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Seis guardias elfos, con las espadas desenvainadas, condujeron a la prisionera hacia el campo. Eran hombres de elevada estatura e iban equipados con cotas de malla. La chica vestía de blanco, un vestido sencillo, sin adornos, como un camisón de niña. Llevaba las manos y los tobillos encadenados. Parecía pequeña y débil, frágil y delicada, una chiquilla entre adultos. Adultos crueles.

Se alzó un murmullo entre los Cabezas de Casas; un murmullo de lástima y consternación mezclado con duda. ¿Ésa era la temida comandante? ¿Esa chica? ¿Esa muchachita? El murmullo fue contestado por un gruñido furioso de los soldados. Era una humana. Su enemiga.

Konnal giró la cabeza y acalló la consternación de unos y la ira de otros con una mirada torva.

—Traed a la prisionera ante mí —ordenó—, para que sepa los cargos por los que se le quita la vida.

Los guardias escoltaron a la prisionera, que debido a los grilletes caminaba lentamente, pero con porte regio, recta la espalda, la cabeza levantada y una sonrisa extraña y serena en sus labios. En contraste, sus guardianes parecían extremadamente incómodos. Mientras que los pasos de ella eran ligeros, dando la impresión de que apenas tocaba el suelo, los guardias caminaban trabajosamente por la tierra removida, como si fueran por un terreno escabroso. Para cuando llegaron con la chica ante el general, estaban sin aliento y exhaustos. Lanzaron ojeadas nerviosas y vigilantes a su prisionera, que no los miró una sola vez.

Mina tampoco miró a Silvanoshei, el cual la contemplaba poniendo en ello el corazón y el alma, deseando con todas su fuerzas que le diera la señal, dispuesto a luchar contra el ejército elfo al completo si así se lo pedía. Los ambarinos ojos de Mina se quedaron prendidos en el general, y aunque el elfo pareció resistirse un instante, no pudo evitar unirse a los otros insectos atrapados en la dorada resina.

Konnal se puso a lanzar un discurso en el que explicaba por qué era necesario ir en contra de la tradición y las convicciones elfas y arrebatar a esa persona su más preciado don: la vida. Era un buen orador y puso de relieve muchos puntos destacados. El discurso habría tenido buena acogida de haberlo pronunciado antes de que la gente hubiese visto a la prisionera. Tal como estaban las cosas, parecía un padre cruel imponiendo un castigo excesivo a una criatura indefensa. Konnal se dio cuenta de que perdía a su audiencia; muchos de los allí reunidos se mostraban inquietos e incómodos, reconsiderando su veredicto. Así pues, el general acabó su discurso de un modo rápido y algo brusco.

—Prisionera, ¿cómo te llamas? —instó en Común. Su voz, anormalmente alta, resonó en las montañas, que le devolvieron el eco.

—Mina —contestó la muchacha en un tono tan frío como las aguas enrojecidas del Thon-Thalas y con el mismo dejo a acero.

—¿Apellido? —preguntó—. Es para el acta.

—Mina es mi único nombre —contestó.

—Prisionera Mina —empezó severamente Konnal—, condujiste una fuerza armada a nuestro territorio sin motivo, ya que somos un pueblo amante de la paz. Como no existe una declaración de guerra formal entre nuestros países, se te considera una facinerosa, una malhechora, una asesina. En consecuencia, se te sentencia a muerte. ¿Tienes algo que alegar contra estos cargos?

—Sí —replicó la muchacha con adusta seriedad—. No vine aquí para luchar contra el pueblo qualinesti, sino a salvarlo.

Konnal soltó una risa seca e irritada.

—Sabemos muy bien que para los Caballeros de Neraka la palabra «salvación» es sinónimo de «conquista» y «opresión».

—Vine a salvar a vuestro pueblo —repitió Mina en tono quedo, suave—, y lo haré.

—Os está ridiculizando, general —susurró urgentemente Glauco al oído de Konnal—. ¡Acabad de una vez con esto!

Konnal no prestó atención a su consejero, salvo para hacer caso omiso de él y alejarse un paso.

—Una pregunta más, prisionera —continuó en tono solemne—. Responderla no te salvará de la muerte, pero las flechas podrían volar con más puntería y dar en el blanco a la primera si cooperas. ¿Cómo conseguiste atravesar el escudo?

—Os lo diré, y con mucho gusto —repuso Mina—. La mano del dios al que sirvo, la del único y verdadero dios del mundo y de todos sus pueblos, descendió del cielo y levantó el escudo para que yo y quienes me acompañaban pudiésemos entrar.

Un murmullo semejante a un viento helado que sopla inesperadamente en un día de verano se propagó de elfo a elfo, repitiendo sus palabras aunque no era necesario. Todos la habían oído claramente.

—¡Eso es una falacia, prisionera! —espetó Konnal, enfurecido—. Los dioses se marcharon para no volver.

—Os lo advertí —comentó Glauco con un suspiro. Dirigió a Mina una mirada inquieta—. ¡Ejecutadla! ¡Ya!

—No soy yo quien recurre a la falacia —intervino Mina—. No soy yo quien morirá hoy. No soy yo quien pagará con la vida. Oíd las palabras del dios único y verdadero. —Se volvió y miró directamente a Glauco.

»Intrigante ambicioso, coludiste con mis enemigos para robarme lo que es legítimamente mío. El castigo por traición es la muerte.

Mina alzó las manos al cielo. No había una sola nube, pero las manillas que ceñían sus muñecas se partieron como si les hubiese alcanzado un rayo y cayeron al suelo con gran ruido. Las cadenas que la retenían se fundieron, se disolvieron. Libre de las trabas de hierro, señaló a Glauco con el dedo, apuntando al corazón.

—¡Tu hechizo está roto! ¡La ilusión ha acabado! Ya no puedes ocultar tu cuerpo en el plano del encantamiento mientras tu alma se mueve dentro de otra forma. Deja que los elfos vean a su «salvador». Muéstrate como eres, Cyan Bloodbane.

Un vivísimo destello relampagueó en el pecho del elfo conocido como Glauco, que gritó de dolor e intentó desesperadamente aferrar el amuleto mágico, pero el cordón plateado del que colgaba en su cuello se había roto y, con él, el hechizo creado por el talismán.

Los elfos contemplaron una visión asombrosa. La forma de Glauco creció y creció de manera que en un segundo su cuerpo elfo se tornó inmenso, horrendo, contorsionado. Le brotaron alas. Escamas verdes crecieron por encima y por debajo de la boca, que se retorcía en un gesto de odio, y se extendieron por la nariz que se alargaba a ojos vista, así como las mandíbulas, de las que surgieron enormes colmillos; la veloz transformación impidió que fluyeran las horribles maldiciones que se formaban en su boca y en lugar de palabras expulsó vapores nocivos. Sus brazos y sus piernas se convirtieron en patas fuertes y musculosas, terminadas en afiladas garras. La inmensa cola se enroscó para azotar con la fuerza letal de un látigo gigantesco o la picadura de una serpiente al ataque.

—¡Cyan! —gritaron los elfos, aterrorizados—. ¡Es Cyan!

Nadie se movió. No podían. El miedo al dragón paralizaba sus miembros, sus corazones, los aferraba y los sacudía como haría un lobo con un conejo para romperle en espinazo.

Y, sin embargo, Cyan Bloodbane no se encontraba realmente entre ellos. Su alma y su cuerpo aún no se habían fusionado del todo. El dragón se hallaba en mitad de la transformación, vulnerable, y él lo sabía. Sólo se requerían unos segundos para lograr tal unión, pero tenía que disponer de esos preciosos instantes.

Se valió del miedo al dragón para ganar el tiempo que necesitaba, dejando indefensos a los elfos y consiguiendo que algunos se volvieran locos de miedo y desesperación. El general Konnal, aturdido por el insuperable horror de la destrucción que había desatado contra su propio pueblo, era como un hombre alcanzado por el rayo. Hizo un débil intento de desenvainar su espada, pero su mano derecha rehusó obedecer su orden.

Cyan hizo caso omiso de él. Se encargaría de ese despreciable gusano después. El dragón concentró su rabia y su ira sobre la única persona que representaba un verdadero peligro, la criatura que lo había desenmascarado. La que de algún modo se las había arreglado para romper el poderoso hechizo del amuleto, el cual había permitido que su cuerpo y su espíritu viviesen por separado, y que le fue entregado como regalo por su antiguo amo, el tristemente famoso hechicero Raistlin Majere.