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El arbolillo se alzaba inestable en la tierra recién removida, y daba la impresión de hallarse solo y perdido. La gente pronunció las palabras que les dictaba el corazón, rindieron homenaje, los caballeros envainaron las espadas con rostros solemnes, y el funeral terminó. Todo el mundo se marchó a cenar a sus casas.

La posada cerró por primera vez desde que el Dragón Rojo la asió en sus garras y la dejó caer, en la Guerra de la Lanza. Los amigos de Laura se ofrecieron a quedarse para hacerle compañía las primeras noches, pero la mujer rehusó argumentando que quería quedarse sola con su pena y llorar. Mandó a Guisa a su casa, ya que se encontraba en tal estado que cuando finalmente regresó al trabajo no necesito echar sal en la comida, de tantas lágrimas que le cayeron en ella. En cuanto al enano gully, no se había movido del rincón donde se derrumbó en el momento de enterarse de la muerte de Caramon. Yació hecho un ovillo, sollozando entre lamentos, hasta que, para alivio de todos, se quedó dormido por el agotamiento.

—Adiós, Laura —se despidió Tas mientras le tendía la mano. El kender y Gerard eran los últimos en marcharse; Tas se había negado a moverse de allí hasta que todos se hubiesen ido para estar completamente seguro de que nada ocurriría como se suponía que habría tenido que suceder—. Fue un funeral bonito. No tanto como el otro, pero no es culpa tuya. De verdad no entiendo qué está pasando. Quizá sea ésa la razón de que Caramon pidiese a Gerard que me llevara a ver a Dalamar, cosa que haría con gusto, pero me parece que Fizban podría considerar eso zascandilear. En fin, adiós y gracias.

Laura miró al kender, que ya no se mostraba desenfadado y alegre, sino triste, desolado y abatido. Inopinadamente, Laura se arrodilló a su lado y lo rodeó con los brazos.

—¡Creo que eres Tasslehoff! —musitó con vehemencia—. Gracias por venir. —Lo estrechó con tal fuerza que lo dejó sin respiración y luego se volvió y corrió hacia la puerta que llevaba a la zona privada de la familia—. Por favor, atrancad la puerta al salir, sir Gerard —dijo sin apenas volver la cabeza antes de cerrar la otra puerta tras de sí.

El silencio se adueñó de la posada. Los únicos sonidos eran el murmullo de las hojas del vallenwood y el crujido de las ramas. El primero semejaba un llanto, y el segundo un lamento. Tas jamás había visto vacía la posada. Miró en derredor y recordó la noche en que los compañeros se habían reencontrado tras cinco años de separación. Podía ver el rostro de Flint y oír sus rezongos; veía a Caramon en actitud protectora junto a su gemelo; veía los penetrantes ojos de Raistlin observándolo todo. Casi podía oír de nuevo la canción de Goldmoon.

La vara refulge con luz azulada y ambos desaparecen: las llanuras han palidecido, ha llegado el otoño.

—Todos han desaparecido —musitó Tas para sí y sintió la garganta contraída por otro sollozo.

—Vayámonos —dijo Gerard.

Con la mano sobre el hombro del kender, el caballero lo condujo hacia la puerta, donde lo hizo pararse para rescatar varios artículos de valor que, por casualidad, habían ido a parar a los saquillos de Tas. Gerard los dejó sobre el mostrador para cuando sus dueños los reclamaran. Hecho esto, cogió la llave que colgaba de un gancho en la pared, cerca de la puerta, y cerró ésta. Colgó la llave en otro gancho que había fuera de la posada, puesto allí por si alguien necesitaba un cuarto a altas horas de la noche, y luego empezó a descender la escalera con el kender.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tas—. ¿Qué hay en ese envoltorio que cargas? ¿Puedo mirar qué hay dentro? ¿Me llevas a visitar a Dalamar? Hace mucho que no lo veo. ¿Sabes la historia de cómo conocí al elfo oscuro? Caramon y yo estábamos...

—Cierra el pico, ¿quieres? —instó Gerard con brusquedad—. Tu cháchara me da dolor de cabeza. En cuanto adonde vamos, regresamos al fortín. Y respecto al envoltorio que llevo, si se te ocurre tocarlo te atravieso con la espada.

El caballero se negó a decir una sola palabra más, aunque Tas preguntó y preguntó e intentó hacer conjeturas y después inquirió si su suposición era acertada y, en caso contrario, si Gerard quería darle una pista. ¿Qué podía haber en un paquete más grande que una panera? ¿Era un gato? ¿Era un gato metido en una panera? De nada le sirvió. El caballero mantuvo su mutismo y la mano cerrada con fuerza en el hombro del kender.

Los dos llegaron al fortín solámnico. Los guardias que estaban de servicio saludaron a Gerard en actitud distante; él no devolvió el saludo, y les dijo que tenía que ver al Señor de los Escudos. Los guardias, que eran miembros del séquito personal del Señor de los Escudos, contestaron que su señoría acababa de regresar del funeral y había dado órdenes de que no se le molestara. Querían saber el motivo del requerimiento de Gerard.

—Es un asunto personal —contestó el caballero—. Decidle a su señoría que necesito un dictamen sobre la Medida. Y que es urgente.

Uno de los guardias se marchó; regresó poco después para anunciar de mala gana que sir Gerard podía entrar.

Éste dio un paso hacia el interior, seguido por Tas.

—No tan rápido, señor —dijo el guardia mientras obstruía el paso con su alabarda—. El Señor de los Escudos no habló nada sobre un kender.

—El kender está bajo mi custodia —replicó Gerard—, siguiendo las órdenes del propio comandante. No se me ha dado permiso para abandonar esa vigilancia. No obstante, accederé gustoso a dejarlo aquí, contigo, si garantizas que no causará ningún problema durante el tiempo que permanezca con su señoría, lo cual puede prolongarse varias horas ya que mi dilema es complejo, y que seguirá aquí a mi regreso.

El caballero de guardia vaciló.

—Estará encantado de relatarte la historia de cómo conoció al hechicero Dalamar —añadió secamente Gerard.

—Llévatelo —repuso el guardia.

Tas y su escolta entraron en el fortín pasando por las puertas que había en el centro de una cerca alta hecha con postes, los cuales acababan en puntas afiladas. Dentro del recinto había establos para los caballos, pequeños campos de entrenamiento con una diana instalada para las prácticas con arco, y varios edificios. El fortín no era grande; se había levantado para albergar a quienes guardaban la Tumba de los Últimos Héroes y se había ampliado para acomodar a los caballeros que se encargarían de lo que seguramente sería la última defensa de Solace si la hembra Verde, Beryl, atacaba.

Gerard había pensado con cierta euforia que sus días de guardar una tumba podrían estar llegando a su fin, que la batalla contra el dragón era inminente aunque todos los caballeros tenían la orden de no mencionar tal cosa a nadie. Carecían de pruebas que confirmasen que Beryl se preparaba para caer sobre Solace y no querían provocar un ataque por parte de la gran Verde. Empero, los altos oficiales solámnicos hacían planes en secreto.

Dentro de la empalizada, un edificio bajo y alargado servía de cuartel para los caballeros y los soldados bajo su mando. Además, había varias edificaciones anexas utilizadas como almacenes y oficinas administrativas, donde el jefe de la guarnición tenía su alojamiento, que a la vez utilizaba como despacho.

El ayudante de campo de su señoría recibió a Gerard y lo hizo pasar.

—Su señoría se reunirá enseguida con vos, sir Gerard —informó el edecán.

—¡Gerard! —exclamó una voz femenina—. ¡Qué placer verte! Me pareció oír tu nombre.

Lady Vivar seguía siendo una mujer bien parecida a pesar de rondar los sesenta años, con el cabello blanco y la tez de un tono dorado como el té. A lo largo de sus cuarenta años de matrimonio, había acompañado a su esposo en todos sus viajes. Su carácter era brusco y directo como el de cualquier soldado, sin embargo en ese momento llevaba un delantal manchado de harina. Besó a Gerard en la mejilla —el caballero se había cuadrado, con el yelmo debajo del brazo— y dirigió una mirada recelosa al kender.