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Obedecieron, aunque sin dejar de rezongar porque las mantas seguían mojadas y por que no podían dormir sobre el duro suelo de piedra. Todos, del primero al último, juraron marcharse al alba.

Mina regresó a su sitio en lo alto del peñasco y volvió a contemplar las estrellas y la luna saliente. Entonces empezó a cantar.

No se parecía al Canto de los muertos, la horrible salmodia que les habían cantado los fantasmas de Neraka. El de Mina era un canto de guerra, entonado por valientes mientras marchaban contra el enemigo; un canto para enardecer los corazones de quienes lo entonaban e infundir terror en el del enemigo.

La gloria nos llama con voz de trompeta a cumplir grandes gestas en el campo del valor, a verter nuestra sangre en el ara del fuego y de la tierra. La sedienta tierra, el sagrado fuego.

La canción continuaba; era un himno entonado por los victoriosos en su momento de triunfo, un canto rememorado por un viejo soldado que relataba su valerosa hazaña.

Galdar cerró los ojos y vislumbró actos de coraje y bravura; advirtió, estremecido de orgullo, que él era uno de los que realizaban aquellas proezas, que su espada resplandecía por el blanco purpúreo del rayo y él bebía la sangre de sus enemigos. Marchaba de una batalla gloriosa a otra, con esa canción victoriosa en los labios. Y Mina siempre cabalgaba delante de él, guiándolo, inspirándolo, instándolo a seguirla hasta lo más violento del combate. El blanco purpúreo que emanaba de la mujer brillaba sobre él.

El canto finalizó. Galdar parpadeó al caer en la cuenta, con infinita sorpresa, de que se había quedado dormido. No era tal su intención, sino permanecer en vela con ella. Se frotó los ojos mientras deseaba que la mujer empezase a cantar de nuevo. Sin el himno, la noche era fría y vacía; miró alrededor para comprobar si los demás sentían lo mismo.

Todos dormían profunda y reposadamente, con una sonrisa en los labios. Habían dejado las espadas en el suelo, junto a ellos, y sus manos se cerraban sobre las empuñaduras como para incorporarse de un salto y lazarse a la refriega en un instante. Obviamente, compartían el sueño que había tenido Galdar: el sueño del canto.

Maravillado, volvió los ojos hacia Mina y se encontró con que la mujer lo observaba.

Se puso de pie y fue a reunirse con ella en lo alto del peñasco.

—¿Sabes qué vi, comandante? —preguntó.

La luna se reflejaba en sus ojos ambarinos como si estuviese encerrada en ellos.

—Lo sé —contestó Mina.

—¿Harás eso por mí, por nosotros? ¿Nos conducirás a la victoria?

Los ojos de color ámbar, que retenían cautiva a la luna, se volvieron hacia él.

—Lo haré.

—¿Es tu dios quien te prometió tal cosa?

—En efecto —contestó con tono grave.

—Dime el nombre de ese dios para que pueda venerarlo —pidió Galdar.

Mina sacudió despacio, categóricamente, la cabeza. Su mirada se apartó del minotauro y se alzó de nuevo al cielo, cuya oscuridad era antinatural ahora que la mujer había capturado la luna. La única luz que había se encontraba en sus ojos.

—No es el momento adecuado.

—¿Y cuándo lo será? —insistió Galdar.

—Los mortales ya no tienen fe en nada. Son como hombres perdidos en la niebla que no ven más allá de sus narices y, por lo tanto, es a eso a lo que siguen, si es que siguen a algo. Algunos están tan paralizados por el temor que tienen miedo de moverse. La gente ha de tener fe en sí misma para estar preparada para creer en algo que está más allá.

—¿Lograrás tú eso, comandante? ¿Harás que ocurra tal cosa?

—Mañana presenciarás un milagro.

—¿Quién eres? —preguntó el minotauro, que se sentó en la roca—. ¿De dónde vienes?

Mina lo miró y esbozó una sonrisa.

—¿Quién eres tú, suboficial? ¿De dónde vienes? —inquirió a su vez.

—Vaya, pues soy un minotauro. Nací en...

—No. —La mujer negó suavemente con la cabeza—. ¿De dónde, antes de eso?

—¿Antes de nacer? —Galdar estaba desconcertado—. Lo ignoro. Nadie sabe eso.

—Exacto.

El minotauro se rascó la astada cabeza y se encogió de hombros. Era obvio que no quería decírselo. ¿Por qué iba a hacerlo? No era de su incumbencia. Además, a él le daba lo mismo. Ella tenía razón; hasta ese momento no había creído en nada. Ahora había encontrado algo en que creer: en Mina.

—¿Sigues cansado? —preguntó la mujer inopinadamente.

—No, jefe de garra —respondió Galdar. Sólo había dormido unas horas, pero el sueño lo había dejado como nuevo.

—No me llames «jefe de garra». Quiero que me llames «Mina».

—Pero eso no está bien, jefe de garra —protestó el minotauro—. Llamarte por tu nombre no muestra el debido respeto.

—Si los hombres no me respetan, ¿qué importa cómo me llamen? —replicó ella. Luego añadió con tranquila convicción:— Además, el rango que ostento no existe todavía.

Galdar pensó sinceramente que ahora se daba ínfulas, que necesitaba que le bajaran un poco los humos.

—Tal vez piensas que deberías ocupar el cargo del Señor de la Noche —sugirió a modo de broma, refiriéndose al rango más alto que podía alcanzarse en la Orden de los Caballeros de Neraka.

—Llegará el día en que el Señor de la Noche se arrodillará ante mí —dijo, completamente en serio.

El minotauro conocía bien a lord Targonne y le costaba imaginar al ambicioso avaro arrodillándose por ningún motivo, excepto para recoger un céntimo caído en el suelo. Puesto que no sabía qué decir ante aquella absurda idea, guardó silencio y evocó de nuevo el sueño de gloria, buscándolo en su recuerdo como el sediento busca el agua. Deseaba con todo su corazón creer en él, en que era algo más que un espejismo.

—Si de verdad no estás cansado, Galdar, quiero pedirte un favor —continuó la mujer.

—Lo que sea, jefe... Mina —balbuceó.

—Mañana entraremos en combate. —Un leve ceño rompió la tersura de su tez—. No tengo un arma ni tampoco he sido entrenada en su manejo. ¿Crees que nos daría tiempo esta noche para que me instruyas?

Galdar se quedó boquiabierto; se preguntó si habría oído bien. Estaba tan estupefacto que no supo qué contestar.

—¿Que tú no...? ¿Nunca has empuñado un arma? —preguntó. La mujer se limitó a sacudir la cabeza—. ¿Has tomado parte en alguna batalla, Mina?

Ella volvió a hacer un gesto negativo antes de hablar.

—No, Galdar. —Sonrió—. Por eso te pido ayuda. Nos alejaremos un poco para practicar y así no molestaremos a los otros. No te preocupes por ellos, que no corren peligro. Fuego Fatuo me avisará si se aproxima un enemigo. Trae el arma que consideres que me será más fácil aprender a manejar.

Mina echó a andar calzada adelante para encontrar un lugar adecuado donde practicar; el pasmado Galdar se quedó buscando entre las armas que los otros y él llevaban hasta dar con la apropiada para una muchacha que jamás había blandido una y que al día siguiente los conduciría a la batalla.

El minotauro se devanó los sesos en un intento de recobrar algo de sentido común. Un sueño que parecía realidad; la realidad que parecía un sueño. Desenvainó su daga, la contempló un momento, observó cómo la luz de la luna fluía como azogue a lo largo de la hoja. Hincó la punta en su brazo, el mismo que Mina le había devuelto. El agudo dolor y el cálido fluir de la sangre demostraban que el miembro era real, confirmaban que él estaba despierto.

Galdar había dado su palabra, y lo único que en toda su vida no había pisoteado, vendido o desechado era su honor. Volvió a enfundar la daga y examinó el montón de armas.

Una espada quedaba descartada. No había tiempo para entrenarla adecuadamente en su uso y acabaría haciéndose más daño a sí misma o a quienes estuviesen a su lado que a un enemigo. No hallaba nada que le pareciese apropiado; entonces advirtió que la luz de la luna se reflejaba con mayor intensidad en un arma en particular, como si quisiera dirigir su atención hacia ella; era una maza de armas a la que los soldados llamaban «lucero del alba», ya que las puntas que remataban la cabeza le daban aspecto de estrella. Galdar la observó fijamente y luego, con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo, la cogió. La maza no era pesada, no se precisaba demasiada habilidad para aprender a utilizarla y era bastante efectiva contra caballeros protegidos con armadura. Sólo había que asestar golpes a un adversario hasta que la coraza se quebraba como la cáscara de una nuez. Por supuesto, también había que esquivar el arma del enemigo mientras se propinaban los golpes. El minotauro tomó un escudo pequeño y, así pertrechado, se alejó por la calzada dejando de guardia a un caballo.