—¡El hechicero Raistlin lleva muerto más de cincuenta años! —exclamó el comandante.
—Sí, señor. Y hace décadas que el supuesto héroe Burrfoot murió, de modo que es imposible que éste sea él. Además, el hechicero Dalamar ha desaparecido. Nadie lo ha visto ni se sabe nada de él desde que se destruyó la Torre de la Alta Hechicería. Corre el rumor de que ha sido declarado legalmente muerto por los miembros del Ultimo Cónclave.
—Esos rumores son ciertos. Me lo confirmó Palin Majere. Sin embargo no existen pruebas de que tal cosa sea cierta, y tenemos el último deseo de un moribundo que ha de tomarse en consideración. No estoy seguro de qué dictamen dar en este asunto.
Gerard guardó silencio. Tas habría intervenido de no ser por la mordaza y por la certeza de que dijese lo que dijese daría igual. En realidad, Tasslehoff no sabía qué hacer. Había recibido órdenes estrictas de Fizban de ir al funeral y regresar cuanto antes. «¡Y nada de zascandilear!», habían sido las palabras exactas del viejo mago, cuyo talante era muy grave cuando las pronunció. Tas mordisqueó la mordaza sin darse cuenta, absorto en cavilaciones sobre el significado exacto del término «zascandilear».
—He de enseñaros algo, milord —manifestó Gerard—. Con vuestro permiso...
Recogió el envoltorio, lo puso sobre el escritorio del comandante y empezó a desanudar la cuerda que lo ataba.
Entretanto, Tas se las había ingeniado para soltarse las manos de las ataduras. Ahora podría quitarse la mordaza y ponerse a explorar esa estancia realmente interesante, en la que había varias espadas excelentes colgadas en la pared, así como un escudo y una gran caja de mapas.
El kender contempló, anhelante, aquellos pergaminos y faltó poco para que sus pies lo llevaran en esa dirección, pero sentía una gran curiosidad por ver qué guardaba el caballero en el paquete.
A Gerard le estaba costando mucho desatarlo; al parecer tenía dificultades con los nudos.
Tas se habría ofrecido a ayudarlo, pero hasta el momento, cada vez que lo había hecho, Gerard no se había mostrado muy agradecido. Así pues, se dedicó a observar cómo caían los granos de arena desde la ampolleta superior del reloj a la inferior y a intentar contarlos mientras caían. No era tarea fácil, ya que los granos pasaban muy deprisa y justo cuando por fin conseguía distinguirlos y empezaba a contarlos uno a uno, entonces caían dos o tres a la vez y echaban a perder sus cálculos.
Tas se encontraba más o menos entre cinco mil setecientos treinta y seis y cinco mil setecientos treinta y ocho cuando la arena se acabó. Gerard seguía manoseando torpemente los nudos; lord Vivar alargó la mano y dio la vuelta al reloj, de modo que Tas empezó a contar otra vez para sus adentros: «uno, dos, trescuatrocinco...».
—¡Por fin! —rezongó Gerard y soltó la cuerda.
El kender interrumpió la cuenta de granos de arena y se sentó tan derecho como pudo para ver mejor.
El joven caballero tiró de los pliegues de la bolsa pasándolos alrededor del objeto con cuidado —advirtió Tas— de no tocarlo. Piedras preciosas centellearon bajo los rayos del sol poniente. El kender se sentía tan excitado que saltó de la silla y se arrancó la mordaza.
—¡Eh! —gritó al tiempo que alargaba la mano hacia el objeto—. ¡Es igual que el mío! ¿De dónde lo has sacado? ¡Oye! —exclamó al examinar con mayor detenimiento el objeto—. ¡Es el mío!
Gerard asió la mano del kender, que se encontraba ya a escasos centímetros del enjoyado objeto. Lord Vivar lo contemplaba boquiabierto.
—Encontré esto en un saquillo del kender, señor —informó Gerard—. Anoche, cuando lo registré antes de encerrarlo en prisión. Prisión que, he de añadir, no es a prueba de kenders, como creíamos. No estoy seguro, ya que no soy hechicero, señor, pero parece que es mágico. Muy mágico.
—Porque lo es —manifestó, enorgullecido, Tas—. Así es como vine aquí. Antes era propiedad de Caramon, pero siempre estaba preocupado porque tenía miedo de que alguien lo robara e hiciese mal uso de él. No entiendo que alguien hiciese algo así, de verdad. En fin, me ofrecí a guardarlo yo, pero Caramon dijo que no, que debería encontrarse en algún lugar completamente seguro, y Dalamar dijo que él se encargaría, así que Caramon se lo dio y él... —Tas se calló porque habían dejado de prestarle atención.
Lord Vivar había retirado las manos del escritorio. El objeto tenía el tamaño de un huevo, plagado de gemas incrustadas que centelleaban. Un examen más detenido revelaba que estaba formado por millares de pequeñas piezas, las cuales daban la impresión de que podían ser manipuladas, que se las podía mover. Lord Vivar lo contempló con desconfianza mientras Gerard seguía asiendo firmemente al kender.
El sol se aproximaba al horizonte y brillaba intensamente a través de la ventana. El despacho permanecía fresco y umbrío, con el objeto reluciendo cual un pequeño astro.
—Jamás había visto nada igual —manifestó lord Vivar, sobrecogido.
—Tampoco yo, señor —convino Gerard—. Pero Laura, sí.
El comandante alzó la vista, sobresaltado, y el joven caballero prosiguió:
—Dijo que su padre tenía un objeto así y que lo guardaba bajo llave en un lugar secreto, dentro de una habitación de la posada dedicada a la memoria de su hermano gemelo, Raistlin. Laura recordaba muy bien el día, unos meses antes de la Guerra de Caos, en que Caramon sacó el objeto de su escondrijo y se lo dio a...
—¿Dalamar? —inquirió lord Vivar, estupefacto. Volvió a mirar el objeto—. ¿Le explicó su padre lo que hacía? ¿El tipo de magia que poseía?
—Dijo que el objeto se lo había dado Par-Salian y que había viajado al pasado merced a su magia.
—Es verdad —intervino Tasslehoff—. Yo fui con él. Por eso sabía cómo funcionaba el ingenio. Veréis, se me ocurrió que quizá no sobreviviese a Caramon...
Entonces Lord Vivar pronunció una única palabra, y lo hizo con énfasis y sinceridad. Tas se quedó impresionado. Por lo general, los caballeros no utilizaban esa clase de lenguaje.
—¿Crees que es posible? —El comandante había desviado de nuevo la mirada y ahora observaba a Tas como si de pronto le hubiese crecido una segunda cabeza.
Obviamente él nunca había visto a un troll. En verdad los caballeros deberían viajar más, fue la conclusión del kender.
—¿Crees que éste es el verdadero Tasslehoff Burrfoot? —inquirió el comandante a su subordinado.
—Caramon Majere creía que lo era, milord.
Lord Vivar dirigió de nuevo la vista hacia el objeto.
—Evidentemente es antiguo. Ningún hechicero posee la destreza necesaria para crear objetos mágicos así en la actualidad. Incluso yo percibo su poder, y desde luego no soy un mago, por lo cual le doy las gracias a los hados. —De nuevo, miró a Tas—. No, no lo creo posible. Este kender lo robó y se ha inventado esa historia descabellada para ocultar su delito.
»Debemos devolvérselo a los hechiceros, por supuesto, aunque, en mi opinión, no a Dalamar. —Lord Vivar frunció el entrecejo—. Como mínimo habría que alejar el objeto de las manos del kender. ¿Dónde está Palin Majere? Creo que es la persona adecuada a quien consultar.
—No podréis impedir que el artilugio vuelva a mis manos —señaló Tas—. Siempre regresa a mí, y lo hará, tarde o temprano. Par-Salian, el gran maestro a quien conocí personalmente, ¿sabéis?, se mostraba muy respetuoso con los kenders. Mucho. —Tas dirigió una mirada severa a Gerard con la esperanza de que el caballero cogiera la indirecta—. En fin, como decía, Par-Salian le explicó a Caramon que el ingenio estaba diseñado mágicamente para que volviera siempre a la persona que lo utilizaba. Es una medida de precaución para que uno no se quede atrapado en otro tiempo sin medios para regresar a casa. Una medida muy útil, por cierto, ya que tengo tendencia a perder cosas. Una vez se me extravió un mamut lanudo. Ocurrió que...