Sonó una llamada en la puerta de la que hizo caso omiso y tanteó el pestillo para asegurarse de que estaba cerrada. La llamada se repitió varias veces. Voces —voces de vivos— la llamaron y, al no recibir respuesta, los que estaban al otro lado de la puerta se quedaron perplejos. Goldmoon los oyó preguntándose en voz alta qué hacer.
—¡Marchaos! —ordenó finalmente, con cansancio—. Idos y dejadme en paz.
Y por fin, al igual que los muertos, los vivos también se fueron y la dejaron sola.
Cruzó la habitación hasta los grandes ventanales que se asomaban al mar y los abrió de par en par.
La luna menguante proyectaba una luz pálida sobre el océano, que ofrecía un aspecto extraño. Una capa oleosa cubría la superficie, y debajo de esa capa el agua estaba quieta, lisa. No soplaba pizca de brisa. El aire tenía un olor desagradable, tal vez debido a la película aceitosa del mar. La noche estaba despejada. Las estrellas, brillantes. El cielo, vacío.
Había embarcaciones haciéndose a la mar, siluetas negras contra las aguas iluminadas por la luna. En el aire se olía la tormenta y los marineros avezados interpretaban las señales y singlaban hacia alta mar; allí estarían mucho más seguros que si se quedaban cerca de la costa, donde las olas rompientes podían estrellarlos contra los muelles o el rocoso litoral de la isla. Goldmoon los observó desde el ventanal y se le antojaron barcos de juguete deslizándose sobre un espejo oscuro.
Allí, moviéndose sobre el océano, estaban los muertos.
Goldmoon cayó de rodillas ante la ventana, puso las manos en el marco, con la barbilla apoyada en ellas, y observó a los muertos que cruzaban el mar. La luna desapareció en el horizonte, sumergiéndose en las negras aguas. Las estrellas resplandecían en lo alto, frías e inhóspitas, y se reflejaban en el agua, tan quieta que Goldmoon no distinguía dónde acababa el cielo y dónde empezaba el océano. Olas pequeñas rompían suavemente en la orilla con una urgencia desesperada, cual niños desamparados y asustados que intentasen llamar la atención de alguien. Los muertos se dirigían hacia el norte formando un pálido río, ajenos a todo salvo a aquella llamada que sólo ellos oían.
Y, sin embargo, no eran los únicos.
Goldmoon oía el canto. La voz que lo entonaba era absorbente, sugestionadora, y llegaba al fondo de su alma.
«Lo encontraréis —decía la voz—. Él me sirve. Estaréis juntos.»
La Primera Maestra se acurrucó, gacha la cabeza, y tembló de miedo, de sobrecogimiento, experimentando al mismo tiempo una exaltación que la hizo llorar de nostalgia y tender las manos con ansiedad hacia quien entonaba aquel canto, del mismo modo que los muertos habían tendido sus manos hacia ella. Pasó la noche de rodillas, con el alma escuchando el canto con una emoción que era a la vez dolorosa y placentera, contemplando a los muertos dirigiéndose hacia el norte, obedientes a la llamada; las pequeñas olas del quieto mar se aferraban a la orilla todo lo posible y después se retiraban dejando la arena lisa y vacía con su reflujo.
Amaneció. El sol salió tras la línea del mar y su luz parecía empañada con la misma película oleosa del agua pues tenía un matiz verdoso. La atmósfera estaba cargada y costaba trabajo respirar el aire, contaminado y enrarecido. Ni una sola nube surcaba el cielo.
Goldmoon se puso de pie. Tenía los músculos acalambrados y doloridos por la incómoda postura. Pero el movimiento los calentó y desentumeció. Cogió una capa de paño grueso y se la echó sobre los hombros aunque, a pesar de ser tan temprano, ya se notaba calor.
Al abrir la puerta encontró a Palin fuera, con la mano levantada para llamar a la hoja de madera.
—Primera Maestra, todos estábamos preocupados... —empezó el mago.
Los muertos lo rodeaban, tiraban de las mangas de su túnica, apretaban los labios contra los dedos tullidos, sus manos aferraban el anillo mágico que llevaba en un intento vano de sacárselo, lo que provocaba gritos de frustración.
—¿Qué? —Palin había dejado de hablar en mitad de la frase, preocupado, alarmado por la expresión de la mujer—. ¿Qué ocurre, Primera Maestra? ¿Por qué me miras de ese modo?
Ella lo apartó de un empellón tan brusco que el mago reculó a trompicones. Goldmoon se recogió la falda de la blanca túnica y bajó corriendo la escalera, con la capa ondeando a su espalda. Llegó al vestíbulo y sobresaltó a maestros y discípulos por igual. La llamaron, algunos corrieron en pos de ella. Los guardias se quedaron inmóviles, mirándola con impotencia, pero Goldmoon no hizo caso a nadie y siguió corriendo.
Dejó atrás las cúpulas de cristal, los jardines, las fuentes, el laberinto de setos y la Escalera de Plata, a caballeros y guardias, visitantes y alumnos. A los muertos. Corrió hacia el puerto. Hacia el quieto y liso mar.
Tas y el gnomo trazaban el mapa del laberinto de setos y estaban teniendo éxito en su labor, algo que debía de considerarse excepcional en la larga y deshonrosa historia de la ciencia gnoma.
—¿Te falta mucho? —preguntó el kender—. Lo digo porque el pie izquierdo se me está durmiendo.
—¡Quédate quieto! —ordenó Acertijo—. No te muevas. Casi lo tengo. Maldito viento —añadió, irritado—. Ojalá dejara de soplar. Me vuela el mapa todo el tiempo.
Tasslehoff se esforzó por hacer lo que le indicaba, aunque permanecer inmóvil era extremadamente difícil. Se encontraba en el sendero, en el centro del laberinto, manteniendo un precario equilibrio sobre el pie izquierdo, mientras sostenía en vilo la pierna derecha en una postura absolutamente incómoda, con el pie unido a una rama de los setos por el extremo del hilo de su calcetín deshecho. El calcetín había menguado bastante de tamaño, y el hilo de color crema se extendía por el sendero, a través del laberinto.
El plan del gnomo de utilizar los calcetines había tenido un resultado brillante, aunque Acertijo suspiraba para sus adentros a causa de que entre los medios por los cuales iba a conseguir trazar el mapa del laberinto no se incluían los engranajes, poleas, ejes, botones y ruedas que tanto confortaban a la mente científica.
Tener que describir el maravilloso mecanismo por el que había cumplido su Misión en la Vida como «dos calcetines, lana» era un golpe terrible. Había pasado la noche intentando discurrir un modo de añadir energía de vapor, con el resultado de que desarrolló planes para hacer raquetas para caminar por la nieve, con las cuales no sólo se andaba muy deprisa sino que mantenían calientes los pies. Pero eso no ayudaba en nada a su Misión en la Vida.
Finalmente, Acertijo se vio obligado a proceder con el sencillo plan que había ideado al principio, aunque reflexionó que siempre podía embellecer el proceso de ejecución en el informe final. Empezaron a trabajar muy temprano, antes del amanecer. Acertijo situó a Tasslehoff en la entrada del laberinto, ató un extremo del calcetín del kender a una rama del seto y luego indicó a Tas que caminara paseo adelante. El calcetín se destejía sin problemas, dejando atrás una línea de color cremoso. Cada vez que Tasslehoff se equivocaba en un giro y llegaba a un callejón sin salida, volvía sobre sus pasos mientras hacía un ovillo con el hilo hasta regresar al giro correcto del sendero, el cual los conducía progresivamente al centro del laberinto.
Siempre que daban con el giro correcto, Acertijo se tumbaba en el suelo y señalaba la ruta en su mapa. Con aquel método había llegado más lejos que en cualquiera de sus anteriores intentos. Siempre y cuando aguantara el suministro de hilo de los calcetines, el gnomo estaba seguro de que tendría el laberinto total y correctamente trazado en mapa al final del día.
En cuanto a Tasslehoff, no se mostraba tan alegre y complacido como podría esperarse de alguien que estaba a punto de lograr un maravilloso avance científico. Cada vez que metía la mano en un bolsillo, tocaba las punzantes aristas de las gemas y la dura superficie del ingenio para viajar en el tiempo. Más que sospechar, casi estaba convencido de que el ingenio le estaba dando la lata a propósito apareciendo en sitios y bolsillos donde sabía con certeza que no estaba allí diez minutos antes. Metiera donde metiera las manos, el ingenio lo pinchaba o lo incordiaba.