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—Creedme, alteza —dijo Rolan, cuyo rostro se había ensombrecido—. Si nosotros, los Kirath, pudiésemos echar abajo este maldito escudo, lo haríamos. Despierta el desaliento y la tristeza en quienes se aventuran cerca de él y los envuelve como un paño mortuorio. Mata todo lo vivo que toca. ¡Mirad! Mirad eso, alteza.

Rolan señalaba el cadáver de una ardilla en el suelo, con las crías muertas a su alrededor. Luego apuntó hacia unos pájaros dorados, medio enterrados en la ceniza, sus cantos silenciados para siempre.

—Y así muere lentamente nuestro pueblo —susurró, entristecido.

—¿Qué has dicho? —Silvan parecía consternado—. ¿Morir?

—Muchas personas, jóvenes y mayores, contraen una enfermedad para la que no hay cura. Su piel se vuelve gris, como estos pobres árboles, sus miembros se debilitan, sus ojos se tornan opacos. Al principio no pueden correr sin cansarse; después no pueden andar, y más adelante les es imposible sentarse o ponerse de pie. Se consumen poco a poco, hasta que les llega la muerte.

—Entonces, ¿por qué no quitáis el escudo? —demandó Silvan.

—Hemos intentando convencer a la gente para que se una y se enfrente al general Konnal y a los Cabezas de Casas, quienes decidieron levantar el escudo, pero la mayoría rehusó seguir nuestro consejo. Afirman que la enfermedad es una plaga venida de fuera, que el escudo es lo único que se interpone entre ellos y los males del mundo, y que si se quitara, todos moriríamos.

—Tal vez tengan razón —comentó Silvan mientras volvía la vista hacia atrás, al bosque entrevisto a través de la barrera mágica, y pensaba en los ogros atacando en mitad de la noche—. Fuera no hay ninguna plaga que acabe con los elfos, que yo sepa, pero sí existen otros enemigos. El mundo está amenazado por peligros y aquí, al menos, estáis a salvo.

—Vuestro padre decía que los elfos debíamos unirnos al mundo, convertirnos en parte de él —respondió Rolan con una sonrisa desganada—. En caso contrario nos consumiríamos y moriríamos como una rama desgajada del árbol o la...

—O la rosa arrancada del rosal —finalizó Silvan, que sonrió nostálgico al recordar a su padre—. No hemos tenido noticias de él desde hace mucho tiempo —añadió; bajó la vista a la ceniza y la alisó con la punta del pie—. Luchaba contra la gran hembra de Dragón Verde, Beryl, cerca de Qualinesti, al que tiene sometido. Algunos lo han dado por muerto, mi madre entre ellos, aunque no lo admita.

—Si es cierto que murió, lo hizo luchando por una causa en la que creía —manifestó Rolan—. Su muerte tendría un significado. Aunque ahora parezca que no tiene sentido, su sacrificio contribuirá a destruir la maldad y traer de nuevo la luz que aleje a la oscuridad. ¡Murió siendo un hombre lleno de vida, desafiante, valeroso! Cuando nuestra gente muere —prosiguió Rolan, cuya voz adquiría un timbre más y más amargo—, apenas si lo advierte. La pluma oscila levemente y cae inerme. —Miró a Silvan.

»Sois joven, vehemente, vital. Siento la vida emanando de vos del mismo modo que antaño la sentía irradiar del sol. Comparaos conmigo. Lo notáis, ¿no es cierto? ¿Percibís cómo estoy consumiéndome? ¿Cómo todos nosotros perdemos poco a poco la vitalidad? Miradme, alteza, y me veréis muriendo.

Silvan no sabía qué decir. Ciertamente, el elfo tenía la tez más pálida de lo normal, con un matiz grisáceo, pero Silvan lo había achacado a la edad o, quizás, al polvo gris. Ahora recordaba que los otros elfos tenían el mismo aspecto demacrado, los ojos hundidos.

—Nuestro pueblo os contemplará y verá lo que ha perdido —prosiguió Rolan—. Ésa es la razón de que nos hayáis sido enviado: para demostrarles que no hay plaga en el mundo del exterior, que la única plaga está aquí dentro. —Se llevó la mano al corazón—. ¡En nuestro interior! Les diréis que si nos libramos de este escudo devolveremos la vida a nuestro reino y a nosotros mismos.

«Aunque la mía haya terminado», pensó Silvan. La jaqueca volvió y el brazo roto le latía con dolorosas punzadas. Rolan lo miró preocupado.

—No tenéis buen aspecto, alteza. Deberíamos marcharnos de aquí. Hemos permanecido cerca del escudo demasiado tiempo. Debéis alejaros de él antes de que la enfermedad os ataque también a vos.

—Gracias, Rolan, pero no puedo marcharme —dijo, sacudiendo la cabeza—. Aún cabe la posibilidad de que el escudo se abra otra vez y me permita salir del mismo modo que me permitió entrar.

—Si os quedáis aquí, moriréis, alteza. Vuestra madre no querría que eso pasara, sino que vinieseis a Silvanost y reclamaseis el trono que os corresponde por derecho.

«Algún día te sentarás en el trono de las Naciones Elfas Unidas, Silvanoshei. Y ese día repararás los errores del pasado, purificarás a nuestro pueblo de los pecados cometidos por los elfos: el del orgullo, el del perjuicio, el del odio. Esos pecados han sido la causa de nuestra ruina. Tú serás nuestra redención.»

Palabras de su madre. Recordaba la primera vez que las había pronunciado. Por entonces él tenía cinco o seis años. Acampaban en la espesura, cerca de Qualinesti. Era de noche y él dormía. De repente un grito hizo añicos sus sueños y lo despertó de golpe. El fuego de la lumbre ardía bajo, pero a su luz pudo ver a su padre luchando con lo que parecía una sombra. Más sombras los rodeaban. No vio nada más porque su madre lo cubrió con su propio cuerpo, apretándolo contra el suelo. No sólo no podía ver; tampoco podía respirar, ni gritar. El miedo de su madre, el calor de su cuerpo, su peso, lo aplastaban, lo asfixiaban.

Y entonces todo terminó. El cálido y oscuro peso de su madre se alzó; Alhana lo tomó en sus brazos y lo acunó mientras lloraba, lo besaba y le decía que la perdonase si le había hecho daño. Ella tenía un corte en el muslo por el que sangraba; su padre había recibido una puñalada en el hombro, cerca del corazón. Los cadáveres de tres elfos, vestidos de negro, yacían alrededor de la lumbre. Años más tarde Silvanoshei se despertaría sobresaltado, con la certeza de que habían enviado a uno de aquellos asesinos para que acabase con él.

Se llevaron los cuerpos a rastras y los dejaron para los lobos al no considerarlos merecedores de los ritos de un funeral. Su madre lo acunó para que se durmiera y le dijo aquellas palabras a fin de confortarlo. Volvió a oírlas a menudo, una y otra vez.

Quizás ahora estuviese muerta. Quizá su padre estuviese muerto. Su sueño, sin embargo, seguía vivo en él. Le dio la espalda al escudo.

—Iré contigo —le dijo a Rolan, de los Kirath.

5

El fuego sagrado

En otro tiempo, un tiempo glorioso, antes de la Guerra de la Lanza, la calzada que conducía desde Neraka hasta la ciudad portuaria de Sanction se había conservado en buen estado, ya que era la única ruta a través de las montañas conocidas como la cordillera de la Muerte. La vía —llamada la calzada de Treinta Leguas, ya que ésa era su longitud, kilómetro arriba o abajo— se había pavimentado con grava en su totalidad. Millares de pies habían marchado por ese pavimento durante los años transcurridos: pies humanos calzados con botas, pies peludos goblins, pies draconianos con garras. Habían sido tantos y tantos miles los que la habían pisado que los guijarros se habían incrustado profundamente en la tierra.

En plena Guerra de la Lanza, la calzada de Treinta Leguas estuvo abarrotada de hombres, bestias y carretas de suministro. Si alguien tenía prisa viajaba por aire, a lomos de los veloces Dragones Azules o surcando el cielo en las ciudadelas flotantes. Los que no tenían más remedio que avanzar por la calzada, se retrasaban durante días al encontrar obstaculizado el camino por centenares de soldados de infantería que recorrían cansinamente la tortuosa ruta, ya fuera en dirección a Neraka o en sentido contrario, en tanto que las carretas traqueteaban y brincaban sobre el pavimento. La vía trazaba una pronunciada pendiente, ya que descendía desde la alta meseta de montaña hasta el nivel del mar, lo que convertía el viaje en una aventura peligrosa.