Выбрать главу

—No, no faltaré a ella. —Galdar gruñó y volvió a su puesto—. Le di mi palabra y la cumpliré. ¿Acaso no la mantuve ayer? Estaba allí y vi cómo la capturaba ese bastardo rey elfo. Capturada viva por su enemigo más implacable. Conducida triunfalmente a quién sabe qué terrible destino. Para ser vejada, esclavizada, torturada, asesinada. Le prometí que no intervendría y cumplí mi palabra. Pero ahora lamento haberlo hecho —añadió con una imprecación.

—Recuerda lo que nos dijo —musitó Samuval—. Recuerda sus palabras: «Creen que me tomarán prisionera, pero al hacerlo seré yo quien los apresará a ellos, hasta el último». Recuérdalo y no pierdas la fe.

Galdar permaneció a la entrada de la cueva toda la mañana. Vio al sol alcanzar su cénit cual un ojo ardiente que mirara con ferocidad a través del escudo, y lo envidió porque el astro podía ver a Mina y él no.

Presenció maravillado el combate con el Dragón Verde; vio llover sangre y escamas verdes del cielo. Galdar no sentía aprecio por los dragones, ni siquiera por los que luchaban en su bando. Un antiguo dicho de los minotauros, que se remontaba a la época de su gran héroe, Kaz, afirmaba que los dragones sólo tenían un bando: el suyo. Galdar oyó el bramido de muerte del reptil, sintió temblar el suelo por el impacto del cuerpo de la bestia al caer, y se preguntó qué auguraba aquel acontecimiento para ellos. Para Mina.

El capitán Samuval se había reunido con él para presenciar el combate. Le llevó algo de comer —carne de rata, cazada en la cueva— y de beber. Galdar se tomó el agua pero rehusó la carne del roedor. Los hombres apenas si tenían de comer, y otros lo necesitaban más que él. Samuval se encogió de hombros y engulló la exigua ración mientras el minotauro seguía con su guardia.

Las horas pasaron. Los heridos se quejaban en voz baja, morían sin hacer ruido. El sol empezó a esconderse, rojo como sangre, hundiéndose tras el velo translúcido de la barrera. El astro aparecía deformado y contrahecho, ofreciendo una imagen como Galdar no había visto jamás. El minotauro dirigió la mirada a otro lado; no le gustaba ver el sol a través del escudo y se preguntó cómo podían soportarlo los elfos.

Se le cerraron los ojos a pesar de sí mismo. Se estaba quedando dormido de pie cuando la voz de Samuval sonó a su lado y pareció estallar sobre el minotauro como una bola de fuego.

—¡Fíjate en eso!

Galdar abrió los ojos sobresaltado mientras tanteaba buscando su espada.

—¿Qué? ¿Dónde?

—¡El sol! —contestó Samuval—. No, no lo mires directamente. ¡Te cegará! —Se protegió los ojos con la mano y escudriñó bajo la sombra que proyectaba—. ¡Maldición!

Galdar miró al cielo. La luz era tan intensa que le lloraron los ojos y tuvo que apartarlos de inmediato. Se limpió las lágrimas y entrecerró los párpados. El sol había disipado el velo de la barrera y brillaba con intensidad sobre el mundo, como si fuese un astro nuevo y se sintiera exultante de su poder. El minotauro bajó la vista, medio cegado.

Mina se encontraba ante él, bañada por la luz rojiza del nuevo sol. Galdar iba a lanzar un grito de alegría, pero la joven se llevó un dedo a los labios pidiéndole que guardara silencio. El minotauro se conformó con sonreír de oreja a oreja. No le dijo que daba gracias por volver a verla, porque Mina había prometido que regresaría con ellos y Galdar no quería que pensara que había dudado. En realidad, no lo había puesto en duda en ningún momento. No, en el fondo de su corazón. Señaló con el pulgar hacia el horizonte.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—El escudo ha sido derribado —contestó ella. Estaba pálida y cansada, casi a punto de caerse de agotamiento. Extendió la mano y Galdar se sintió honrado y enorgullecido de prestarle el apoyo de su brazo; de su brazo derecho—. El hechizo se ha roto. En este momento, las fuerzas del general Dogah, un contingente de muchos miles de soldados, marchan a través de la frontera de Silvanesti.

Apoyada en el fuerte brazo de Galdar, Mina entró en la cueva. Los hombres querían vitorearla, pero ella les dijo que guardaran silencio.

Los soldados se apiñaron alrededor de ella y extendieron las manos para tocarla. A pesar de su cansancio, se dirigió a cada uno de ellos por su nombre y tuvo una palabra para todos. No quiso beber, comer ni descansar hasta que visitó a los heridos y le pidió a su dios su curación. Rezó por los muertos también, sosteniendo las frías manos entre las suyas y con la cabeza agachada.

Sólo entonces accedió a beber agua y a sentarse para descansar. Llamó a sus caballeros y oficiales para celebrar un consejo de guerra.

—Sólo tenemos que continuar escondidos un poco más —les dijo—. Mi plan es unirnos al ejército del general Dogah en la conquista de Silvanost.

—¿Cuándo llegarán aquí? —preguntó Samuval.

—Dogah y sus tropas podrán marchar a buen paso —repuso Mina—. No encontrarán resistencia. Retiraron a las patrullas fronterizas para enfrentarse a nosotros. Además, su ejército está totalmente desorganizado. Su general ha muerto y el escudo ha caído.

—¿Cómo, Mina? —se interesó Galdar, y otros corearon su pregunta—. Cuéntanos cómo echaste abajo el escudo.

—Le dije la verdad al rey —explicó la joven—. Que el escudo estaba matando a su pueblo. El propio rey derribó el escudo.

Los caballeros rieron, disfrutando de la fina ironía. Su ánimo era excelente, alegre y confortado por el regreso de Mina y de la milagrosa desaparición del escudo mágico que, durante tanto tiempo, les había impedido caer sobre su enemigo.

Galdar se volvió para hacerle otra pregunta a Mina y se encontró con que la joven se había quedado dormida. Tiernamente, la tomó en sus brazos —pesaba tan poco como un niño— y la llevó al lecho que él mismo le había preparado, una manta extendida sobre agujas de pino secas, dentro de un hueco en la pared de piedra. La depositó con cuidado y la tapó con otra manta. La joven no abrió los ojos una sola vez.

El minotauro se sentó cerca de ella, con la ancha espalda recostada en la rocosa pared, para velar su sueño.

Samuval se acercó para montar guardia junto a Galdar. El capitán ofreció al minotauro de carne de rata, y esta vez Galdar no la rehusó.

—¿Por qué habrá bajado su escudo el rey? —se preguntó Galdar mientras masticaba ruidosamente, carne y huesos por igual—. ¿Por qué ha retirado su única defensa? No tiene sentido. Los elfos son arteros. A lo mejor es una trampa.

—No —dijo Samuval. Enrolló una manta, que se puso debajo de la cabeza, y se tumbó en el frío suelo de la caverna—. ¿Sabes una cosa, amigo mío? Dentro de una semana pasearemos del brazo por las calles de Silvanost.

—Pero ¿por qué haría algo así? —insistió el minotauro.

—¿Que por qué? —Samuval bostezó hasta que le crujieron las mandíbulas—. Ya viste cómo la miraba. Presenciaste cómo lo hacía su prisionero. Lo hizo por amor a ella, naturalmente.

Galdar se acomodó mientras meditaba la respuesta de su compañero y llegó a la conclusión de que Samuval tenía razón. Antes de quedarse dormido, musitó suavemente unas palabras a la noche:

—Por amor a Mina.

Epílogo

Lejos del lugar donde Mina dormía, guardada por sus tropas, Gilthas miraba desde una ventana de la Torre del Sol cómo el astro ascendía hacia su cénit. Imaginó sus rayos reflejándose en las lanzas de los ejércitos de Beryl mientras marchaban a través de la frontera de Qualinesti. El solámnico, Gerard, había propuesto un plan, un plan desesperado, y ahora el gobernador militar Medan y él esperaban a que Gilthas tomase una decisión que significaría la salvación de su pueblo o sería su total exterminio. El Orador tenía que decidir. Y lo haría porque era su rey, pero por ahora retrasaría ese momento; dedicaría ese corto aplazamiento a contemplar el brillo del sol en las verdes hojas de los árboles de su patria.