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Los Caballeros de Neraka pusieron sitio a Sanction; esperaban que fuera un asedio largo. Tan pronto como los caballeros negros atacaron la ciudad, las disensiones internas terminaron en favor de presentar una defensa común. No obstante, los caballeros eran pacientes. No podían rendir a la ciudad por el hambre, ya que se conseguía burlar el bloqueo para introducir suministros, pero sí estaba en sus manos cerrar todas las rutas terrestres de comercio. De ese modo, los Caballeros de Neraka estrangularon la economía de la ciudad de manera muy eficaz.

Presionado por las demandas de los ciudadanos, Hogan Rada accedió durante el transcurso del último año a permitir que los Caballeros de Solamnia enviaran una fuerza con la que reforzar las debilitadas defensas de la ciudad. Al principio, los caballeros fueron recibidos como salvadores; los vecinos de Sanction esperaban que los solámnicos pusieran fin de inmediato al cerco, pero los caballeros respondieron que debían estudiar la situación. Tras meses de ver a los solámnicos dedicados a lo mismo, la gente volvió a urgidos a romper el asedio. Los caballeros contestaron que sus tropas eran escasas para eso y que necesitaban refuerzos.

Todas las noches el ejército sitiador castigaba la ciudad lanzando piedras y balas de heno prendidas con catapultas. Las balas de heno provocaban incendios y las piedras abrían agujeros en los edificios. Murió gente, se destruyeron propiedades. Nadie podía dormir bien. Como los altos mandos de los Caballeros de Neraka habían previsto, el fervor y el entusiasmo puestos inicialmente por los residentes de la ciudad en su defensa contra el enemigo se enfriaron a medida que el asedio se prolongaba mes tras mes. Culparon a los solámnicos, a quienes acusaron de cobardía. Los caballeros replicaron que los ciudadanos eran unos exaltados que querían que murieran en vano. Informados por sus espías de que la unidad de la ciudad empezaba a resquebrajarse, los Caballeros de Neraka comenzaron a aumentar el número de sus efectivos con vistas a lanzar un ataque general. Los mandos sólo aguardaban la señal de que las fisuras habían llegado al corazón del enemigo.

Al este de Sanction existía una gran cañada conocida como valle de Zhakar. Poco después de establecerse el asedio, los Caballeros de Neraka se había apoderado de ese valle y de todos los pasos que conducían hasta él desde la ciudad. Situado en las estribaciones de las montañas Zhakar, los caballeros lo habían utilizado como puesto de parada para sus ejércitos.

—El valle de Zhakar es nuestro punto de destino —comunicó Mina a sus caballeros, aunque cuando le preguntaron el motivo y qué harían allí, la única respuesta de la mujer fue que allí habían sido convocados.

Mina y sus tropas llegaron a mediodía; el sol, alto en el despejado cielo, parecía observar cuanto ocurría debajo de él con ávida expectación; una expectación tal que no se movía el menor soplo de aire y la atmósfera estaba cargada, bochornosa.

Mina hizo que su pequeño grupo se detuviera a la entrada del valle. Justo enfrente de ellos, al otro lado del valle, había un paso conocido como tajo de Beckard. A través de la quebrada el grupo podía divisar la ciudad asediada, un pequeño tramo de la muralla que rodeaba Sanction. Entre ellos y la urbe se encontraba su propio ejército. En la cañada había crecido otra ciudad de tiendas, con lumbres, carretas, animales de tiro, soldados y la gente variopinta que sigue a los ejércitos.

Mina y sus caballeros habían llegado en un momento propicio, al parecer. En el campamento retumbaban los vítores, sonaba el toque de trompetas, los oficiales bramaban órdenes y las compañías formaban en la calzada. De hecho, las tropas de cabeza marchaban ya a través de la quebrada, hacia Sanction, y otras unidades las siguieron sin demora.

—Bien, hemos llegado a tiempo —dijo Mina.

Hizo que su corcel descendiera a galope la empinada calzada, con sus tropas detrás. Los hombres oían en las trompetas la melodía del cántico que habían percibido en sus sueños; sus corazones latieron con fuerza y su pulso se aceleró sin que supiesen el motivo.

—Entérate de qué ocurre —instruyó Mina a Galdar.

El minotauro abordó al primer oficial que encontró y le preguntó. Después regresó donde aguardaba Mina, sonriente y frotándose las manos.

—¡Los malditos solámnicos han abandonado la ciudad! —informó—. El hechicero que dirige Sanction los ha echado de una patada. Han hecho el equipaje. Si miras hacia allí —Galdar se giró para señalar hacia el tajo de Beckard—, verás sus barcos, aquellos puntitos blancos en el horizonte.

Los caballeros que estaban a las órdenes de Mina comenzaron a vitorear. La mujer observó los lejanos navios, pero no sonrió. Fuego Fatuo rebulló intranquilo, sacudió la crin y pateó el suelo.

—Nos has traído aquí en un buen momento, Mina —prosiguió Galdar, entusiasmado—. Se preparan para lanzar el ataque final. Hoy beberemos la sangre de Sanction. ¡Y esta noche beberemos su cerveza!

Los hombres rieron. Mina no dijo nada, pero su expresión no indicaba exaltación ni júbilo. Sus iris ambarinos recorrieron el campamento buscando algo sin, al parecer, encontrar lo que fuera, ya que una fina arruga se marcó entre sus cejas y sus labios se fruncieron en un gesto de desagrado. Finalmente su expresión cambió; la mujer asintió y dio unas palmadas en el cuello de Fuego Fatuo para calmar al animal.

—Galdar, ¿ves aquella compañía de arqueros? —preguntó. El minotauro miró hacia donde señalaba y respondió afirmativamente—. No visten el uniforme de los Caballeros de Neraka —comentó Mina.

—Son mercenarios —explicó Galdar—. Les pagamos nosotros, pero luchan al mando de sus propios oficiales.

—Excelente. Tráeme a su superior.

—Pero, Mina ¿por qué...?

—Haz lo que te he ordenado, Galdar.

Sus caballeros, agrupados detrás de ella, intercambiaron miradas sorprendidas y se encogieron de hombros, desconcertados. El minotauro iba a discutir, a pedirle que lo dejara unirse al ataque final y a la victoria, en lugar de enviarlo con un absurdo recado, pero una sensación dolorosa, una especie de hormigueo, le dejó insensible el brazo derecho, como si se hubiese dado un golpe en el hueso del codo. Durante un instante terrible fue incapaz de mover los dedos; los nervios se le agarrotaron. La sensación desapareció al momento y lo dejó tembloroso. Seguramente sólo había sido un pellizco en algún nervio, pero bastó para recordarle su deuda con la mujer. Galdar se tragó sus argumentos y partió a cumplir la orden.

Regresó con el oficial superior de la compañía de arqueros, un humano que rondaba los cuarenta, con los brazos extraordinariamente fuertes de los que manejan el arco. La expresión del hombre era hosca, hostil. No habría ido, pero resultaba muy difícil decirle que no a un minotauro que le sacaba dos palmos de altura, sin contar los cuernos, y que insistía en que lo acompañara.

Mina llevaba el yelmo con la visera echada; un gesto inteligente, pensó Galdar, ya que ocultaba su rostro de muchachita.

—¿Cuáles son tus órdenes, jefe de garra? —inquirió la mujer. Su voz resonaba dentro del yelmo, fría y dura como el metal.

El hombre le dirigió una mirada en la que se advertía un atisbo de desdén, y sin asomo alguno de sentirse intimidado.

—No soy ningún maldito «jefe de garra», señor caballero —replicó con un énfasis sarcástico en el término «señor»—. Mi rango es el de capitán y no sigo órdenes de los de vuestra clase. Sólo cojo el dinero. Hacemos lo que nos parece bien.

—Habla con respeto al jefe de garra —gruñó Galdar, asestando un empellón al hombre que lo hizo tambalearse.