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—Lo ignoro —contestó el mago, sombrío, aunque lo tenía todo muy claro—. Y poco importa cómo lo sabe. —Alargó la mano—. Dame el ingenio.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tas, vacilante. Todavía no las tenía todas consigo.

—Salir de aquí —contestó Palin—. El ingenio mágico no puede caer en sus manos.

Imaginaba sólo algunas de las cosas que la Verde podría hacer con él. La magia del ingenio la convertiría en la indiscutible dueña y señora de Ansalon. Aun en el caso de que no hubiese un pasado más allá, podría regresar a los días posteriores a la Guerra de Caos, cuando los grandes dragones aparecieron por primera vez en Ansalon. Podría volver a cualquier momento y cambiar los acontecimientos para salir victoriosa de cualquier batalla. Como poco, podría utilizar el ingenio para transportar su inmenso corpachón para circunvolar el mundo. No habría un solo lugar a salvo de sus estragos.

—Dame el ingenio —repitió con urgencia—. Tenemos que irnos. ¡Deprisa, Tas!

—¿Voy contigo? —preguntó el kender, que seguía sin soltar el objeto.

—¡Sí! —respondió Palin casi a voz en grito. Iba a añadir que no les quedaba mucho tiempo, pero no dijo nada. Tiempo era lo único que tenían—. Entrégame el ingenio.

—¿Adónde vamos? —preguntó ansiosamente, tras dárselo.

Otra buena pregunta. En medio de aquel caos, Palin no había pensado en aquel detalle importante.

—A Solace —decidió—. Volveremos a Solace. Alertaremos a los caballeros. Los solámnicos del fortín montan Dragones Plateados y podrán acudir en ayuda de la gente de aquí.

Los reptiles se encontraban más cerca ahora, mucho más. El sol brillaba en escamas verdes y rojas. Las grandes alas arrojaban sombras que se deslizaban sobre el agua oleosa. Fuera, las campanas seguían tañendo frenéticamente, apremiando a la gente a buscar refugio, a huir a colinas y bosques. Sonaban trompetas que llamaban a las armas. Sonaban pies corriendo, el ruido del acero, voces tensas gritando órdenes.

Palin sostuvo el ingenio entre sus manos. La calidez de la magia fluyó por su cuerpo, lo tranquilizó como un trago de buen brandy. El mago cerró los ojos y evocó mentalmente las palabras del conjuro, la manipulación del artilugio.

—¡Ponte cerca de mí! —ordenó a Tas.

Obediente, el kender agarró una manga de la túnica de Palin, que empezó a recitar el conjuro.

—«Tu tiempo es el tuyo propio...»

Trató de girar hacia arriba la enjoyada placa delantera del colgante. Algo no funcionaba bien del todo. El mecanismo parecía atascado. Palin hizo un poco más de fuerza y la placa delantera giró.

—«Pero a través de él viajas...»

El mago ajustó la placa de derecha a izquierda. Notó una fricción, pero la placa se desplazó.

—«Ves su expansión...»

Ahora se suponía que la placa debía caer para formar dos esferas conectadas por varillas, pero, sorprendentemente, la placa posterior se soltó del todo y cayó ruidosamente al suelo.

—Ups —musitó Tas mientras veía girar la placa como una peonza loca—. ¿Eso lo has hecho a propósito?

—¡No! —exclamó el mago. Entre sus manos sostenía una única esfera de la que sobresalía una varilla. Miraba aterrado la placa.

—Deja, yo la cogeré. —Tas recogió la pieza rota.

—¡Dámela! —Palin se la arrebató bruscamente de la mano. Contempló, impotente, la placa e intentó encajar la varilla en ella, pero no había ninguna ranura donde introducirla. Un borroso velo de miedo y frustración le enturbiaba los ojos. Recitó de nuevo el verso con voz tensa, llena de pánico—. «¡Ves su expansión!» —Sacudió la esfera y la varilla, sacudió la placa—. ¡Funciona! —ordenó, dominado por la rabia y la desesperación—. ¡Funciona, maldita sea!

La cadena se descolgó, resbaló entre los crispados dedos de Palin como una serpiente plateada y cayó al suelo. La varilla se separó de la esfera; las gemas lanzaron destellos. Y entonces la oscuridad envolvió la habitación, desapareció el brillo de las piedras preciosas. Las alas de los dragones habían ocultado la luz del sol.

Palin Majere estaba de pie, paralizado, en la Ciudadela de la Luz sosteniendo entre sus manos tullidas parte del ingenio de viajar en el tiempo que se había roto en pedazos.

«¡Los muertos! —le había dicho Goldmoon—. ¡Se nutren de ti!»

Vio a su padre, vio el río de muertos fluyendo alrededor. Un sueño. No, nada de sueño. La realidad sí era un sueño. Goldmoon había intentado explicárselo.

—¡Esto es lo que le pasaba a la magia! ¡Ésta es la razón de que mis conjuros salieran mal! Los muertos están absorbiendo mis poderes mágicos, como sanguijuelas chupando sangre. Me tienen rodeado, me tocan con sus manos, con sus labios...

Podía sentirlos. Su tacto era como telarañas rozándole la piel. O como alas de insectos, que era lo que había sentido en casa de Laurana. Ahora tenía claras muchas cosas. La pérdida de la magia. No era que él hubiese perdido el poder, sino que los muertos se lo habían absorbido.

—Bueno —dijo Tas—, por lo menos el dragón no tendrá el artefacto.

—No —musitó Palin—. Nos tendrá a nosotros.

Aunque no los veía, podía sentir a los muertos rodeándolo, alimentándose.

32

La ejecución

El cirio que llevaba la cuenta de las horas ardía junto a la cama de Silvan. El monarca yacía boca abajo, contemplando cómo se consumían las horas junto con la cera derretida. Una tras otra, las líneas que las marcaban desaparecieron hasta que sólo quedó la última. El cirio había sido hecho parar lucir durante doce horas, y Silvan lo había encendido a medianoche. Once horas habían sido devoradas por la llama; faltaba poco para mediodía, la hora fijada para la ejecución de Mina.

Silvan apagó el cirio de un soplo, se levantó y se vistió con sus mejores galas, atuendo que había llevado para lucirlo durante la marcha —una marcha triunfal— de regreso a Silvanost. El jubón, de un suave color gris perla, estaba bordado con hilo de plata. Las calzas, así como las botas, también eran de color gris. Un toque de puntilla blanca adornaba las bocamangas y el cuello.

—¿Majestad? —llamó una voz desde fuera de la tienda—. Soy Kiryn. ¿Puedo entrar?

—Pasa si quieres —repuso de manera cortante—, pero nadie más.

—Vine hace un rato —comentó Kiryn una vez que hubo entrado—. No contestaste. Debías de estar dormido.

—No he pegado ojo —dijo fríamente Silvan mientras se abrochaba el cuello del jubón.

Se hizo un silencio incómodo.

—¿Has desayunado? —preguntó Kiryn al cabo de unos instantes.

Silvan le asestó una mirada que habría sido como un golpe para cualquier otra persona. Ni siquiera se molestó en contestar.

—Primo, sé cómo te sientes —comentó Kiryn—. Lo que se proponen hacer es realmente monstruoso. He discutido con mi tío y con los demás hasta quedarme ronco, pero nada de lo que dije los hizo cambiar de opinión. Glauco aviva su miedo. Están todos que no les llega la camisa al cuerpo.

—¿No eres de su mismo parecer? —preguntó Silvan, volviéndose a medias.

—¡No, primo! ¡Por supuesto que no! —negó Kiryn, sorprendido—. ¿Cómo se te pasó siquiera por la cabeza? Es un asesinato, lisa y llanamente. Pueden llamarlo «ejecución» e intentar disfrazarlo como algo respetable, pero no pueden ocultar la horrible verdad. No me importa si esa joven es la humana más peligrosa y vil que jamás haya existido. Su sangre manchará para siempre el suelo donde se derrame, y esa mancha se extenderá como una llaga entre nosotros. —La voz de Kiryn bajó de tono y el joven elfo lanzó una mirada aprensiva hacia el exterior de la tienda.

»De hecho, primo, Glauco ya habla de traidores entre nuestra gente, de imponer el mismo castigo a elfos. Mi tío y los Cabezas de Casas se horrorizaron y se opusieron tajantemente a la idea, pero me temo que dejarán de alimentarse con miedo para empezar a devorarse unos a otros.