»Sólo un árbol sobrevive en el jardín, en su mismo centro, el que llaman Árbol Escudo, porque en un tiempo lo rodeaba un escudo luminoso que nada podía penetrar. Glauco afirmaba que la magia del árbol mantenía activo el escudo. Y así es, pero sus raíces no se alimentan de la tierra, sino que están arraigadas en los corazones de todos los elfos de Silvanesti.»
Sintió las raíces del árbol enroscándose dentro de él.
Cogido de la mano de Mina, Silvanoshei condujo a la joven a través del moribundo jardín hasta el árbol que crecía en su centro. El Árbol Escudo estaba vivo, crecía con fuerza, tenía las hojas verdes y saludables; verdes como las escamas del dragón. El tronco era de un color rojo intenso y parecía rezumar sangre. Sus ramas se contorsionaban y se retorcían como serpientes.
«Tengo que arrancar el árbol de raíz. Soy el nieto de Lorac. He de desarraigar sus raíces de los corazones de mis súbditos y así los liberaré. Empero, la idea de tocar esa cosa maligna me repugna. Encontraré un hacha y lo talaré.»
Aunque lo cortases cien veces —susurró una voz en su mente—, cien veces volvería a crecer.
«Morirá, ahora que Cyan Bloodbane ha muerto. Era él quien lo mantenía vivo.»
No. Eres tú el que lo hace medrar. —Mina no pronunció palabra, pero puso la mano sobre el corazón del rey—. Tú y tu pueblo. ¿Es que no sientes sus raíces enroscándose y retorciéndose dentro de ti, absorbiendo tu energía, robándote la fuerza vital?
Silvan sentía algo estrujándole el corazón, pero no sabía discernir si era la maldad del árbol o el contacto con la mano de Mina.
Se la llevó a los labios y la besó. Dejó a la joven en el sendero, entre las plantas moribundas, y se encaminó hacia el árbol vivo. Éste percibió el peligro. Los zarcillos de unas enredaderas grises empezaron a enroscarse en los tobillos del monarca; ramas muertas cayeron sobre él golpeándolo en la espalda y en un hombro. Silvan pisoteó los zarcillos y aparcó bruscamente las ramas.
Al aproximarse al árbol sintió la debilidad, que aumentaba cuanto más cerca se encontraba. El árbol se proponía matarlo al igual que había hecho con tantos otros antes. Su savia corría roja merced a la sangre de su pueblo. Cada una de las hojas brillantes era el alma de un elfo asesinado.
El árbol era alto, pero tenía el tronco largo y fino. Silvan podía rodearlo con sus manos sin dificultad. El joven monarca se encontraba débil y tembloroso por los efectos secundarios del veneno, y se preguntó si tendría fuerza suficiente para arrancarlo de la tierra.
La tienes. Sólo tú.
Silvan cerró las manos alrededor del tronco; éste se retorció a su contacto cual una serpiente, y el elfo se estremeció por la horrible sensación. Lo soltó y retrocedió un paso.
«Si el escudo cae —pensó, asaltado de repente por la duda—, nuestro país quedará desprotegido.»
La nación silvanesti ha resistido orgullosamente durante siglos y siglos protegida por el valor y la destreza de sus guerreros. Esos días de gloria volverán; esos días en los que el mundo respetaba a los elfos, los honraba y temía. Serás rey de una nación poderosa, de un pueblo poderoso.
«Seré rey —se repitió Silvan a sí mismo—. Ella me verá majestuoso e imponente y me amará.»
Plantó firmemente los pies en el suelo, aferró el escurridizo tronco con resolución y, sacando fuerzas de su entusiasmo, su amor, su ambición, sus sueños, propinó un enérgico tirón.
Con un seco chasquido, se desprendió una única raíz. Quizás era la que estaba arraigada en su propio corazón porque, al soltarse, su fuerza y su voluntad se incrementaron. Tiró y tiró con ahínco; los músculos de sus hombros estaban tirantes por la enorme tensión. Sintió que más raíces cedían y redobló sus esfuerzos.
—¡Por Mina! —dijo entre dientes.
Las raíces cedieron tan repentinamente que Silvan cayó hacia atrás y el árbol se desplomó encima de él. El joven elfo no estaba herido, pero no podía ver nada a causa de las hojas y las ramas que lo tapaban.
Furioso, sintiéndose como un estúpido, salió arrastrándose de debajo del árbol. Encendido el rostro por la sensación de triunfo y también de vergüenza, se limpió la tierra y el barro de las manos.
El sol brillaba caliente sobre su cara. Silvan alzó la vista y vio el astro refulgir con un intenso color rojo. Ningún velo translúcido enturbiaba sus rayos; ningún halo rielante filtraba su luz. Descubrió que no podía mirarlo directamente, ni siquiera en ningún punto próximo al ardiente orbe. Le hacía daño en los ojos. Parpadeó para librarse de las lágrimas; todo cuanto veía era un punto negro: la imagen del astro grabada todavía en sus retinas.
—¡Mina! —llamó mientras entrecerraba los párpados, intentando localizarla—. ¡Mina, Mina! Tu dios tenía razón. ¡El escudo ha caído!
Silvan salió al sendero dando traspiés, ya que todavía no veía con claridad.
—¿Mina? —gritó—. ¡Mina!
Silvan la llamó una y otra vez. Lo estuvo haciendo hasta mucho después de que el sol se hubiese metido, mucho después de que oscureciera. Gritó su nombre hasta quedarse sin voz, y después lo susurró.
—¡Mina!
No hubo respuesta.
33
Por amor a Mina
Galdar llevaba sin dormir desde de la batalla. Hizo guardia a lo largo de toda la noche, plantado al borde de las sombras de las cuevas donde se había refugiado el contingente restante de las tropas. El minotauro rehusó dejar su puesto a nadie, aunque varios caballeros se habían ofrecido a relevarlo de su servicio autoimpuesto. Sacudía la astada cabeza en respuesta a todas las propuestas, mandaba retirarse a los hombres y, finalmente, éstos dejaron de acudir.
Los hombres que habían sobrevivido yacían en las cuevas, cansados y asustados, sin apenas hablar. Los heridos hacían todo lo posible para ahogar sus gemidos y gritos de dolor por miedo a que el ruido atrajera al enemigo. Casi todos susurraban un nombre, el de ella, y se preguntaban por qué no acudía a consolarlos. Aquellos que morían lo hacían con el nombre de la joven en los labios.
Galdar no montaba guardia por el enemigo. Esa tarea la tenían encomendada otros. Piquetes de soldados permanecían agazapados en la maleza, alertas a la aparición de cualquier batidor elfo que podría toparse con su escondrijo. Esa misma mañana, temprano, lo habían hecho dos elfos. Los piquetes se ocuparon de ellos rápida y silenciosamente, rompiéndoles el cuello y arrojando los cadáveres a la caudalosa y veloz corriente del Thon-Thalas.
El minotauro se enfureció cuando se enteró de que sus hombres habían capturado vivos a los dos elfos antes de matarlos.
—¡Quería interrogarlos, estúpidos! —gritó con rabia a la par que alzaba la mano para golpear a uno de los exploradores.
—Tranquilízate, Galdar —lo reprendió Samuval mientras posaba su mano en el brazo velludo del minotauro—. ¿De qué habría servido torturarlos? Los elfos se habrían negado a hablar, y sus gritos se habrían oído a kilómetros de distancia.
—Me habrían dicho lo que han hecho con ella —replicó Galdar, que bajó la mano pero asestó una mirada feroz a los exploradores; éstos aprovecharon el momento para alejarse rápidamente—. Me habrían contado dónde la tienen retenida. Ya me habría ocupado yo de que lo hicieran así. —Abrió y cerró los puños mientras hablaba.
—Mina dejó órdenes de que no se tomaran prisioneros, Galdar. Dijo que se diera muerte a cualquier elfo que encontráramos. Juraste obedecerla. ¿Romperías tu promesa? —instó Samuval.