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Cyan giró sobre sí mismo; estaba desplomándose y no podía detener la caída. Mientras se precipitaba al suelo, comprendió, en un instante de amarga desesperación, que sus últimos movimientos irregulares lo habían alejado del campo de batalla, donde su cuerpo, al estrellarse sobre los elfos, se habría llevado a muchos de sus enemigos con él. Se encontraba sobre el bosque.

Con un último y desafiante bramido de rabia, Cyan Bloodbane cayó sobre los árboles de Silvanesti, los mismos que había deformado y atormentado durante la pesadilla. Los árboles estaban esperando para recibirlo; álamos y robles, cipreses y pinos se erguían rectos, firmes, cual audaces piqueros. No se rompieron con su peso, sino que aguantaron sin ceder un ápice mientras su enemigo se estrellaba contra ellos. Los árboles atravesaron escamas, desgarraron carne, ensartaron las extremidades rotas. Los árboles de Silvanesti tomaron cumplida venganza.

Silvanoshei abrió los ojos y vio a Mina plantada protectoramente junto a él. Se incorporó a duras penas, aturdido y tambaleante, pero el malestar remitió por momentos. Mina contemplaba la batalla contra el dragón. Su semblante no reflejó emoción alguna cuando las flechas que estaban destinadas a traspasar su cuerpo se hundieron en el de su enemigo.

Silvan apenas reparó en el combate. Sólo era capaz de pensar en ella y de mirarla.

—Me devolviste a la vida —susurró, la voz enronquecida al tener la garganta en carne viva por el gas venenoso—. Estaba muerto. Sentí que mi alma se elevaba; vi mi propio cuerpo tendido en el suelo. Te vi darme un beso. ¡Me besaste y no pude dejarte! ¡Y por eso volví a vivir!

—El Único te devolvió la vida, Silvanoshei —repuso sosegadamente ella—. El Único tiene un designio para ti en esta vida.

—¡No, fuiste tú! —insistió el joven rey—. ¡Tú me diste vida! ¡Porque me amas! Ahora mi vida es tuya, Mina. Mi vida y mi corazón.

La muchacha sonrió, pero seguía pendiente de la batalla.

—Mira allí, Silvanoshei —señaló—. Hoy has derrotado a tu más terrible enemigo, Cyan Bloodbane, que te puso en el trono creyéndote débil como tu abuelo. Has demostrado que estaba equivocado.

—La victoria te la debemos a ti, Mina —manifestó, exultante—. Tú diste la orden de disparar. Oí tu voz a través de la oscuridad.

—Todavía no hemos alcanzado la victoria —dijo ella, y su mirada era ausente, abstraída—. Aún no. No ha terminado. Tu pueblo continúa en peligro, un peligro mortal. Cyan Bloodbane morirá, pero el escudo que levantó sobre vosotros sigue activo.

Silvan apenas podía oír su voz con los vítores de los suyos y los furiosos rugidos del dragón mortalmente herido. Rodeó la cintura de la joven con su brazo y la atrajo hacia sí para oírla mejor.

—Repítelo, Mina. Dime otra vez lo que me contaste antes sobre el escudo.

—No hay nada nuevo que añadir a lo que ya sabías. Cyan Bloodbane utilizaba el miedo que los elfos tienen al mundo en su contra. Imaginan que el escudo los protege cuando, en realidad, los está matando. La magia del escudo se nutre de la fuerza vital de tu gente para mantenerse vivo a su vez. Mientras siga activo, tu pueblo morirá lentamente hasta que al final no quede nadie. De ese modo Cyan Bloodbane se proponía destruiros a todos, disfrutando cada instante y riéndose porque los silvanestis se creían a salvo y protegidos cuando, en realidad, eran los artífices de su propia destrucción.

—Si eso es cierto, el escudo debe ser derribado —manifestó Silvan—. Pero dudo que ni siquiera nuestros hechiceros más poderosos sean capaces de anular su potente magia.

—No necesitas hechiceros, Silvan. Eres el nieto de Lorac Caladon. Puedes poner fin a lo que empezó tu abuelo. Tienes el poder de echar abajo el escudo. Ven conmigo. —Mina le tendió la mano—. Te enseñaré lo que tienes que hacer.

Silvan agarró la mano fina y pequeña de la muchacha, se acercó a ella y buscó sus ojos. Se vio a sí mismo, reluciendo entre el ámbar.

—Tienes que besarme —dijo Mina y le ofreció los labios.

Silvan obedeció prestamente. Su boca se unió a la de ella y saboreó la dulzura que tanto ansiaba.

No muy lejos, Kiryn montaba guardia junto al cadáver de su tío. Había visto caer a Silvanoshei y supo que su primo estaba muerto, ya que nadie sobrevivía al aliento letal del dragón. Kiryn lloró la muerte de ambos, la de su primo y la de su tío. Los dos se habían dejado engañar por Glauco y lo habían pagado. Kiryn se había arrodillado al lado de su tío parar esperar la muerte, a que el dragón acabara con todos ellos.

Entonces presenció, estupefacto, que la joven humana, Mina, levantaba la cabeza y se sentaba. Estaba fuerte, alerta, y el veneno no parecía haberla afectado. Bajó la vista hacia Silvanoshei, tendido a su lado; ella le besó los exánimes labios y, para sorpresa de Kiryn, su primo volvió a respirar.

Kiryn vio a Mina actuar para sacar del desaliento a los arqueros elfos. Oyó su voz, gritando la orden de disparar en el idioma elfo. Vio cómo su gente se agrupaba, recobraba el ánimo; los vio combatir con su enemigo. Vio morir al dragón.

Lo contempló todo con infinita alegría, una alegría que le saltó las lágrimas, pero a la vez experimentó una sensación de incertidumbre.

¿Por qué había hecho eso la humana? ¿Qué motivos tenía? ¿Por qué había dirigido a su ejército para matar elfos un día y, al siguiente, actuaba para salvarlos?

Fue testigo del beso entre Silvan y ella. Kiryn habría querido correr hacia allí y arrancar a su primo de los brazos de la chica. Deseaba sacudirlo, hacer que recobrara algo de sensatez. Pero Silvan no lo escucharía.

«¿Y por qué iba a hacerme caso?», pensó.

Él mismo se sentía desconcertado, aturdido por los asombrosos acontecimientos del día. ¿Por qué iba a escuchar Silvan sus palabras de advertencia cuando la única prueba que podía ofrecer de su veracidad era una oscura sombra que pasaba por su alma cada vez que miraba a Mina? Kiryn se volvió de espaldas a la pareja. Se agachó y cerró los ojos de su tío con suavidad. Su deber, como sobrino de Konnal, era para con los muertos.

—Acompáñame, Silvan —instó Mina, moviendo suavemente sus labios contra la mejilla del elfo—. Hazlo por tu pueblo.

—Lo hago por ti, Mina —susurró Silvan; cerró los ojos y puso sus labios en los de ella.

Su beso era miel pero, aun así, lo hirió. Bebió de la dulzura y se encogió por el lacerante dolor. Mina lo arrastró a la oscuridad, una negrura semejante a la noche de la tormenta. Su beso fue como el rayo que lo cegó y lo arrojó rodando por el precipicio, y él no pudo detener la caída. Se estrelló contra las rocas, sintió sus huesos rompiéndose, su cuerpo magullado y dolorido. El dolor era atroz y, a la vez, el éxtasis. Deseaba tanto que terminara que habría acogido de buen grado la muerte, y al mismo tiempo ansiaba que el dolor durara por siempre jamás.

Los labios de Mina se apartaron de los suyos; el hechizo se rompió.

Como si hubiese vuelto de entre los muertos, Silvan abrió los ojos y se maravilló de ver el sol, el sol rojo intenso del crepúsculo. Y, sin embargo, había sido poco después del mediodía cuando se besaron. Al parecer habían transcurrido horas, pero ¿en qué se le habían ido? Perdido en ella, olvidado en ella. Alrededor todo era silencio. El dragón había desaparecido y las tropas no se veían por ningún lado. Su primo tampoco estaba. Poco a poco, Silvan se dio cuenta de que ya no se encontraba en el campo de batalla, sino en un jardín; un jardín que reconoció vagamente a la menguante luz del ocaso.

«Conozco este sitio —pensó, aturdido—. Me resulta familiar, pero ¿dónde estoy? ¿Y cómo he llegado aquí? ¡Mina!» Durante un instante fue presa del pánico al creer que la había perdido.

Sintió la mano de ella cerrarse sobre la suya y suspiró profundamente mientras la asía con fuerza.

«Estoy en los Jardines de Astarin —comprendió—. El parque de palacio, el que veo desde la ventana de mi habitación. Vine aquí una vez y lo odié. Este sitio me ponía carne de gallina. Allí hay una planta muerta. Y otra y otra. Un árbol se está muriendo ahora mismo, ante mis propios ojos, sus hojas se enroscan y se retuercen como si sufrieran un gran dolor, se ponen grises y caen. La única razón de que queden plantas vivas aquí es porque los jardineros y los moldeadores de árboles reemplazan las muertas por otras vivas de sus propios jardines. Aunque traer algo vivo a este sitio es sentenciarlo a muerte.