—Glauco —repitió quedamente Silvan. Podría haber añadido más, pero recordó la promesa hecha a Mina—. Coge mi peto, ¿quieres, primo? Y mi espada. Ayúdame a ponérmelos, por favor.
—Puedo llamar a tus ayudantes —ofreció Kiryn.
—No, no quiero verlos. —Silvan apretó los dientes—. Si uno de mis servidores dijera algo insultante sobre ella, podría... Podría hacer algo de lo que me arrepentiría después.
Kiryn lo ayudó con las hebillas de las correas.
—He oído que es bastante bonita. Para una humana, se entiende —puntualizó.
Silvan lanzó a su primo una mirada penetrante, desconfiada.
Kiryn no levantó la vista de lo que estaba haciendo. Mascullando entre dientes, simuló tener problemas con una hebilla recalcitrante. Más tranquilo, Silvan se relajó.
—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Kiryn. Tan frágil, tan delicada. ¡Y sus ojos! ¡Nunca había visto ojos así!
—Y, sin embargo, primo —lo reprendió suavemente el otro elfo—, es una Dama de Neraka.
—¡Por equivocación! —gritó Silvan, que pasó de la calma a la ira en un instante—. ¡Estoy convencido! Tiene que haber sido embrujada por los caballeros o... O tienen de rehenes a su familia o... ¡O cualquier otra razón de las muchas que puede haber! En realidad, vino aquí para salvarnos.
—Y por eso traía con ella un ejército —comentó secamente Kiryn.
—Ya lo verás, primo —pronosticó el rey—. Comprobarás que estoy en lo cierto. Te lo demostraré. —Se volvió hacia Kiryn—. ¿Sabes lo que hice? Anoche fui a su tienda para dejarla en libertad. ¡Lo hice, sí! Corté una raja en la lona e iba a quitarle las cadenas, pero ella se negó a marcharse.
—¿Que hiciste qué? —exclamó Kiryn, estupefacto—. Primo...
—Olvídalo —lo interrumpió Silvan, dándole la espalda de nuevo, apagada ya la llama de la ira y recobrada la fría serenidad—. No quiero discutirlo. No tendría que habértelo dicho, eres como los demás. ¡Fuera! Déjame solo.
Kiryn decidió que lo mejor era obedecer. Su mano tocaba la lona de la entrada para levantarla cuando Silvan lo agarró por el hombro, con fuerza.
—¿Irás corriendo a contarle a Konnal lo que te he dicho? Porque si es lo que piensas hacer...
—No, primo. Mantendré tus confidencias en secreto. No es necesario que me amenaces —repuso sosegadamente Kiryn.
Silvan pareció avergonzarse. Masculló algo y le soltó el brazo para después darle la espalda.
Apenado, preocupado y asustado tanto por su pueblo como por su primo, Kiryn se quedó parado fuera de la tienda e intentó pensar qué hacer. No confiaba en la chica humana. No sabía mucho sobre los Caballeros de Neraka, pero no era lógico que ascendieran a rango de comandante a alguien que los servía de mala gana o por la fuerza. Y a pesar de que ningún elfo jamás hablaría bien de un humano, los soldados habían comentado, a regañadientes, la disciplina y la tenacidad en la lucha del enemigo. Hasta el general Konnal, que detestaba a los humanos, había tenido que admitir que aquellos soldados habían combatido bien y, a pesar de batirse en retirada, lo habían hecho en orden. Habían seguido a la chica a través del escudo, internándose en un reino bien defendido, en el que seguramente sabían que encontrarían la muerte. No, aquellos hombres no servían al mando de una comandante traidora.
No era la chica la que estaba embrujada, sino ella la que había realizado el hechizo. Saltaba a la vista que Silvan se había enamorado de ella. El joven monarca estaba en la edad en que los deseos empezaban a despertarse en los varones elfos, la edad en que un hombre se enamoraba del propio amor. La edad en que Silvan podría caer en la embriaguez de la veneración. «Amo amar a mi amor», era la primera estrofa del estribillo de una canción elfa popular. Lástima que el azar los hubiera unido, que hubiese arrojado literalmente a la exótica y bella humana en brazos del joven rey.
Silvan maquinaba algo. Kiryn no sabía qué, pero estaba muy angustiado. Apreciaba a su primo, consideraba que Silvanoshei tenía potencial para ser un buen rey. Esa locura podría mandar al traste su futuro. El hecho de que hubiese intentado liberar a esa chica, su mortal enemigo, bastaba para tildarlo de traidor si alguien llegaba a enterarse. Lo declararían «elfo oscuro» y lo exiliarían como habían exiliado a sus padres. El general Konnal sólo esperaba tener una excusa.
Kiryn no se planteó ni por un instante romper su promesa al rey. No le contaría a nadie lo que Silvan le había dicho. Ojalá no le hubiese hecho tal confidencia. Se preguntó tristemente qué planearía su primo y si él podría hacer algo para impedir que Silvan actuara de un modo estúpido, impulsivo y exaltado que sería su ruina. Lo mejor, lo único que podía hacer, era quedarse cerca de su primo y estar preparado para intentar detenerlo.
El sol se encontraba en su cénit cual un ojo ardiente que mirara iracundo la tierra a través de la tenue cortina del escudo, como si se sintiese frustrado por no tener una vista más clara de lo que pasaba. Sus rayos caían de lleno sobre el ensangrentado campo de batalla, preparado ya para recibir más sangre. El sol contemplaba fijamente, sin pestañear, a los sembradores de muerte, que plantaban cadáveres en la tierra en lugar de semillas. El Thon-Thalas se había teñido de rojo ayer por la sangre derramada. Nadie podía beber de él.
Los elfos habían recorrido el bosque para buscar un árbol caído que sirviera de estaca. Los moldeadores de árboles lo trabajaron para que quedara liso, recto y resistente. Lo clavaron en la tierra, le dieron martillazos para que penetrara más profundamente a fin de que quedara estable y no cayera.
El general Konnal, acompañado por Glauco, apareció en el campo. Llevaba armadura y espada. El gesto de su semblante era severo, mientras que Glauco denotaba complacencia y triunfo. Los oficiales hicieron formar en filas al ejército y los soldados se cuadraron a la orden de firmes. Más soldados rodeaban el campo, creando una barrera defensiva, alertas a la aparición de los humanos, a quienes se les habría podido ocurrir la idea de intentar rescatar a su comandante. Los Cabezas de Casas se reunieron. Los heridos que pudieron abandonar el lecho se alinearon para presenciar el acto.
Kiryn ocupó su lugar, al lado de su tío. El joven tenía tan mala cara que Konnal le aconsejó en voz baja que regresara a su tienda. Kiryn sacudió la cabeza y no se movió de donde estaba.
Se habían elegido siete arqueros para formar la unidad de ejecución y formaban en una línea, a unos veinte pasos de la estaca. Encajaron las flechas en las cuerdas y aprestaron los arcos.
Sonó una trompeta anunciando la llegada de su majestad, el Orador de las Estrellas. Silvanoshei se acercó al campo solo, sin escolta. Tenía pálido el semblante, tanto que corrió el rumor entre los Cabezas de Casas de que su majestad había resultado herido en la batalla y había perdido mucha sangre.
Silvan se detuvo al borde del campo, miró en derredor, a las tropas formadas, a la estaca, a los Cabezas de Casas, a Konnal y a Glauco. Se había colocado una silla para el rey en un extremo del campo, a una distancia segura del punto por donde la prisionera daría lo que serían sus últimos pasos. Silvan miró la silla y pasó de largo para situarse junto al general Konnal, entre él y Glauco. Aquello no fue del agrado del general.
—Hemos dispuesto una silla para vuestra majestad, en un lugar seguro.
—Estoy a vuestro lado, general —repuso Silvan, que volvió la vista hacia él—. No se me ocurre otro lugar más seguro para mí. ¿No opináis lo mismo?
Konnal enrojeció, agitado, y miró de reojo a Glauco, que se encogió de hombros como diciendo «No perdáis el tiempo discutiendo. ¿Qué más da?».
—¡Traed a la prisionera! —ordenó el general.
Silvan se mantenía erguido, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Su expresión era fría, impasible, sin traslucir nada de lo que pensaba o sentía.