! ¡Los elfos no tienen ni seis minutos! ¡Seguramente las huestes de Beryl están cruzando la frontera en este mismo instante! Es un gran ejército, el mayor que se haya visto en Ansalon desde la Guerra de Caos. Draconianos, goblins, hobgoblins, ogros, mercenarios humanos. Nosotros atacamos Qualinost desde fuera mientras que vosotros, los Caballeros de Neraka, atacáis a los elfos desde dentro. Los qualinestis están cogidos entre fuego y agua, sin salida. Por fin veré amanecer el día en que no quedará vivo ninguno de esos gusanos de orejas puntiagudas.
A Gerard se le hizo un nudo en el estómago. ¡El ejército de Beryl cruzando la frontera! ¡Tal vez a un día de marcha de Qualinost!
—¿Acudirá Beryl en persona para asegurar la victoria? —preguntó, confiando en que la ronquera de su voz se interpretara como secuela del ardiente licor.
—No, no. —Groul soltó una risotada—. Nos deja los elfos a nosotros. Ella vuela a Schallsea para destruir la llamada Ciudadela de la Luz. Y para capturar a ese miserable mago. ¡Vamos, nerakiano, deja de acaparar la cantimplora!
Groul se apoderó del recipiente y pasó la lengua por el borde del gollete.
Gerard asió la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón; despacio, sin hacer ruido, lo desenvainó. Esperó hasta que el draconiano levantara por segunda vez la cantimplora, que estaba casi vacía. Groul echó la cabeza hacia atrás para engullir hasta la última gota.
El caballero atacó, hundiendo el cuchillo con todas sus fuerzas en las costillas del draconiano, confiando en acertar en el corazón.
De haber sido un humano sí lo habría conseguido pero, al parecer, el corazón de un draconiano estaba en un sitio distinto. O quizás esas criaturas no tenían corazón, cosa que no habría sorprendido a Gerard.
Al comprender que su golpe no era mortal, Gerard sacó el arma ensangrentada de un tirón. Se incorporó precipitadamente al tiempo que desenvainaba la espada.
Groul estaba herido, pero no de gravedad. Su gruñido de dolor dio paso a un bramido de rabia; se levantó de un salto, rugiendo fuera de sí mientras la mano garruda buscaba su espada. El draconiano atacó con un violento golpe de arriba abajo destinado a partir en dos la cabeza de su adversario.
Gerard detuvo el ataque y se las arregló para desarmar al draconiano. La espada cayó en los arbustos, a los pies del caballero, que la apartó de una patada antes de que Groul pudiese recogerla. Gerard aprovechó para asestar un punterazo a la barbilla del draconiano; el impacto hizo recular a Groul, pero no lo derribó.
Groul sacó una daga de hoja curva y saltó por el aire, valiéndose de las cortas alas para situarse por encima de Gerard. Luego se lanzó sobre el caballero, asestando golpes con la daga.
El peso del draconiano y la fuerza de su arremetida derribaron a Gerard, que cayó pesadamente al suelo, de espaldas, con Groul encima de él, gruñendo y babeando mientras trataba de acuchillar al caballero. Batía frenéticamente las alas, que golpeaban a Gerard en la cara y levantaban un polvo cegador. El caballero luchó con la desesperación nacida del pánico y asestó puñaladas a Groul mientras intentaba inmovilizar la mano con que el draconiano empuñaba su daga.
Los dos rodaron por el suelo. Gerard notó que su cuchillo se hundía en su adversario más de una vez. Estaba cubierto de sangre, pero ignoraba si era suya o de Groul. A pesar de las heridas, el draconiano no moría, y las fuerzas de Gerard menguaban por momentos. Sólo la descarga de adrenalina lo ayudaba a resistir, y eso también empezaba a remitir.
De repente Groul se atragantó y sufrió una arcada. La sangre expulsada por la boca cayó encima de Gerard y lo cegó. Groul se puso rígido y lanzó un gruñido de rabia. Se irguió sobre Gerard y enarboló la daga. El arma cayó de la mano del draconiano, que se derrumbó encima del caballero otra vez, pero en esta ocasión no se movió. Estaba muerto.