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—Agradezco tu ayuda. —Silvan se puso de pie—. Tú tienes asuntos que atender, y yo también. He de irme. Quizá ya sea demasiado tarde... —Sintió un gusto amargo en la boca y tragó saliva para pasarlo—. Aún he de llevar a cabo mi misión, de modo que si eres tan amable de indicarme el lugar por el que puedo regresar a través del escudo...

—No hay paso alguno a través del escudo. —El elfo lo miraba de nuevo con aquella extraña intensidad.

—¡Pero ha de haberlo! —replicó, furioso, Silvan—. Yo lo crucé ¿no es cierto? —Volvió la vista hacia los árboles que se alzaban cerca de la calzada, percibió la extraña distorsión—. Regresaré al punto donde caí y pasaré por allí.

Con gesto resuelto, echó a andar volviendo sobre sus pasos. El elfo no hizo nada para detenerlo, pero lo siguió de cerca, en silencio.

¿Habrían podido resistir su madre y el ejército a los ogros durante tanto tiempo? Silvan había sido testigo de algunas hazañas increíbles realizadas por los soldados, así que debía pensar que la respuesta era afirmativa. Tenía que creer que todavía no era tarde.

Encontró el sitio donde debió de haber atravesado el escudo, el camino que recorría antes de caer rodando por el barranco. Cuando había intentado trepar por el talud la ceniza gris estaba resbaladiza, pero ahora se había secado y el camino sería más fácil. Con cuidado de no forzar el brazo roto, Silvan trepó por el declive. El elfo permaneció en el fondo del barranco, observándolo en silencio.

El joven llegó hasta el escudo. Al igual que antes, experimentó un intenso desagrado ante la idea de tocarlo. No obstante, allí, en ese punto, tenía que haberlo cruzado aunque sin ser consciente de ello. Localizó la marca del tacón de su bota impresa en el barro, y el árbol caído que obstruía el camino. Le llegó el vago recuerdo de haber intentado rodear el obstáculo.

El escudo no era visible, excepto por un titileo apenas perceptible cuando el sol incidía en él en un ángulo preciso. Aparte de eso, sólo podía saber con certeza que la barrera se alzaba ante él por el efecto que causaba en la visión de los árboles y las plantas que había al otro lado. Le recordaba a las ondas de aire caliente que, al ascender del suelo abrasado por el sol, creaban una ilusión óptica de manera que todo lo que había detrás de ellas adquiría la engañosa apariencia de agua.

Silvan apretó los dientes y caminó directamente hacia el escudo.

La barrera le impidió pasar y, lo que es peor, cada vez que la tocaba experimentaba una sensación horrible, como si el escudo hubiese pegado unos labios en su carne e intentara absorberle la vida hasta dejarlo seco.

Tembloroso, Silvan retrocedió. No sería capaz de intentar aquello de nuevo. Asestó una mirada feroz al escudo, abrumado por la rabia y la impotencia. Su madre había trabajado durante meses para penetrar la barrera y había fracasado. Había lanzado al ejército contra ella con el único resultado de ver a los soldados salir impelidos hacia atrás. A riesgo de su propia vida, había montado en su grifo en un intento frustrado de atravesarlo por el aire. Entonces, ¿qué podía hacer un solo elfo contra esa barrera insalvable?

—Sin embargo —argüyó, frustrado—, ¡estoy dentro del escudo! Si pude entrar debería de poder salir. Ha de haber un modo. El elfo tiene que ver en todo esto. Él y sus adláteres me han tendido una trampa, me retienen prisionero.

Silvan giró rápidamente sobre sus talones; el elfo seguía al pie del talud. El joven descendió a trompicones, resbalando y deslizándose sobre la hierba húmeda, a punto de caer otra vez. El sol empezaba a ponerse; aunque el Día del Solsticio Vernal fuese el más largo del año, finalmente tenía que dar paso a la noche. Llegó al fondo de barranco.

—¡Me metisteis aquí! —gritó Silvan, tan furioso que tuvo que inhalar hondo para conseguir hablar—. Y me sacaréis. ¡Tenéis que dejarme salir!

—Es el acto más valeroso que jamás vi hacer a un hombre. —El elfo dirigió una mirada sombría al escudo—. Yo soy incapaz de acercarme a él, y no me considero un cobarde. Sí, ha sido un acto valeroso, pero inútil. No puedes atravesarlo. Nadie puede.

—¡Mientes! —chilló Silvan—. Me arrastrasteis aquí adentro. ¡Dejadme salir!

Sin ser consciente de lo que hacía, alargó la mano para agarrar al elfo por el cuello y ahogarlo, obligarlo a obedecer.

El elfo asió la muñeca de Silvan, le hizo una llave, y antes de que el joven supiera qué ocurría estaba de rodillas en el suelo. El elfo lo soltó de inmediato.

—Eres joven, estás en apuros y no me conoces. Por eso me muestro indulgente. Me llamo Rolan, y soy uno de los Kirath. Mis compañeros y yo te encontramos tendido en el fondo del barranco. Ésa es la verdad, y si conoces a los Kirath sabrás que no mentimos. Ignoro cómo conseguiste atravesar el escudo.

Silvan había oído hablar a sus padres sobre los Kirath, un cuerpo de exploradores elfos que patrullaban las fronteras de Silvanesti. Su misión era impedir el acceso de forasteros al reino. El joven suspiró y hundió el rostro en las manos.

—¡Les he fallado! ¡Y ahora morirán!

Rolan se acercó a él y le puso la mano en el hombro.

—Cuando te encontramos mencionaste tu nombre, pero te pido que vuelvas a decírmelo. No tienes que temer nada ni hay razón para que guardes tu identidad en secreto, a menos, claro, que lleves un nombre del que te sientes avergonzado —agregó con delicadeza.

Silvan levantó la cabeza, ofendido.

—Me siento muy orgulloso de él, y si llevar ese nombre me trae la muerte, que así sea. —Le falló la voz y, cuando volvió a hablar, ésta le temblaba—. El resto de mi gente habrá muerto a estas horas. O estará a punto de morir. ¿Por qué iba a salvarme yo? —Parpadeó para contener las lágrimas y miró a su captor.

»Soy el hijo de los que llamáis "elfos oscuros", pero que en realidad son los únicos elfos que ven claramente la oscuridad que nos envuelve a todos. Soy hijo de Alhana Starbreeze y de Porthios de Qualinesti. Me llamó Silvanoshei.

Esperaba risas, y, desde luego, incredulidad.

—¿Y por qué creéis que vuestro nombre os traería la muerte, príncipe Silvanoshei de la Casa Caladon? —preguntó Rolan en tono sosegado, y cambiando al tratamiento de «vos».

—Porque mis padres son elfos oscuros. Porque asesinos elfos han intentado matarlos en más de una ocasión.

—Sin embargo, Alhana Starbreeze ha intentado penetrar el escudo muchas veces con su ejército, entrar en este reino, donde se la declaró proscrita. Yo mismo la he visto, y también mis compañeros que patrullan las fronteras.

—Creía que teníais prohibido pronunciar su nombre —murmuró, hosco, Silvanoshei.

—Tenemos prohibidas muchas cosas en Silvanesti —añadió Rolan—. Y al parecer la lista aumenta cada día. ¿Por qué Alhana Starbreeze desea regresar a un país donde no se la quiere?

—Es su hogar —respondió Silvan—. ¿A qué otro lugar podría ir?

—¿A qué otro lugar podría ir su hijo? —inquirió suavemente Rolan.

—Entonces ¿me crees?

—Conozco a vuestro padre y a vuestra madre, alteza —dijo Rolan—. Era uno de los jardineros del desdichado rey Lorac antes de la guerra. Conocí a la princesa Alhana de niña. Luché a las órdenes de vuestro padre para acabar con la pesadilla. Os parecéis mucho a él, pero hay algo de ella en vos que la trae a la memoria. Sólo los que no tienen fe no creen. El milagro ha ocurrido, habéis regresado a nosotros. No me sorprendería que el escudo se hubiese abierto ante vos, alteza.

—Pero no me deja salir —replicó Silvan, seco.

—Quizá sea porque estáis donde os corresponde. Vuestro pueblo os necesita.

—Si eso es cierto, entonces ¿por qué no levantáis el escudo y dejáis que mi madre regrese a su reino? —demandó el joven—. ¿Por qué se le impide entrar? ¿Por qué se le cierra el paso a nuestra gente? Los elfos que luchan por ella corren peligro. Mi madre no estaría combatiendo contra los ogros, no estaría atrapada si...