Cada vez que ocurría aquello, era como si el dedo huesudo de Fizban le diera golpecitos para recordarle su promesa de regresar de inmediato.
Ni que decir tiene que, por costumbre, el kender había considerado las promesas tan inquebrantables como un hilo de seda o una telaraña, es decir, lo bastante firmes para retener mariposas, pero poco más. Normalmente, a cualquiera que confiara en la promesa de un kender se lo consideraría chiflado, inestable, incompetente y lunático, descripciones todas ellas que le iban a Fizban como anillo al dedo. Al kender no le habría preocupado en absoluto romper una promesa que, para empezar, no tenía la menor intención de cumplir y que suponía que Fizban lo sabía de sobra, de no ser por lo que Palin había dicho sobre su funeral; el de Tasslehoff, se entiende.
Aquel panegírico exequial parecía indicar que Fizban esperaba que Tas cumpliera su promesa. Y lo hacía porque Tas no era un kender normal, sino uno valiente, arrojado y —qué término tan terrible— honorable.
Tasslehoff examinó el honor por arriba y por abajo, desde dentro hacia fuera y por los lados y no tenía vuelta de hoja. La gente honorable cumplía las promesas, incluso las que eran terribles y que significaban tener que regresar en el tiempo para que a uno lo pisara un gigante y acabar despachurrado, muerto.
—¡Bien! ¡Ya está! —exclamó el gnomo con brío—. Puedes bajar el pie. Ahora, ve saltando alrededor de esa esquina, a tu derecha. No, a tu izquierda. No, a la derecha...
A medida que saltaba, Tasslehoff sentía destejerse el calcetín alrededor de su pierna. Al girar en una esquina se topó con una escalera. De caracol. Construida toda con plata. Una escalera de caracol plateada en el centro del laberinto de setos.
—¡Lo conseguimos! —exclamó el gnomo, extasiado.
—¿De veras? —preguntó el kender sin apartar los ojos de la escalera—. ¿Qué hemos conseguido?
—¡Hemos llegado al mismísimo centro del laberinto! —El gnomo daba saltos de alegría y salpicaba tinta a los cuatro vientos.
—¡Qué bonita! —dijo Tasslehoff, y echó a andar hacia la escalera plateada.
—¡Detente! ¡Vas destejiendo demasiado deprisa! —chilló el gnomo—. Todavía nos queda trazar el mapa hacia la salida.
En ese momento el hilo del calcetín se acabó. Tan interesado estaba Tas en la escalera que apenas lo notó. Parecía ascender de la nada; no tenía apoyos, pero permanecía suspendida en el aire, brillante y fluida como el azogue. Giraba y giraba sobre sí misma, ascendiendo en una interminable espiral. Al llegar al pie de la escalera, el kender miró hacia arriba para ver el final.
Por más que alzó la vista sólo vio cielo, un cielo azul que parecía expandirse, dilatarse como un luminoso y bello día veraniego que es tan luminoso y tan bello que uno no quiere que acabe nunca. «Y sin embargo —parecía decir el cielo—, la noche debe llegar o no habrá otro día mañana. Y la noche posee su propia belleza, su lado positivo.»
Tasslehoff empezó a subir la Escalera de Plata.
Unos peldaños más abajo, Acertijo subía también.
—Extraña construcción —comentó—. Ni pilones, ni puntales, ni remaches, ni balaustres, ni barandales... Ningún tipo de seguridad. Debería de informarse de esto a alguien. —El gnomo se detuvo unos veinte peldaños sobre el suelo para mirar en derredor—. Caray, menuda vista. Diviso el puerto...
Acertijo soltó un chillido que podría haber pasado por la sirena del descanso de mediodía en el Monte Noimporta, pero que por lo general sonaba alrededor de las tres de la madrugada.
—¡Mi barco!
El gnomo dejó caer los mapas y derramó la tinta. Descendió la escalera como un rayo, con el ralo cabello ondeando al viento; tropezó con el hilo del calcetín de Tasslehoff, que había atado al final del seto, se levantó y corrió hacia el puerto a una velocidad tal que los inventores de raquetas para nieve inducidas por vapor e impulsadas por pistones habrían intentado emular.
—¡Detente, ladrón! —aulló el gnomo—. ¡Ése es mi barco!
Tasslehoff miró abajo para saber a qué venía tanto jaleo, vio que era Acertijo y se olvidó completamente del asunto. Los gnomos eran excitables por naturaleza. Se sentó en un escalón, apoyó la puntiaguda barbilla en la palma de la mano y reflexionó sobre las promesas.
Palin intentó alcanzar a Goldmoon, pero un calambre en la pierna lo obligó a detenerse, jadeando de dolor. Se dio masajes en la pierna y luego, cuando pudo caminar, bajó cojeando la escalera para encontrarse el vestíbulo en pleno caos. La Primera Maestra lo había cruzado a toda carrera, como una demente, y había salido antes de que nadie pudiese detenerla. Había sido tal sorpresa para los maestros y sanadores que sólo se les ocurrió seguirla cuando ya había desaparecido. La buscaron por toda la Ciudadela.
Palin se guardó para sí mismo lo que Goldmoon le había dicho. Los demás ya hablaban de ella en tensos susurros. Su absurda cháchara sobre muertos alimentándose de él sólo serviría para convencerlos —como le había ocurrido a él— de que la pobre mujer se había vuelto loca a causa de su sorprendente transformación. Todavía podía ver su expresión de terror, sentir el fuerte empellón que lo había lanzado contra la pared. Se ofreció a buscarla, pero lady Camilla le contestó secamente que tanto sus caballeros como los guardias de la Ciudadela habían salido a localizar a la Primera Maestra y que estaban capacitados para ocuparse de la situación.
Sin saber qué otra cosa hacer, el mago regresó a su cuarto, una vez que hubo advertido a lady Camilla que se asegurara de informarle del regreso de la Primera Maestra.
«Entretanto —se dijo a sí mismo, suspirando— lo mejor que podría hacer es marcharme de Schallsea. Lo he complicado todo. Tasslehoff no se acercará a mí, y no lo culpo. Y sólo he conseguido aumentar las preocupaciones de Goldmoon. Quizá soy el responsable de su locura.»
Sus aposentos en la Ciudadela eran espaciosos y se encontraban en el segundo piso. Constaban de un pequeño dormitorio, un estudio y una sala de estar. Una pared de esta última estancia era de cristal, orientada al oeste, y desde ella se disfrutaba de una magnífica vista del mar y el cielo. Inquieto, exhausto, pero demasiado tenso para quedarse dormido, el mago entró en la sala y se quedó mirando el mar. El agua semejaba un cristal verde, reflejando el cielo. Salvo por una línea gris verdosa en el horizonte, no se distinguía dónde empezaba uno y terminaba el otro. Era una vista inquietante.
Palin salió de la sala, entró en el estudio y se sentó ante el escritorio pensando redactar una carta para Jenna. Cogió la pluma, pero las palabras se mezclaban en su cabeza, sin sentido. Se frotó los ojos irritados. No había podido dormir en toda la noche. Cada vez que empezaba a coger el sueño, le parecía oír una voz llamándolo y se despertaba sobresaltado, para luego comprobar que no había nadie allí.
Apoyó la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos. El liso mar de cristal lo cubrió; el agua era caliente y oscura.
—¡Palin! —gritó una voz hueca, susurrante—. ¡Palin, despierta!
—Un momento, padre —dijo el mago, perdido en un sueño en el que volvía a ser un niño—. Bajo ense...
Caramon se alzaba ante él, tan corpulento y con un corazón tan grande como cuando Palin lo vio por última vez, sólo que ahora su figura era insustancial y vacilante como el humo de unas brasas moribundas. Su padre no estaba solo; lo rodeaban fantasmas que alargaban las manos hacia Palin.
—¡Padre! —gritó el mago, que levantó bruscamente la cabeza y miró de hito en hito, estupefacto. No pudo decir nada más, sólo mirar fijamente, boquiabierto, las figuras fantasmagóricas que se agrupaban alrededor y parecían tratar de agarrarlo.
—¡Atrás! —gritó Caramon en aquel espantoso susurro. Asestó una mirada furibunda alrededor y los fantasmas se apartaron, pero no muy lejos. Contemplaban a Palin con ojos hambrientos.