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—¡Madre! —exclamó Silvan con el corazón en un puño. Tenía que llevarles ayuda. Contaban con él, pero se había quedado paralizado, como hipnotizado por el espantoso espectáculo. Era incapaz de correr hacia ella; era incapaz de salir huyendo. No podía moverse.

—¿Dónde se han metido las tropas de reserva? —gritó furioso Samar—. ¡Aranoshah, bastardo! ¿Y los espadachines de su majestad?

—¡Aquí, Samar! —llamó un guerrero—. ¡Tuvimos que abrirnos paso a golpe de espada, pero ya estamos aquí!

—Condúcelos allí abajo, Samar —instruyó sosegadamente Alhana.

—¡Majestad! —empezó a protestar él—. No os dejaré sin una guardia.

—Si no frenamos ese avance, Samar, poco importará si tengo guardia o no. Ve. ¡Deprisa!

El elfo quería discutir su decisión, pero por el gesto distante y resuelto de su reina sabía que perdería el tiempo. Reunió a las tropas de reserva y cargó contra los ogros que seguían su avance.

Alhana se quedó sola; su armadura plateada relucía con el resplandor del fuego.

—Apresúrate, Silvan, hijo mío. Apresúrate. Nuestras vidas dependen de ti.

Habló para sí misma pero, sin saberlo, lo hizo para su hijo. Sus palabras impelieron al joven a ponerse en movimiento. Había recibido una orden y la llevaría a cabo. Reprochándose amargamente haber perdido tiempo, con el corazón rebosando temor por su madre, giró sobre sus talones y se metió en el bosque a toda carrera.

La adrenalina bombeaba en las venas de Silvan. El joven se abría paso a través del sotobosque, apartando ramas de árboles, pisoteando pimpollos. Las ramas chascaban bajo sus pies. El viento frío azotaba su costado derecho, pero no sentía la punzante lluvia y agradecía los relámpagos que alumbraban su camino.

Con todo, era lo bastante prudente para mantenerse alerta ante cualquier señal del enemigo y no dejaba de husmear el aire, ya que a un ogro mugriento y carnívoro por lo general se lo podía oler mucho antes de verlo. También aguzaba el oído, porque a pesar de que él mismo hacía ruido, desmesurado tratándose de un elfo, todavía podría pasar por un ciervo deslizándose sigiloso por el bosque en comparación con un escandaloso ogro.

Silvan avanzó rápidamente, sin encontrarse siquiera con un animal nocturno que estuviese de caza, y muy pronto los ruidos de la batalla se perdieron a su espalda. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba solo en el bosque, en la noche y en la tormenta. El torrente de adrenalina empezó a menguar y los temores hicieron acto de presencia. ¿Y si llegaba demasiado tarde? ¿Y si los humanos —conocidos por su naturaleza caprichosa y variable— se negaban a actuar? ¿Y si su gente era superada por el ataque? ¿Y si los mataban y no volvía a verlos? Nada de cuanto había alrededor le resultaba conocido. Tal vez se había equivocado al cambiar de dirección una de las veces y se había perdido...

A pesar de las dudas, Silvan siguió corriendo a través del bosque con la facilidad de quien ha nacido y crecido en la espesura. Se alegró al divisar un barranco a su izquierda; lo recordaba de sus anteriores viajes a la fortaleza. El miedo de haberse perdido se desvaneció. Puso buen cuidado en mantenerse apartado del borde del rocoso terraplén, que abría un profundo tajo en el suelo del bosque.

Era joven, fuerte; desechó las dudas, que sólo lastraban su ánimo, y se concentró en la misión encomendada. El destello de un relámpago le mostró la calzada al frente, un poco más adelante, y la confirmación de que iba por buen camino reforzó su determinación y redobló sus fuerzas. Una vez que llegase a la calzada podría incrementar el ritmo. Era un corredor excelente y a menudo recorría largas distancias por el puro placer de sentir la extensión y la contracción de los músculos, el sudor en el cuerpo, el aire en el rostro y la agradable oleada de calor que lo invadía y aliviaba todas las molestias.

Se imaginó hablando con el caballero coronel, suplicándole su ayuda, instándolo a darse prisa. Se veía a la cabeza de las fuerzas de rescate y el rostro de su madre trasluciendo orgullo...

En la realidad, lo que Silvan vio fue su camino obstruido. Irritado, se frenó deslizándose en el embarrado terreno para estudiar el obstáculo.

Una rama enorme, desgajada de un añoso roble, yacía atravesada en el sendero; las hojas y las ramas secundarias le cerraban el paso. Tendría que rodearlas, lo que lo obligaría a acercarse al borde del barranco. Sin embargo, gracias a la luz de los relámpagos veía sin dificultad dónde ponía los pies. Avanzó pegado a la rama partida, con varios palmos de terreno firme entre él y el precipicio. Trepaba sobre una rama secundaria, alargando la mano para sujetarse en un pino cercano, cuando un rayo se descargó sobre aquel pino.

El árbol estalló en una bola de fuego y la fuerza de la onda expansiva lanzó a Silvan por el borde del despeñadero. El joven cayó rodando y dando tumbos por la pendiente sembrada de rocas y chocó contra el tocón de un árbol en el fondo del barranco.

El dolor físico fue intensísimo, pero aún mayor fue el que atenazó su corazón. Había fracasado. No conseguiría llegar a la fortaleza y los caballeros no recibirían el mensaje. Su gente no podía combatir sola contra los ogros. Morirían todos. Su madre moriría creyendo que le había fallado.

Intentó moverse, incorporarse, pero el dolor le recorrió todo el cuerpo como una descarga al rojo vivo, tan espantoso que notó que perdía la conciencia. Se alegró al pensar que iba a morir, que se uniría a los suyos en el más allá puesto que nada podía hacer por ellos.

La desesperación y la pena crecieron como una inmensa y negra ola que rompió sobre Silvan y lo arrastró al fondo.

3

Un visitante inesperado

La tormenta desapareció. La extraña tempestad se había desencadenado sobre Ansalon como un ejército invasor, castigando al mismo tiempo todas las zonas del vasto continente a lo largo de la noche para retirarse con la llegada del amanecer. El sol salió tras el oscuro banco de nubes surcado de relámpagos e irradió con triunfal intensidad en el cielo azul. La luz y el calor levantaron el ánimo de los habitantes de Solace, que salieron de sus casas para ver la destrucción ocasionada por la tormenta.

Solace no salió tan mal parada como otras partes de Ansalon, aunque la turbonada pareció centrar su ataque sobre esa villa con particular saña. Los poderosos vallenwoods demostraron ser tenazmente resistentes a los devastadores rayos que los golpearon una y otra vez. Las copas de los árboles se prendieron fuego y ardieron, pero las llamas no se propagaron a las ramas inferiores. Los fuertes brazos de los vallenwoods se zarandearon con el vendaval, pero sostuvieron con firmeza los hogares construidos entre ellos y que estaban a su cuidado. Los arroyos crecieron y se desbordaron por los campos, pero las inundaciones no afectaron a casas y graneros.

La Tumba de los Últimos Héroes, una hermosa construcción de piedra blanca y negra que se alzaba en un claro a las afueras de la villa, sufrió grandes daños. El rayo había alcanzado uno de los chapiteles, que se hizo pedazos y sembró de grandes fragmentos de mármol el prado.

Pero los peores daños se registraron en las toscas e improvisadas casas de los refugiados de las tierras del sur y del oeste, las cuales habían sido liberadas hacía sólo un año pero que ahora empezaban a caer bajo el dominio de la gran hembra de Dragón Verde, Beryl.

Años atrás, los grandes dragones que habían luchado para hacerse con el control de Ansalon habían llegado a una precaria tregua. Al caer en la cuenta de que las batallas los estaban debilitando, los reptiles acordaron conformarse con el territorio que cada uno de ellos había conquistado y no combatir entre sí para apoderarse de más. El pacto se había mantenido durante años, pero en los últimos tres Beryl había notado que sus poderes mágicos empezaban a declinar. Al principio, creyó que se lo imaginaba pero, a medida que pasaba el tiempo, se convenció de que algo iba mal.