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—Me he vuelto loco —refunfuñó—. De remate. Como una cabra.

Mina había localizado un espacio despejado entre las rocas que seguramente los ejércitos de antaño utilizaban para acampar en sus desplazamientos a lo largo de la calzada. Asió la maza, la examinó con ojo crítico y la sopesó para comprobar su equilibrio. Galdar le mostró cómo sostener el escudo y dónde colocarlo para sacar la mayor ventaja de él. La instruyó en el uso de la maza y después ensayaron algunos ejercicios sencillos para que la mujer se familiarizase con el arma.

Se sintió satisfecho (y aliviado) al ver que Mina aprendía rápido. Aunque de constitución ligera, tenía los músculos bien desarrollados.

También poseía sentido del equilibrio y sus movimientos eran gráciles y fluidos. El minotauro levantó su propio escudo y dejó que la mujer practicase unos golpes. El primero fue impresionante, el segundo lo hizo retroceder, el tercero causó un gran abollón en el escudo y la sacudida en el brazo le llegó hasta el tuétano.

—Me gusta esta arma, Galdar —dijo Mina con aire aprobador—. Has elegido bien.

Galdar gruñó, se frotó el brazo lastimado y soltó el escudo. Luego desenvainó su espada, envolvió la hoja en una capa, atándola fuerte con una cuerda, y adoptó la postura de combate.

—Ahora vamos a trabajar —anunció.

Al cabo de dos horas, el minotauro no salía de su asombro ante los adelantos de su alumna.

—¿Seguro que nunca has recibido entrenamiento como soldado? —inquirió al hacer una pausa para recobrar el aliento.

—Nunca —contestó Mina—. Te lo demostraré. —Soltó el arma y le enseñó la mano con la que había sostenido la maza—. Juzga por ti mismo.

La suave palma estaba en carne viva y sangraba por las ampollas abiertas. Sin embargo no se había quejado una sola vez ni había vacilado al golpear aunque el dolor de las heridas tenía que ser intenso.

Galdar la observó con franca admiración. Si había una virtud que los minotauros valoraban era la entereza de soportar el dolor en silencio.

—El espíritu de un gran guerrero debe de morar en ti, Mina. Mi gente cree que una cosa así es posible. Cuando uno de nuestros guerreros muere valerosamente en batalla, es costumbre de mi tribu extraerle el corazón y comerlo con la esperanza de que su espíritu entre en el nuestro.

—Los únicos corazones que comeré yo serán los de mis enemigos —respondió Mina—. Mi fuerza y mi destreza me los han dado mi dios. —Se agachó para recoger la maza.

—No, se acabaron las prácticas por esta noche —manifestó Galdar, que asió la maza antes de que los dedos de la mujer llegaran a ella—. Hemos de curar esas rozaduras —dijo—. Me temo que ni siquiera podrás asir las riendas de tu caballo por la mañana, cuanto menos un arma. Quizá deberíamos esperar aquí unos pocos días hasta que se te hayan curado.

—Hemos de llegar a Sanction mañana —repitió Mina—. Así ha sido ordenado. Si nos retrasamos un solo día, la batalla habrá terminado y nuestras tropas habrán sufrido una terrible derrota.

—Sanction lleva mucho tiempo bajo asedio —comentó el minotauro, con aire incrédulo—. Desde que esos asquerosos solámnicos hicieron un pacto con el bastardo que gobierna la ciudad, Hogan Rada. Nosotros no podemos desalojarlos, y a ellos les es imposible rechazarnos, de modo que la batalla está en tablas. Atacamos las murallas a diario y ellos las defienden. Mueren civiles, algunas zonas de la ciudad se incendian. Acabarán cansándose de esa situación y se rendirán. El cerco dura ya más de un año, así que no veo qué importancia puede tener un día más. Quedémonos y descansa.

—No lo ves porque tus ojos no están completamente abiertos —adujo Mina—. Tráeme un poco de agua para lavarme las manos y un trapo para limpiar la sangre. No temas, podré cabalgar y luchar.

—¿Por qué no te curas tú misma, Mina? —sugirió el minotauro para ponerla a prueba, confiando en ser testigo de otro milagro—. Como hiciste conmigo.

Los ojos ambarinos captaron la luz del cercano amanecer, que empezaba a teñir el cielo. La mujer miró hacia el este, y a Galdar le vino a la cabeza la idea de que ella contemplaba ya el ocaso del día siguiente.

—Serán centenares los que morirán sufriendo horriblemente —musitó—. El dolor que soporto es un tributo a ellos, y lo brindo a mi dios como una ofrenda. Despierta a los otros, Galdar, es la hora.

El minotauro esperaba que más de la mitad de los soldados se marcharía, como había amenazado la noche anterior. Cuando regresó al campamento se encontró con que los hombres ya estaban despiertos y desperezándose. Su ánimo era excelente, y se mostraban seguros y excitados al hablar de las osadas hazañas que realizarían a lo largo del día; hazañas que, según ellos, habían vivido en unos sueños más reales que las horas de vigilia.

Mina apareció entre ellos asiendo el escudo y la maza; las manos le seguían sangrando y Galdar la observó con preocupación. Se encontraba cansada por el ejercicio y la dura cabalgada del día anterior. Allí, en mitad de la calzada, sola, de repente pareció una criatura mortal, frágil, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Las manos debían de arderle y, sin duda, sus músculos estarían acalambrados. Suspiró hondo y alzó la vista al cielo, como preguntándose si realmente tenía fuerza para seguir adelante.

Al verla, los caballeros levantaron sus espadas y golpearon con ellas los escudos a guisa de saludo.

—¡Mina! ¡Mina! —clamaron, y sus voces resonaron en las montañas, que devolvieron el eco creando un sonido enardecedor como la llamada de las trompetas.

Mina irguió la cabeza. El saludo fue como vino para su ánimo, y alejó el desfallecimiento. Entreabrió los labios y bebió hasta apurarlo. El cansancio desapareció como quien se quita unas ropas andrajosas. Su armadura brilló rojiza con la refulgente luz del sol saliente.

—Cabalguemos a galope tendido. En este día marchamos hacia la gloria —les dijo, y los caballeros vitorearon con entusiasmo.

Fuego Fatuo acudió a su llamada. La mujer montó y asió las riendas firmemente con las manos sangrantes y heridas. Fue entonces cuando Galdar, que había ocupado su sitio junto a ella para correr al lado de su estribo, advirtió que Mina llevaba en el cuello un medallón plateado colgado de una cadena también de plata. Lo observó detenidamente para ver qué tenía grabado en la superficie.

No había nada. La plata aparecía intacta, sin marca alguna. Le pareció raro. ¿Por qué llevar un medallón sin símbolos? No tuvo oportunidad de preguntarle, ya que en ese instante Mina clavó los talones en los flancos de su montura.

Fuego Fatuo emprendió galope calzada adelante.

Los caballeros de Mina marcharon detrás de ella.

6

El funeral de Caramon Majere

Con la salida del sol —un espléndido amanecer dorado y púrpura con intensos matices rojos— las gentes de Solace se reunieron en torno a la posada El Último Hogar en silenciosa vigilia, ofreciendo su cariño y su respeto al hombre valeroso, bueno y afable que yacía muerto dentro.