—He de llegar a la calzada —repetía una y otra vez al ritmo de sus pasos—. Tengo que seguir, porque si muero aquí, me convertiré en una momia gris, como los árboles, y nadie me encontrará jamás —se decía, como en un sueño.
El barranco terminaba bruscamente en un amasijo de rocas y árboles caídos. Silvan enderezó la espalda, respiró hondo y se limpió el sudor frío que perlaba su frente. Descansó un instante para después empezar a trepar; resbaló en las piedras varias veces y se deslizó hacia abajo en más de una ocasión, pero no cejó en su empeño, resuelto a escapar del barranco aunque fuera lo último que hiciese en la vida. Poco a poco se aproximó a lo alto del talud, al punto desde donde creía que divisaría la calzada.
Escudriñó entre los troncos de los grisáceos árboles, convencido de que la calzada tenía que estar allí a pesar de que no conseguía verla a causa de una extraña alteración en la atmósfera, una distorsión por la que las imágenes de los árboles se ondulaban con un raro titileo.
Silvan reanudó la ascensión.
—Es un espejismo —musitó—. Como la ilusión de ver agua a lo lejos en un día caluroso. Desaparecerá cuando me acerque.
Llegó a lo alto de la elevación y, a través de la vegetación muerta, intentó localizar la calzada en la dirección que sabía debía estar. A fin de no desfallecer, de seguir caminando en medio del dolor, se había concentrado por completo en la idea de alcanzar esa meta y la había convertido en su único propósito.
—Tengo que llegar al camino —farfulló, reanudando la salmodia—. La calzada es el final del dolor, la salvación para mí y para los míos. Cuando llegue a la calzada, seguro que toparé con una partida de elfos exploradores del ejército de mi madre. Les transmitiré mi misión y entonces podré tenderme en el suelo, el dolor acabará y la ceniza gris me cubrirá...
Resbaló, y por poco no se cayó rodando. El miedo lo sacó bruscamente de la horrenda ensoñación; Silvan se irguió, tembloroso, y miró alrededor mientras azuzaba su mente para que volviese de dondequiera que fuera ese lugar cómodo en el que había intentado refugiarse. Se encontraba sólo a unos pocos pasos de la calzada y advirtió, aliviado, que los árboles no estaban muertos allí, si bien parecían sufrir algún tipo de plaga. Las hojas seguían siendo verdes, pero colgaban lacias, mustias, y la corteza de los troncos tenía un aspecto enfermizo y en algunas partes empezaba a desprenderse a trozos.
Miró más allá de los árboles y divisó la calzada, pero no podía verla con claridad. El camino ondulaba y titilaba ante sus ojos hasta que se sintió mareado al contemplarlo.
—Quizá me estoy quedando ciego —se dijo.
Asustado, volvió la cabeza y miró hacia atrás. La vista se le aclaró; los árboles grises permanecían inmóviles, derechos. Aliviado, volvió los ojos hacia la calzada. La distorsión se repitió.
—Qué extraño —musitó—. Me pregunto qué causará esta alteración.
Aflojó el ritmo del paso de manera involuntaria; estudió la distorsión con mayor detenimiento. Tenía la extraña sensación de que era como una telaraña tejida por una horrenda araña entre él y la calzada; se sintió reacio a aproximarse al singular titileo, acosado por la inquietante sensación de que la brillante telaraña lo atraparía e inmovilizaría para sorberle toda la savia vital y dejarlo tan seco como había hecho con los árboles. No obstante, al otro lado de la distorsión se extendía el camino, su meta, su esperanza.
Dio un paso y se frenó de golpe; era incapaz de seguir. Pero la calzada se encontraba ahí delante, sólo a unos pocos metros. Apretó los dientes y avanzó otro paso, encogido, como si esperase sentir los pegajosos hilos de la tela adhiriéndose a su rostro.
Su camino estaba obstruido. No sentía nada, ningún objeto físico lo detenía, pero no podía moverse, o, mejor dicho, no podía avanzar. Podía desplazarse hacia los lados, al igual que hacia atrás, pero no hacia adelante.
—Una barrera invisible. Ceniza gris. Árboles muertos y moribundos —musitó.
Se esforzó por superar el dolor, el miedo y la desesperación y logró hallar la respuesta.
—El escudo. ¡El escudo! —repitió, estupefacto.
Era el escudo mágico levantado por los silvanestis para cubrir con él su tierra natal. Jamás lo había visto, pero había oído a su madre hablar de él muy a menudo, y también a otros, que describían el extraño titileo, la distorsión en la atmósfera producida por la mágica barrera.
—Imposible —gritó Silvan con frustración—. El escudo no puede estar aquí, sino al sur de mi posición. Había llegado cerca de la calzada, viajando hacia el oeste, y el escudo quedaba al sur. —Giró sobre sí mismo mientras miraba a lo alto para encontrar el sol, pero las nubes se habían espesado y ahora no lo distinguía. La respuesta le llegó junto con una amarga desesperación.
—He dado la vuelta —dijo—. ¡He caminado todo este tiempo, y lo he hecho en dirección contraria!
Las lágrimas acudieron a sus ojos. La perspectiva de bajar por el talud, de recorrer de nuevo el barranco, de desandar sus pasos cuando cada uno de ellos le había costado un doloroso esfuerzo, le resultó casi insoportable. Se dejó caer en el suelo, dejándose vencer por el desaliento.
—¡Alhana! ¡Madre! —exclamó, lleno de angustia—. ¡Perdóname! ¡Te he fallado! ¿He hecho algo en toda mi vida que no sea decepcionarte?
—¿Quién eres tú, que clamas el nombre que está prohibido pronunciar? —inquirió una voz—. ¿Quién eres para decir en voz alta el nombre de Alhana?
Silvan se incorporó de un salto. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, dejando un sucio restregón en las mejillas, y miró en derredor, sobresaltado, buscando a quien había hablado.
Al principio sólo distinguió un parche de color verde intenso y vivo, y creyó que había descubierto una parte del bosque que no había sido afectada la plaga. Pero entonces la mancha se movió y reveló un rostro y unas manos pertenecientes a un elfo.
Los iris del elfo eran grises como el bosque que lo rodeaba, pero sólo reflejaban la muerte que veían; sólo traslucían el pesar generado por la pérdida.
—¿Que quién soy para pronunciar ese nombre? —inquirió Silvan con impaciencia—. Su hijo, por supuesto. —Adelantó un paso vacilante, con la mano extendida—. Pero la batalla... ¡Dime cómo resultó la batalla! ¿Cómo nos fue?
El elfo retrocedió, eludiendo la mano de Silvan.
—¿Qué batalla? —preguntó.
Silvan miró fijamente al elfo. Al hacerlo, advirtió más movimiento detrás de él. Otros tres elfos surgieron del bosque; jamás los habría visto si no se hubiesen movido, y se preguntó cuánto tiempo llevarían allí. No los reconoció, pero eso no era de extrañar. No se mezclaba mucho con los soldados del ejército de su madre, quien no fomentaba esa clase de compañía para su hijo, que estaba destinado a ser rey algún día.
—¡La batalla! —repitió, impaciente, Silvan—. ¡Los ogros nos atacaron de noche! No entiendo que me preguntes...
Se hizo la luz en su cerebro. Esos elfos no iban vestidos con ropas de combate, sino con las apropiadas para viajar. Seguramente no sabían nada sobre la batalla.
—Debéis de formar parte de la patrulla de larga distancia. Regresáis en el mejor momento. —Silvan hizo una pausa para ordenar sus ideas y superar la bruma de dolor y desesperación—. Nos atacaron anoche, durante la tormenta. Un ejército de ogros. Yo... —Calló de nuevo y se mordió el labio inferior, reacio a confesar su fracaso—. Me enviaron a buscar ayuda. La Legión de Acero tiene una fortaleza cerca de Sithelnost, calzada adelante. —Hizo un gesto débil con la mano—. Debí de caerme por el barranco y me rompí un brazo. He caminado en la dirección equivocada y ahora he de volver sobre mis pasos, pero apenas me quedan fuerzas. No podré conseguirlo, pero vosotros sí. Llevad el mensaje al comandante de la legión, decidle que Alhana Starbreeze está siendo atacada...