El tipo giró sobre sus talones, furioso, y llevó la mano a la espada corta. Galdar asió la empuñadura de la suya, y sus compañeros lo imitaron en medio de un sonido metálico. Mina no movió un músculo.
—¿Cuáles son tus órdenes, capitán? —volvió a preguntar.
Viéndose superado con creces, el oficial deslizó de nuevo la espada en la vaina; sus movimientos fueron deliberadamente lentos para demostrar que no se había achicado, sólo que no era estúpido.
—Esperar hasta que se lance el asalto y entonces disparar a los guardias de la muralla, señor —añadió hosco, en tono sombrío—. Seremos los últimos en entrar a la ciudad, lo que significa que sólo nos quedarán los despojos del saqueo.
—Sientes poco respeto por los Caballeros de Neraka o por nuestra causa —comentó Mina, dirigiéndole una mirada calculadora.
—¿Qué causa? —El oficial soltó una corta y seca carcajada—. ¿Llenar vuestros propios cofres? Es lo único que os importa. Vosotros y vuestras estúpidas visiones. —Escupió en el suelo.
—Sin embargo, antaño eras uno de los nuestros, capitán Samuval. Fuiste un Caballero de Takhisis —dijo Mina—. Renunciaste porque la causa por la que te uniste a nuestras filas había desaparecido. Renunciaste porque habías perdido la fe.
Los ojos del capitán se abrieron como platos.
—¿Cómo...? —Cerró la boca de golpe—. ¿Y qué, si así fuera? —gruñó—. No deserté, si es eso lo que piensas. Pagué para ser licenciado. Tengo papeles que...
—Si no crees en nuestra causa, ¿por qué sigues luchando para nosotros, capitán? —lo interrumpió Mina.
—Oh, pues claro que creo en vuestra causa —repuso el hombre con sorna—. Creo en el dinero, como todos vosotros.
Mina permanecía inmóvil sobre su montura, que estaba tranquila bajo la caricia de su mano, y escudriñó a través del tajo de Beckard la ciudad de Sanction. Galdar tuvo la repentina sensación de que la mujer podía ver a través de las murallas, de la armadura de sus defensores, de su carne y de sus huesos hasta llegar a sus corazones y a sus mentes, igual que lo había visto a él mismo y al capitán.
—Nadie entrará hoy en Sanction, capitán Samuval —anunció en voz queda Mina—. Serán las aves carroñeras las que tendrán despojos de sobra. Los barcos que ves navegando mar adentro no llevan Caballeros de Solamnia. Las tropas alineadas en sus cubiertas son simples muñecos de paja vestidos con las armaduras solámnicas. Todo es una trampa.
Galdar se quedó estupefacto. La creía; la creía como si hubiese mirado en los barcos, como si hubiese visto al enemigo oculto detrás de las murallas, listo para contraatacar.
—¿Cómo lo sabes? —demandó el capitán.
—¿Y si te diera algo en lo que creer, capitán Samuval? —preguntó ella a su vez, en lugar de contestar—. ¿Y si te convirtiera en el héroe de esta batalla? ¿Me jurarías lealtad? —Esbozó una sonrisa—. No tengo dinero que ofrecerte. Sólo tengo este conocimiento irrefutable que comparto libremente contigo: combate para mí y a partir de hoy conocerás al único y verdadero dios.
El capitán la contempló mudo de asombro. Parecía aturdido, como si lo hubiese alcanzado un rayo. Mina extendió las manos con las palmas desolladas hacia arriba.
—Se te ofrece una elección, capitán Samuval. En una mano está la muerte. En la otra, la gloria. ¿Cuál escogerás?
—Eres muy peculiar, jefe de garra. —Samuval se rascó la barba—. No te pareces a ninguno de los de tu clase. —Dirigió de nuevo la vista hacia el tajo de Beckard.
—Se ha corrido el rumor entre los hombres de que la ciudad ha sido abandonada —dijo Mina—. Han oído que abrirá sus puertas para rendirse. Se han convertido en una turba. Corren hacia su propia destrucción.
Decía la verdad. Haciendo caso omiso de los gritos de los oficiales, que se esforzaban en vano para mantener cierta apariencia de orden, los soldados de infantería habían roto filas. Galdar observó cómo se desintegraba el ejército y en un instante pasaba a ser una horda indisciplinada que corría enloquecida a lo largo de la quebrada, ansiosa por matar, por saquear. El capitán Samuval escupió de nuevo, asqueado. Volvió el rostro, sombrío, hacia Mina.
—¿Qué quieres que haga, jefe de garra?
—Conduce a tu compañía de arqueros hacia aquel risco y os apostáis allí. ¿Ves dónde te digo? —Mina señaló una estribación que se asomaba sobre el tajo de Beckard.
—Lo veo —contestó el hombre—. ¿Y qué hacemos cuando lleguemos allí?
—Mis caballeros y yo tomaremos posiciones en ese lugar. Cuando lleguéis, esperarás mis órdenes —explicó Mina—. Y cuando dé esas órdenes, las obedecerás sin discusión.
Mina tendió su mano manchada de sangre. Galdar se preguntó si era la de la muerte o la que asía la vida. Tal vez el capitán se hizo la misma pregunta, pues vaciló un instante antes de estrecharla con la suya. La del hombre era grande, encallecida por la cuerda del arco, curtida y sucia. La de ella era pequeña, su tacto leve, y tenía la palma llena de ampollas y bordeada de sangre reseca. Empero, fue el capitán el que se encogió un poco cuando se estrecharon.
Se miró la mano cuando la mujer la soltó y se la frotó en el coselete de cuero como para aliviarla de una punzada dolorosa o una quemadura.
—Date prisa, capitán. No disponemos de mucho tiempo —ordenó Mina.
—¿Y quién eres tú, jefe de garra? —inquinó el capitán Samuval, que seguía frotándose la mano.
—Soy Mina —respondió la mujer.
Asió las riendas y tiró bruscamente de ellas. Fuego Fatuo volvió grupas. Mina clavó espuelas y galopó directamente hacia el risco que se asomaba sobre el tajo de Beckard, seguida de sus caballeros. Galdar corría junto a su estribo, apretando el ritmo para mantener el paso.
—¿Cómo sabes que el capitán Samuval te obedecerá, Mina? —inquirió en voz alta el minotauro para hacerse oír sobre el estruendo de los cascos.
La mujer bajó la vista hacia él y sonrió. Sus iris ambarinos relucían bajo la visera del casco.
—Obedecerá —afirmó—, aunque sólo sea para demostrar su desdén hacia sus superiores y sus absurdas órdenes. Pero el capitán es un hombre hambriento, Galdar. Ansia alimento, y ellos le han dado barro para llenarle la tripa, mientras que yo le daré carne. Carne para nutrir su alma.
Mina se inclinó sobre el cuello del caballo y lo urgió a galopar más deprisa.
La compañía de arqueros del capitán Samuval tomó posiciones al borde del risco desde el que se dominaba el tajo de Beckard. Estaba compuesta por un centenar de arqueros fuertes y bien entrenados que habían luchado en muchas otras guerras de Neraka anteriores. Utilizaban arcos largos elfos, tan preciados por quienes combatían con ese tipo de arma. Ocuparon sus puestos, alineados muy juntos, sin apenas espacio para maniobrar ya que el borde del risco no era muy largo. Estaban de pésimo humor; contemplaban el ejército de los Caballeros de Neraka lanzándose sobre Sanction y rezongaban que los dejarían sin nada, que se apoderarían de las mejores mujeres y saquearían las casas más ricas, así que tanto daría si se volvían a casa.
Por encima de sus cabezas las nubes se espesaron, un banco de nubes grises y amenazadoras que descendieron por las laderas de las montañas Zhakar.
El campamento del ejército se había quedado vacío, excepto por las tiendas, las carretas de suministro y unos pocos heridos que no habían podido ir con sus compañeros y maldecían su mala fortuna. El clamor de la batalla se iba alejando de ellos. Las montañas y las nubes bajas apagaban los sonidos del ejército atacante y en el valle reinó un silencio espeluznante.
Los arqueros miraron hoscos a su capitán, que a su vez observaba a Mina con impaciencia.
—¿Cuáles son tus órdenes, jefe de garra? —preguntó.
—Hemos de esperar.
Así lo hicieron. El ejército llegó a las murallas de Sanction y aporreó las puertas. El ruido y la conmoción sonaban lejanos, un retumbo distante. Mina se quitó el yelmo y se pasó los dedos por la rapada cabeza, cubierta por la leve sombra rojiza del pelo. Permaneció sentada en su caballo con la espalda muy recta y la barbilla bien levantada. No tenía puesta la mirada en Sanction, sino en el cielo azul que se oscurecía con rapidez.