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Con un sol de justicia cayéndole de plano y su armadura horneándolo lentamente del mismo modo que Laura horneaba su asado de vaca, Gerard caminó despacio y solemnemente los cien pasos que había desde el lateral izquierdo de la tumba hasta el centro de ella. Allí se encontró con su compañero, que había recorrido la misma distancia. Se saludaron, giraron de cara al panteón y repitieron el saludo a los héroes caídos. Dieron otro cuarto de vuelta y reemprendieron la marcha por donde habían venido, cada movimiento fiel reflejo del de su compañero.

Un centenar de pasos hacia atrás. Otro centenar hacia adelante. Una y otra vez.

Para algunos, como el caballero que hacía la guardia con Gerard, representaba un gran honor. Él se había ganado ese puesto con sangre, no con dinero. El caballero veterano caminaba con una leve cojera, pero lo hacía con orgullo. No se lo podía culpar si cada vez que se encontraba de frente con Gerard miraba a éste con los labios curvados en un gesto hostil.

Gerard marchó de uno a otro lado; a medida que avanzaba el día, la multitud crecía en los alrededores, ya que muchas de aquellas personas habían viajado ex profeso a Solace para esa festividad. Los kenders llegaron a montones, extendieron los almuerzos en el prado, comieron, bebieron y jugaron a «la pelota goblin» y a «el kender fuera». Les encantaba contemplar a los caballeros y molestarlos. Bailaban alrededor, intentaban arrancarles una sonrisa, les hacían cosquillas, daban golpecitos en sus armaduras, los llamaban «cabeza de puchero» y «carne enlatada», les ofrecían comida, pensando que tendrían hambre.

A Gerard Uth Mondor no le gustaban los humanos; desconfiaba de los elfos; detestaba a los kenders. Los odiaba sin distinción, incluidos los conocidos como «aquejados», por quienes la mayoría senda lástima. Esos kenders eran los supervivientes de un ataque de la gran hembra Roja, Malys, a su tierra natal. Se decía que habían contemplado tales actos de violencia y crueldad que su naturaleza alegre y despreocupada se había alterado de manera definitiva, trastocándose en otra muy semejante a la de los humanos: desconfiada, cautelosa y vengativa. Gerard no creía en lo que consideraba una pamema de los «aquejados». A su modo de entender, no era más que otra artimaña de los kenders para meter sus sucias manos en los bolsillos de un hombre.

Eran como sabandijas; podían encoger sus pequeños cuerpos como si no tuviesen huesos y meterse en cualquier construcción hecha por hombres o enanos. De eso último no le cabía la menor duda, así que apenas se sorprendió cuando en cierto momento, cerca ya del final de su turno de guardia y a punto de anochecer, oyó una voz aguda llamando y chillando. Venía del interior de la tumba.

—¡En! —gritó la voz—. ¿Podría sacarme alguien de aquí? Está muy oscuro y no encuentro el pestillo de la puerta.

El compañero de guardia de Gerard llegó incluso a perder el paso. Se volvió para mirar de hito en hito en aquella dirección.

—¿Has oído eso? —preguntó, observando el panteón con el entrecejo fruncido en un gesto preocupado—. Parece que hay alguien dentro.

—¿Oír qué? —contestó Gerard a pesar de que también él lo había oído claramente—. Lo habrás imaginado.

Pero no eran imaginaciones. El sonido subió de tono, y a los gritos se añadieron unos golpes aporreando la puerta.

—¡Eh, he oído una voz dentro de la tumba! —chilló un niño kender que llegó corriendo para recoger una pelota que se había frenado contra la bota de Gerard. El pequeño pegó la cara a la verja y señaló las grandes puertas cerradas—. ¡Hay alguien atrapado en el panteón! ¡Y quiere salir!

La multitud de kenders y otros residentes de Solace que habían acudido a presentar sus respetos a los muertos bebiendo cerveza y comiendo pollo frío olvidaron sus meriendas y sus juegos. Boquiabiertos por la sorpresa, se apiñaron alrededor de la verja, a punto de arrollar a los caballeros.

—¡Han enterrado a alguien vivo! —chilló una niña.

El cerco de la multitud se cerró más.

—¡Atrás! —gritó Gerard al tiempo que desenvainaba la espada—. ¡Esto es suelo sagrado! ¡Cualquiera que lo profane será arrestado! ¡Randolph, ve y trae refuerzos! Hay que despejar la zona.

—Supongo que podría tratarse de un fantasma —sugirió su compañero, en cuyos ojos había un brillo de temor reverencial—. El espíritu de uno de los héroes caídos que regresa para advertirnos de algún peligro terrible.

—Has oído demasiados cuentos de bardos —resopló con desdén Gerard—. No es más que una de estas sucias sabandijas que se ha metido ahí dentro y ahora no puede salir. Tengo la llave de la verja, pero ignoro cómo abrir la tumba.

Los golpes contra las hojas metálicas se hicieron más sonoros. El otro caballero dirigió una mirada de desprecio a Gerard.

—Iré a buscar al preboste. Él sabrá qué hacer.

Randolph se marchó a todo correr, sujetando la espada contra la cadera para que no repicara con la armadura.

—¡Apartaos! ¡Fuera de aquí! —ordenó Gerard en tono firme.

Sacó la llave y, de espaldas a la cancela para no perder de vista a la muchedumbre, manipuló con torpeza hasta encajar la llave en la cerradura. Al oír el chasquido, abrió la cancela con gran deleite de los que allí se apiñaban, y hubo algunos que intentaron por todos los medios meterse. Gerard golpeó sin miramientos a lo más osados con la parte plana de la hoja de su espada, consiguiendo que se retiraran unos segundos, que aprovechó para meterse rápidamente por la puerta de la verja y cerrarla de golpe tras él.

El gentío de humanos y kenders se pegó contra la verja; algunos niños metieron la cabeza entre los barrotes, con el resultado de quedarse atascados, y se pusieron a chillar. Otros treparon por los hierros en un vano intento de saltar la verja, mientras otros metían manos, brazos y piernas entre los barrotes sin razón lógica aparente para Gerard, lo cual confirmó lo que el joven caballero sospechaba desde hacía tiempo: sus semejantes eran tontos de remate.

El caballero se aseguró de que la cancela quedara cerrada a cal y canto y después se dirigió a la tumba con el propósito de apostarse a la entrada hasta que el preboste llegara con los medios necesarios para romper el precinto.

Subía los peldaños de mármol y obsidiana cuando oyó que la voz exclamaba alegremente:

—Oh, ya no importa. ¡Lo tengo!

Sonó un seco chasquido, como al engranarse el mecanismo de una cerradura, y las puertas del panteón empezaron a abrirse en medio de chirridos.

La multitud respingó, asustada, y se apelotonó más aún contra la verja, cada cual intentando ver lo mejor posible cómo el caballero acababa hecho trizas por hordas de guerreros esqueléticos.

De la tumba salió una figura, una criatura polvorienta, sucia, desgreñada, con las ropas descolocadas y chamuscadas, y un montón de bolsas y saquillos enredados entre sí. Pero no se trataba de un esqueleto ni de un vampiro chupador de sangre ni de un descarnado demonio necrófago.

Era un kender.

El gentío soltó un gruñido de desilusión.

El kender oteó el cielo azul y parpadeó, medio cegado.

—Hola —saludó—. Soy... —Le interrumpió un estornudo—. Lo siento, hay mucho polvo ahí dentro. Alguien debería hacer algo al respecto. ¿Tienes un pañuelo? Creo que he perdido el mío. Bueno, en realidad era de Tanis, pero supongo que no querrá que se lo devuelva, ahora que ha muerto. ¿Dónde estoy?

—Estás arrestado —anunció Gerard. Plantó firmemente las manos sobre el kender y le hizo bajar los escalones casi en volandas.

Comprensiblemente desilusionado porque no iba a presenciar una batalla entre el caballero y unos muertos vivientes, el gentío regresó a sus meriendas y a jugar a la pelota goblin.

—Conozco este sitio —dijo el kender, que iba observando a su alrededor en lugar de mirar dónde ponía los pies, con lo que tropezó—. Es Solace. ¡Estupendo! Justo donde quería llegar. Me llamo Tasslehoff Burrfoot y he venido para decir unas palabras en el funeral de Caramon Majere, así que si haces el favor de llevarme a la posada cuanto antes, te lo agradeceré. He de volver enseguida. Verás, está el pie de ese gigante a punto de caer sobre mí, y eso es algo que no quiero perderme, en fin que...