—Es un tipo raro —dijo Laura mientras recogía el cuenco vacío y se guardaba la moneda—. Me pregunto cómo puedes comer con él, padre, con esa cara que agria la leche.
—Su cara es algo que él no puede remediar, hija —replicó con severidad Caramon—. ¿Quedan huevos?
—Ahora mismo te traigo más. No te imaginas qué alegría es para mí verte comer con ganas otra vez. —Laura hizo una pausa en su trabajo para besar a su padre en la frente—. En cuanto a ese joven, no es su cara lo que lo hace feo. En mis tiempos amé a hombres mucho menos atractivos. Es su actitud arrogante, orgullosa, lo que causa el rechazo de la gente. Se cree mejor que los demás, ni más ni menos. ¿Sabías que pertenece a una de las familias más ricas de Palanthas? Según dicen, su padre financia prácticamente la caballería. Y ha pagado muy bien para que a su hijo lo destacaran aquí, en Solace, lejos de los combates de Sanction y otros lugares. No es de extrañar que los demás caballeros no lo respeten.
Laura se dirigió a la cocina para volver a llenar el plato de su padre. Caramon siguió con la mirada a su hija, estupefacto. Había desayunado con el joven todos los días durante los dos últimos meses y no tenía ni idea de todo eso. En ese tiempo había surgido entre ambos lo que él consideraba una estrecha relación, y ahora resultaba que Laura, quien no había hablado con el caballero más que para preguntarle si quería azúcar en el té, conocía la historia de su vida.
—Mujeres —rezongó el anciano entre dientes, disfrutando del cálido sol—. Soy más viejo que un carcamal y todavía me sorprenden como si tuviese dieciséis años. Nunca las entendí y sigo sin entenderlas.
Laura regresó con un plato a rebosar de huevos y patatas picantes, le dio otro beso a su padre y se marchó para seguir con sus tareas cotidianas.
—Ah, pero cuánto se parece a su madre —musitó cariñosamente Caramon, que atacó el segundo plato de huevos con entusiasmo.
Gerard Uth Mondor también pensaba en las mujeres mientras caminaba sobre el barrizal. El caballero se habría mostrado de acuerdo con Caramon en que las mujeres eran criaturas incomprensibles para los hombres. A Caramon, sin embargo, le gustaban, mientras que a Gerard no le agradaban ni confiaba en ellas. Una vez, cuando tenía catorce años y acababa de recuperarse de la enfermedad que había malogrado su apariencia, una muchacha de la vecindad se había reído de él y lo había llamado «cara picosa».
Cuando su madre lo sorprendió tragándose las lágrimas, lo consoló y le dijo: «No hagas caso a esa estúpida mocosa, hijo mío. Algún día las mujeres te amarán». Aunque luego había añadido distraídamente, como una coletilla: «Eres muy rico, después de todo».
Catorce años más tarde, seguía despertándose en plena noche oyendo la risa aguda y burlona de la chica, y su alma se encogía de vergüenza y humillación. Oía el consejo de su madre y el azoramiento daba paso a la rabia, una rabia que se volvía más ardiente porque las palabras de su madre habían resultado vaticinadoras. La «estúpida mocosa» se le había insinuado descaradamente cuando tenían dieciocho años y se había dado cuenta de que el dinero hacía que el hierbajo más feo pareciese bello como una rosa. Había disfrutado enormemente rechazándola con desprecio. Desde aquel día había sospechado que cualquier mujer que lo miraba con el mínimo interés calculaba para sus adentros su fortuna mientras enmascaraba su desagrado con sonrisas dulces y aleteos de pestañas.
Consciente de la máxima de que el mejor ataque es una buena defensa, Gerard había levantado alrededor de sí una excelente barrera, un parapeto repleto de erizadas estacas, bien surtido de calderos de comentarios corrosivos, con las torres ocultas en una nube de talante sombrío y rodeado por un foso de hosco resentimiento.
Su parapeto resultó extremadamente eficaz para mantener alejados a los nombres también. El comadreo de Laura se acercaba más a la realidad que la mayoría de los que corrían por la ciudad. Gerard pertenecía ciertamente a una de las familias más ricas de Palanthas, quizás incluso de todo Ansalon. Antes de la Guerra de Caos, el padre de Gerard, Mondor Uth Alfric, era el dueño de uno de los astilleros más prósperos de Palanthas. Previendo el aumento de poder e influencia de los caballeros negros, sir Mondor, con muy buen juicio, había convertido todas las propiedades que pudo en monedas de acero y se trasladó con su familia a Ergoth del Sur, donde volvió a empezar con su negocio de construcción y reparación de barcos, un negocio que empezaba a prosperar.
Sir Mondor era una figura de mucho peso en la Orden. Contribuía con más dinero que nadie al mantenimiento de la caballería, y se había ocupado de que su hijo se convirtiese en caballero y que se le destinase al puesto mejor y más seguro. Mondor nunca preguntó a Gerard qué esperaba de la vida; dio por sentado que deseaba entrar en la Orden, y también el hijo lo dio por sentado hasta la misma noche que velaba sus armas, horas antes de la ceremonia de investidura. Tuvo una visión, pero no una de gloria y honor ganados en batalla, sino de una espada oxidándose en su vaina, de llevar y traer mensajes y de ser destacado para hacer guardia sobre polvo y cenizas que no necesitaban custodia.
Demasiado tarde para dar marcha atrás. Hacerlo rompería la tradición familiar que, supuestamente, se remontaba a Vinas Solamnus. Su padre lo repudiaría y lo odiaría toda la vida. Su madre, que había enviado cientos de invitaciones para la fiesta de celebración, pasaría un mes en la cama, enferma. Así pues, Gerard había seguido adelante con la ceremonia, prestó juramento —un juramento que para él carecía de sentido— y se puso la armadura que se convirtió en su prisión.
Llevaba siete años de servicio en la caballería, el último de ellos montando «guardia de honor» para un puñado de cadáveres. Antes de eso, se había dedicado a preparar té oscuro y a escribir cartas para su oficial en Ergodi del Sur. Había solicitado ser destinado a Sanction y estaba a punto de marcharse cuando la ciudad fue atacada por el ejército de los Caballeros de Neraka, de modo que su padre se ocupó de que a su hijo lo enviasen a Solace. De vuelta en el fortín, Gerard se limpió el barro de las botas y se reunió con su compañero de servicio en ese turno, ocupando su detestado puesto de honor ante la Tumba de los Últimos Héroes.
El panteón era una estructura sencilla, de elegante diseño, construida por enanos con mármol blanco y obsidiana negra. Se hallaba rodeada de árboles plantados por los elfos, que tenían flores fragantes durante todo el año. Dentro yacían los cuerpos de Tanis el Semielfo, héroe caído en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote, y de Steel Brightblade, hijo de Sturm Brightblade y héroe de la batalla final contra Caos. También descansaban allí los caballeros caídos en aquel conflicto. Encima de la puerta había escrito un único nombre, el de un kender, héroe de la Guerra de Caos: Tasslehoff Burrfoot.
Los miembros de esa raza acudían desde todo Ansalon para rendir homenaje a su héroe. Merendaban en el prado, entonaban canciones sobre el «tío Tas» y contaban relatos sobre sus valerosas hazañas. Por desgracia, varios años después de ser construida la tumba, a los kenders se les ocurrió la idea de llevarse cada uno un trozo de ella, como amuleto de buena suerte. Con tal fin empezaron a atacar al panteón con cinceles y martillos, obligando a los caballeros solámnicos a levantar una verja de hierro forjado alrededor de la construcción, la cual comenzaba a tener la apariencia de un queso mordisqueado por ratones.