Gerard metió la llave en la cancela de la verja, la giró y abrió. Propinó tal empujón al kender que éste dio de bruces en el suelo.
—Al único sitio adonde vas es a prisión. Ya has ocasionado demasiados problemas.
El kender se puso de pie animosamente, en absoluto enfadado o desconcertado.
—Muy amable de tu parte encontrarme un sitio para pasar la noche, aunque no voy a quedarme tanto tiempo. He venido a hablar en el... —Hizo una pausa y luego preguntó:— ¿He mencionado que soy Tasslehoff Burrfoot?
Gerard gruñó; no le interesaba en absoluto. Asió con firmeza al kender y esperó a que viniese alguien a quitarle de en medio al pequeño bastardo.
—El famoso Tasslehoff —insistió el kender.
Gerard dirigió una mirada de aburrimiento a la multitud y gritó:
—¡Los que se llamen Tasslehoff Burrfoot que levanten la mano!
Treinta y siete manos se alzaron en el aire, y dos perros ladraron.
—¡Caray! —exclamó el kender con evidente sorpresa.
—¿Ahora entiendes por qué no me siento impresionado? —instó Gerard y buscó esperanzado alguna señal de que el relevo venía de camino.
—Imagino que no cambiaría nada si te digo que soy el Tasslehoff original... No, supongo que no.
El kender suspiró y rebulló inquieto bajo el brillante sol. Su mano, por puro aburrimiento, encontró el camino hacia la bolsa de Gerard, pero éste se hallaba preparado para tal contingencia y le dio un rápido y malintencionado golpe en los nudillos. El kender se chupó la mano magullada.
—¿Qué es todo esto? —Miró en derredor a la multitud que se divertía y jugaba en el prado—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? ¿Por qué no han asistido al funeral de Caramon? ¡Es el mayor acontecimiento habido en Solace!
—Seguramente porque Caramon Majere no ha muerto —replicó Gerard en tono cáustico—. ¿Dónde se ha metido ese inútil preboste?
—¿Que no ha muerto? —El kender lo miró de hito en hito—. ¿Estás seguro?
—Desayuné con él esta mañana —contestó Gerard.
—¡Oh, no! —El kender soltó un gemido desconsolado y se dio una palmada en la frente—. ¡He vuelto a meter la pata! Y ahora no sé si tendré tiempo para intentarlo por tercera vez, con lo del pie gigante y todo lo demás. Veamos, ¿dónde puse ese artilugio?
Gerard dirigió una mirada feroz alrededor y apretó los dedos cerrados sobre el cuello de la polvorienta camisa del prisionero. Los treinta y siete kenders llamados Tasslehoff se habían acercado para conocer al número treinta y ocho.
—¡Vosotros, alejaos! —El caballero agitó la mano como haría una granjera para espantar a las gallinas.
Ni que decir tiene que los kenders no le hicieron caso. Aunque muy desilusionados porque Tasslehoff no hubiese resultado ser un zombi, les interesaba saber dónde había estado, qué había visto y qué guardaba en sus bolsas y saquillos.
—¿Quieres un pastel del Día del Solsticio? —ofreció una bonita kender.
—Oh, sí, gracias. Está muy bueno. Yo... —Los ojos de Tas se abrieron como platos. Intentó decir algo, pero no pudo hablar con la boca llena de pastel y acabó atragantándose. Sus tocayos le palmearon la espalda, serviciales, y Tas expulsó el trozo de dulce a medio masticar, tosió e inhaló con ansia—. ¿Qué día has dicho que es?
—¡El Día del Solsticio Vernal! —gritaron al unísono.
—¡Entonces no me lo he perdido! —exclamó Tasslehoff—. ¡De hecho, así es muchísimo mejor, porque podré explicarle a Caramon lo que voy a decir en su funeral mañana! A buen seguro lo encontrará la mar de interesante.
Alzó los ojos al cielo y, al localizar la posición del sol, que se encontraba hacia la mitad de su arco de descenso, camino del horizonte, manifestó:
—Oh, vaya, no dispongo de tanto tiempo. Si me disculpáis, será mejor que corra.
Y eso fue exactamente lo que hizo, dejando a Gerard plantado en el prado, con el chaleco en la mano.
El caballero perdió un instante preguntándose cómo demonios se las había ingeniado aquel pillo para desembarazarse del chaleco y seguir conservando bolsas y saquillos, que brincaban mientras él corría y derramaban el contenido para deleite de los otros treinta y siete Tasslehoff. Tras llegar a la conclusión de que aquél era un fenómeno que, al igual que la marcha de los dioses, jamás entendería, Gerard se disponía a ir en pos del kender cuando recordó que no podía abandonar su puesto de guardia.
Justo en ese momento apareció el preboste, acompañado por todo un destacamento de caballeros vestidos de gala para dar la bienvenida a los héroes que regresaban, ya que era eso lo que habían entendido que encontrarían al llegar al panteón.
—Sólo era un kender, señor —explicó Gerard—. Se las arregló de alguna manera para quedarse encerrado en la tumba, y también para salir de ella. Se me ha escapado, pero creo saber adonde se dirige.
El preboste, un hombre fornido al que le encantaba la cerveza, se puso rojo como la grana, en tanto que los caballeros parecían embarazados por lo ridículo de la situación —los kenders bailaban ahora en círculo alrededor— y todos miraban con aire sombrío a Gerard, a quien obviamente culpaban del incidente.
—Que piensen lo que quieran —masculló entre dientes el joven caballero, que acto seguido salió corriendo en pos de su prisionero.
El kender le sacaba bastante ventaja; era veloz y ágil y estaba acostumbrado a escapar de sus perseguidores. Gerard era fuerte y un corredor rápido, pero tenía en su contra la pesada armadura ceremonial, que entorpecía sus movimientos, resonando de manera escandalosa, y se le clavaba dolorosamente en algunas zonas delicadas del cuerpo. Casi con toda seguridad ni siquiera habría podido divisar al delincuente si éste no se hubiese detenido en varias intersecciones para mirar alrededor lleno de sorpresa y preguntar en voz alta:
—¿De dónde ha salido esto? —mientras contemplaba estupefacto la fortificación de los caballeros, y un poco más adelante—: ¿Qué hacen todas esas construcciones aquí? —refiriéndose a los alojamientos de refugiados, y un poco más allá—: ¿Quién ha puesto eso? —aludiendo al gran cartel que las autoridades habían ordenado colocar y en el que se proclamaba que Solace era una ciudad próspera y había pagado su tributo dragontino, por lo que era un lugar seguro para visitarlo. El kender parecía muy desconcertado con el cartel; se quedó plantado ante él y lo observó con el rostro serio—. Eso no puede dejarse ahí —manifestó en voz alta—. Obstruirá el paso del cortejo fúnebre.
Gerard creía que ya lo tenía en su poder, pero el kender dio un brinco y reanudó la carrera. El caballero no tuvo más remedio que detenerse para recobrar el aliento; correr con la pesada armadura bajo aquel calor lo había mareado y los ojos le hacían chiribitas. Sin embargo, se encontraba cerca de la posada, y tuvo la satisfacción de avistar al kender que remontaba el último tramo de la escalera y entraba por la puerta como una exhalación.
«Bien —pensó—. Ya lo tengo.»
Se quitó el yelmo, lo tiró al suelo y se recostó contra el poste del cartel hasta que el ritmo de su respiración volvió a ser normal, todo ello sin quitar ojo a la escalera por si el kender se marchaba. Actuando totalmente en contra del reglamento, Gerard se despojó de las piezas de la armadura que le habían hecho rozaduras, las envolvió en la capa y metió el fardo en un rincón oscuro de la leñera de la posada. Después se dirigió al barril comunal de agua y sumergió el cazo hasta donde daba el mango; el barril se encontraba en un lugar umbrío, debajo de un vallenwood, y el agua se mantenía fresca. Sin perder de vista la puerta de la posada, Gerard levantó el cazo y se lo volcó sobre la cabeza.