—Oh, vaya —masculló—. ¡Cínife! —llamó volviendo la cabeza hacia la parte trasera de la casa, en un tono que habría llegado a todos los rincones de un campo de batalla—. ¡Guarda mis joyas bajo llave!
—Tasslehoff Burrfoot, señora —se presentó Tas mientras le tendía la mano.
—¿Y quién no lo es, hoy en día? —repuso lady Vivar, que se apresuró a meter las manos, en las que brillaban varios anillos, debajo del delantal—. ¿Cómo se encuentran tus queridos padres, Gerard?
—Muy bien, gracias, señora —contestó el caballero.
—Eres un chico malo —lo regañó la dama sacudiendo el índice frente al joven—. No sabes nada sobre su estado de salud, porque no has escrito a tu querida madre hace dos meses. Envió una carta a mi esposo para protestar y preguntarle, realmente afligida, si te encontrabas bien y si te cambiabas de botas cuando te mojabas los pies. ¡Qué vergüenza, preocupar de ese modo a tu pobre madre! Su señoría ha prometido que escribirías hoy mismo, así que no me sorprendería si te obliga a sentarte y a redactar esa carta mientras estás con él.
—Sí, señora —dijo Gerard.
—Podéis entrar —anunció el ayudante de campo, abriendo una puerta que conducía a la pieza principal del alojamiento del comandante.
Lady Vivar salió no sin antes pedir a Gerard que diera recuerdos de su parte a su madre, cosa que el caballero prometió en tono impasible, tras lo cual saludó con una inclinación de cabeza y fue en pos del edecán.
Un hombre corpulento, de mediana edad, con la oscura tez característica de las gentes de Ergoth del Norte, saludó afectuosamente al joven caballero.
—¡Me alegro de que decidieses pasarte por aquí, Gerard! —dijo lord Vivar—. Entra y siéntate. Así que éste es el kender ¿verdad?
—Sí, señor. Gracias, señor. Enseguida estoy con vos. —Gerard condujo a Tas hacia un sillón, lo sentó bruscamente en él y sacó un trozo de cuerda. El caballero, que actuó con tal rapidez que a Tas no le dio tiempo de protestar, le ató las muñecas a los brazos del mueble y utilizó un pañuelo para amordazarlo.
—¿Es necesario todo eso? —inquirió suavemente lord Vivar.
—Si queremos mantener algo parecido a una conversación racional, sí, señor —respondió Gerard mientras acercaba una silla. Dejó el misterioso envoltorio en el suelo, a sus pies—. De otro modo escucharíais la historia de que ésta es la segunda vez que Caramon Majere ha muerto. El kender os contaría la diferencia entre este funeral y el primero, y dudo que os interese escuchar la lista de las personas que acudieron la primera vez y que no aparecieron ésta.
—Vaya, vaya. —La expresión de lord Vivar se suavizó, tornándose compasiva—. Debe de ser uno de los aquejados. Pobrecillo.
—¿Qué es un aquejado? —quiso saber Tas, sólo que debido a la mordaza sus palabras salieron con un sonido áspero y quejoso, como si hablase en idioma enano con una parte considerable del lenguaje gnomo. En consecuencia, los dos hombres no le entendieron y tampoco se molestaron en responder.
Gerard y lord Vivar empezaron a hablar sobre el funeral. El caballero de más edad se refirió a Caramon en términos tan afectuosos que a Tas volvió a hacérsele un nudo en la garganta, con el resultado de que la mordaza dejó de ser necesaria para mantenerlo callado.
—Y bien, Gerard, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó lord Vivar, cuando el tema del funeral se agotó. Observaba al joven caballero con gran atención—. Mi edecán ha dicho que tenías una cuestión que plantear con respecto a la Medida.
—Sí, milord. Necesito vuestro dictamen.
—¿Tú, Gerard? —Lord Vivar enarcó una ceja—. ¿Desde cuándo te importa un ardite los preceptos de la Medida?
Gerard enrojeció y pareció sentirse incómodo; el comandante sonrió ante la turbación del joven caballero.
—Me han contado que manifiestas sin rebozo tu opinión sobre lo que consideras un modo de hacer las cosas anticuado y retrógrado.
—Señor —empezó Gerard, que rebulló en la silla—, es posible que alguna vez haya expresado mis dudas sobre ciertos preceptos de la Medida...
La ceja enarcada de lord Vivar se alzó un poco más y Gerard consideró que era un buen momento para cambiar de tema.
—Milord, ayer se produjo un incidente. Había varios civiles presentes y surgirán preguntas.
—¿Requerirá un Consejo de Caballeros? —El comandante adoptó una actitud seria.
—No, milord. Os tengo en gran estima y acataré vuestra decisión con respecto a este asunto. Se me ha encomendado una tarea y necesito saber si debo llevarla a cabo o puedo rehusarla sin faltar al honor.
—¿Quién te la encomendó? ¿Otro caballero? —Lord Vivar parecía inquieto. Sabía el rencor que existía entre Gerard y los restantes caballeros de la guarnición. Hacía mucho que temía que surgiera una disputa, quizá con el resultado de un absurdo desafío en el campo de honor.
—No, señor —contestó el joven sin alterarse—. Fue un hombre moribundo.
—¡Ah! —exclamó el comandante—. Caramon Majere.
—Sí, milord.
—¿Una última petición?
—Más que petición una misión, milord. Casi diría una orden, pero Majere no pertenecía a la caballería.
—Por nacimiento no, quizá —adujo suavemente el comandante—, pero en lo que atañe al espíritu no había mejor caballero.
—Sí, milord. —Gerard guardó silencio un instante y Tas vio, por primera vez, que el joven lamentaba sinceramente la muerte de Caramon Majere.
—La última voluntad de los moribundos es sagrada para la Medida, que establece que tales deseos han de cumplirse si es humanamente posible. La Medida no hace distinción si la persona moribunda pertenece o no a la caballería, si es hombre o mujer, humano, elfo, enano, gnomo o kender. Estás obligado por honor a realizar esa tarea, Gerard.
—Si es humanamente posible —adujo el joven.
—Sí —convino lord Vivar—. Así lo establece la Medida. Hijo, veo que todo este asunto te causa un profundo desasosiego. Si no significa violar una confidencia, cuéntame la naturaleza del último deseo de Caramon.
—No es nada confidencial, señor. En cualquier caso he de decíroslo, ya que si he de llevar a cabo la misión necesitaré vuestro permiso para ausentarme de mi puesto. Caramon Majere me pidió que llevase a este kender que he traído conmigo, un kender que afirma ser Tasslehoff Burrfoot, muerto en la Guerra de Caos, a ver a Dalamar.
—¿Al hechicero? —preguntó el comandante sin dar crédito a sus oídos.
—Sí, milord. Ocurrió así. Cuando estaba a punto de morir, Caramon habló de reunirse con su esposa muerta. Luego pareció buscar a alguien entre la multitud que se había agolpado alrededor y preguntó dónde estaba Raistlin.
—Debía de referirse a su gemelo —lo interrumpió lord Vivar.
—Sí, señor. Después añadió: «Dijo que me esperaría». Con ello quería decir que Raistlin había accedido a esperarlo antes de pasar de este mundo al siguiente, según me contó Laura. Caramon solía repetir que, puesto que eran gemelos, el uno no podía entrar sin el otro al reino bienaventurado.
—Dudo que a Raistlin Majere se le permitiera entrar a ningún «reino bienaventurado» —adujo secamente lord Vivar.
—Cierto, señor. —Gerard esbozó una mueca desganada—. Si existe un reino bienaventurado, cosa que dudo, entonces...
Hizo una pausa y tosió ligeramente. Lord Vivar tenía fruncido el entrecejo y un aire severo. Gerard prefirió soslayar una discusión filosófica y prosiguió con su relato.
—Caramon añadió, si no recuerdo maclass="underline" «Raistlin debería encontrarse aquí, como Tika. No lo entiendo. Algo no va bien. Tas... Todo lo que dijo Tas... Un futuro diferente...». Entonces me pidió que le hiciese una promesa por mi honor como caballero y, cuando le pregunté qué era, me contestó que Dalamar sabría qué pasaba y que llevase a Tasslehoff a ver al hechicero. Se encontraba muy alterado y me pareció que no moriría en paz a menos que se lo prometiera, de modo que lo hice.