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Dejó de hablar. Uno de los elfos había dejado escapar una queda exclamación. El que se hallaba delante, el que se había acercado primero a Silvan, levantó la mano para imponer silencio.

Silvan estaba cada vez más exasperado; era plenamente consciente de que ofrecía una imagen lamentable, sujetando el brazo roto contra el costado, como un pájaro herido arrastrando el ala. Estaba desesperado; debía de ser mediodía y se sentía sin fuerzas, casi al borde del agotamiento. Se irguió cuanto pudo, arropado por el manto de su título y la dignidad que éste le confería.

—Estáis al servicio de mi madre, Alhana Starbreeze —dijo en tono imperioso—. Ella no se encuentra aquí, pero tenéis ante vosotros a su hijo, Silvanoshei, vuestro príncipe. En su nombre y en el mío propio os ordeno que llevéis el mensaje pidiendo la ayuda de la Legión de Acero. ¡Y daos prisa! ¡Empiezo a perder la paciencia!

También empezaba a perder, y con gran rapidez, la conciencia, pero no quería que esos soldados lo consideraran débil. Al notar que se tambaleaba, extendió la mano para sostenerse en el tronco de un árbol. Los elfos no se habían movido y ahora lo miraban con los rasgados ojos muy abiertos por la sorpresa, teñida de cautela. Desviaron la vista un momento a la calzada, que se extendía al otro lado del escudo, y luego la volvieron de nuevo hacia él.

—¿Por qué os quedáis parados, mirándome? —gritó Silvan—. ¡Haced lo que se os ha ordenado! ¡Soy vuestro príncipe! —Una idea acudió a su mente—. No os preocupéis por dejarme solo. No me pasará nada. —Agitó la mano—. ¡Moveos! ¡Salvad a vuestro pueblo!

El elfo que estaba más adelantado avanzó otro paso, sus grises ojos prendidos en Silvan, la penetrante mirada escarbando, tanteando.

—¿A qué te refieres con eso de que tomaste la dirección contraria?

—¿Por qué pierdes el tiempo haciendo preguntas estúpidas? —replicó enfadado el joven—. ¡Informaré sobre ti a Samar! ¡Haré que te degraden! —Contempló enfurecido al elfo, que a su vez lo observaba impasible—. El escudo se halla al sur de la calzada. ¡Me dirigía a Sithelnost, de modo que he debido de dar media vuelta cuando caí al barranco! Es la única explicación, porque el escudo... la calzada...

Giró sobre sus talones para mirar hacia atrás mientras intentaba pensar en lo ocurrido, pero su cerebro estaba demasiado embotado por el dolor.

—Imposible —susurró.

Cualquiera que fuese la dirección que hubiera tomado, tendría que haber podido llegar a la calzada, que discurría fuera del escudo. Y seguía siendo así. Era él quien se encontraba dentro de la zona protegida.

—¿Dónde estoy? —inquirió.

—En Silvanesti —respondió el elfo.

Silvan cerró los ojos. Todo estaba perdido. Su fracaso había sido absoluto. Cayó de rodillas y se desplomó hacia adelante, quedando tendido boca abajo sobre la ceniza gris. Oía voces, pero sonaban lejanas, progresivamente distantes.

—¿Crees que de verdad es él?

—Sí, lo es.

—¿Cómo puedes afirmarlo con tanta seguridad, Rolan? ¡Quizá se trata de un truco!

—Lo has visto. Y lo has oído. Has percibido la angustia en su voz y la desesperación en sus ojos. Tiene el brazo roto. Fíjate en las magulladuras de su rostro, en sus ropas desgarradas y llenas de barro. Encontramos el rastro que dejó en la ceniza al caer. Lo oímos hablando consigo mismo, cuando ignoraba que nos encontrábamos cerca, y lo vimos intentar llegar a la calzada. ¿Cómo puedes dudarlo?

—Pero ¿cómo traspasó el escudo? —siseó el otro tras un breve silencio.

—Algún dios nos lo ha enviado —sentenció el líder del grupo, y Silvan sintió una mano suave que tocaba su mejilla.

—¿Qué dios? —espetó el otro, escéptico—. No queda ninguno.

Silvan volvió en sí; su vista había dejado de ser borrosa y sus restantes sentidos funcionaban de nuevo. Un sordo dolor de cabeza le dificultaba la tarea de pensar. Al principio, el joven se dio por satisfecho con quedarse tendido, quieto, mientras reconocía el entorno y su cerebro se debatía para encontrar sentido a lo que ocurría. Recordó la calzada... Intentó incorporarse, pero una mano se plantó en su pecho con firmeza y se lo impidió.

—No hagas movimientos bruscos. He reducido la fractura del brazo y antes de vendarlo lo he untado con un ungüento que acelerará el proceso curativo, pero has de tener cuidado y evitar sacudidas y golpes.

Silvan miró a su alrededor. Al principio había creído que era un sueño, que despertaría para encontrarse de nuevo en el túmulo funerario; pero no estaba durmiendo. Los troncos de los árboles seguían igual que los recordaba: grises, enfermos, moribundos. Las hojas sobre las que yacía formaban una capa de vegetación putrefacta. Los pimpollos, plantas y flores que alfombraban el suelo del bosque languidecían, consumidos y mustios.

El joven siguió el consejo del elfo y volvió a tumbarse, más para darse tiempo de aclarar su confusión sobre lo que le había sucedido que porque necesitase descansar.

—¿Cómo te sientes? —El tono del elfo era respetuoso.

—Me duele un poco la cabeza —contestó Silvan—. Pero el dolor del brazo ha desaparecido.

—Estupendo. Entonces, puedes sentarte. Pero hazlo despacio o te desmayarás.

Un fuerte brazo lo ayudó a incorporarse; el joven sufrió un fugaz mareo y náuseas, pero cerró los ojos hasta que la desagradable sensación remitió. El elfo llevó a sus labios un cuenco de madera.

—¿Qué es? —preguntó Silvanoshei, que miró con desconfianza el líquido pardusco que contenía el recipiente.

—Una pócima —explicó el elfo—. Creo que has sufrido una ligera conmoción. Esto aliviará la jaqueca y favorecerá la curación. Vamos, bebe. ¿Por qué lo rechazas?

—Me han enseñado a no comer ni beber nada a menos que conozca a quien lo ha preparado y haya visto que otros lo prueban antes —repuso Silvan.

—¿Ni siquiera si es un elfo? —inquirió el otro, sorprendido.

—Especialmente si es un elfo —insistió, sombrío, el joven.

—Ah. —El líder del grupo lo miró con lástima—. Sí, claro, lo comprendo.

Silvan intentó ponerse de pie, pero el mareo volvió a apoderarse de él. El elfo se llevó el cuenco a los labios y bebió unos sorbos. Luego, tras limpiar cortésmente el borde del recipiente, se lo ofreció de nuevo a Silvanoshei.

—Piensa esto, joven. Si hubiese querido matarte habría podido hacerlo mientras estabas inconsciente. O haberte dejado aquí, simplemente. —Echó una ojeada a los árboles grises y marchitos en derredor—. Tu muerte habría sido más lenta y dolorosa, pero te habría llegado, como les ha llegado a muchos de los nuestros.

Silvanoshei reflexionó las palabras del otro lo mejor que pudo habida cuenta de la migraña que lo martirizaba. Lo que el elfo decía tenía sentido, de modo que cogió el cuenco con manos temblorosas y se lo llevó a los labios. El líquido era muy amargo, y sabía y olía a corteza de árbol, pero la pócima infundió una agradable calidez por todo su cuerpo, el dolor de cabeza remitió y desapareció la sensación de mareo.

El joven comprendió entonces que había sido un necio al pensar que aquel elfo pertenecía al ejército de su madre. Llevaba ropas desconocidas para Silvan; ropas de cuero que tenían la apariencia de hojas, hierba, arbustos y flores. A menos que se moviese, su figura se fundiría con el bosque tan perfectamente que nunca sería detectada. Allí, en medio de un paisaje muerto, destacaba; su atuendo retenía el verde recuerdo del bosque vivo, como un desafío.

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente? —quiso saber Silvan.

—Varias horas desde que te encontramos esta mañana. Es el Día del Solsticio Vernal, por si te sirve de ayuda en tus cálculos.

—¿Dónde están los demás? —El joven miró alrededor, sospechando que se habían escondido.

—Donde su presencia es necesaria —fue la respuesta del elfo.