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Los arqueros la contemplaron de hito en hito, pasmados por su juventud, estupefactos ante su extraña belleza. Ella no advirtió sus miradas, no oyó sus comentarios toscos, que el silencio procedente del valle engulló. Los hombres percibían algo ominoso en aquella quietud. Los que continuaron mascullando comentarios lo hicieron por bravuconear y sus inquietos compañeros los instaron a callar casi de inmediato.

El silencio saltó hecho añicos por una explosión que sacudió el suelo alrededor de Sanction. La nubes bulleron en agitados remolinos y el sol desapareció tras ellas. Los gritos triunfantes del ejército de Neraka se cortaron de golpe y fueron sustituidos por otros de pánico.

—¿Qué ocurre? —demandaron los arqueros, a quienes se les desató la lengua, y hablaron todos a la vez—. ¿Veis algo?

—¡Silencio en las filas! —bramó el capitán Samuval.

Uno de los caballeros, que se encontraba apostado como observador al borde del risco, regresó galopando.

—¡Era una trampa! —empezó a gritar cuando todavía se hallaba a cierta distancia—. ¡Las puertas de Sanction se abrieron ante nuestro ejército, pero sólo para que salieran solámnicos en tropel! ¡Debe de haber miles, y a la cabeza cabalgan hechiceros que dan muerte con sus malditos conjuros! —El caballero sofrenó al excitado caballo—. ¡Tenías razón, Mina! —Su tono era sobrecogido, reverencial—. Una gran explosión mágica acabó con centenares de los nuestros en el primer momento. Sus cuerpos yacen carbonizados en el campo. ¡Nuestras tropas se baten en retirada! ¡Vienen hacia aquí, huyendo en desbandada por la quebrada! ¡Es una derrota aplastante!

—Entonces, todo está perdido —dijo el capitán Samuval, aunque miró a Mina de manera extraña—. Las fuerzas solámnicas empujarán al ejército hasta el valle. Nos encontraremos atrapados entre el yunque de las montañas y el martillo de los solámnicos.

Su pronóstico se cumplió. Los primeros soldados rasos entraban ya en tropel por el tajo de Beckard. Muchos no sabían hacia dónde iban, y su única idea era alejarse lo más posible de la sangre y la muerte. Unos pocos, los que conservaban la mente lo bastante despejada para pensar con claridad, se dirigían hacia la estrecha calzada que atravesaba las montañas de Khur.

—¡Un estandarte! —pidió Mina con urgencia—. ¡Encontrad un estandarte!

El capitán Samuval se quitó el sucio pañuelo blanco que llevaba alrededor del cuello y se lo tendió.

—Toma esto Mina, que te entrego con gusto.

La mujer cogió el pañuelo e inclinó la cabeza. Musitó unas palabras que nadie alcanzó a oír, besó el trozo de tela y se lo tendió a Galdar. El blanco estaba manchado ahora con la sangre de su palma en carne viva. Uno de los caballeros inclinó su lanza y Galdar ató el pañuelo en la punta, tras lo cual le entregó el arma a Mina.

Ésta hizo volver grupas a Fuego Fatuo y cabalgó risco arriba hasta un alto promontorio; una vez allí, enarboló bien alto el estandarte.

—¡A mí, soldados! ¡Aquí, con Mina!

Las nubes se abrieron y un rayo de sol se proyectó desde el cielo para caer sólo sobre la mujer montada en su corcel en lo alto del risco. La negra armadura resplandecía como si la envolviera el fuego, sus iris ambarinos centelleaban, iluminados por el ardor de la batalla. Su llamada, penetrante como la voz de la trompeta, consiguió que los soldados que huían se detuviesen. Alzaron la vista para ver de dónde provenía la llamada y divisaron a Mina, perfilada por el fuego, llameando como la hoguera de un faro en lo alto del promontorio. La contemplaron aturdidos, olvidada ya la huida en desbandada.

—¡A mí! —gritó de nuevo la mujer—. ¡Hoy la gloria es nuestra!

Los soldados vacilaron y luego uno corrió hacia ella y trepó a trompicones y resbalando por la cuesta. Otro lo siguió, y otro más, contentos de tener de nuevo un propósito y un rumbo marcado.

—Traed a esos hombres ante mí —ordenó Mina a Galdar, mientras señalaba a otro grupo de soldados en plena huida—. A todos los que podáis. Y aseguraos de que están armados. Situadlos en formación de combate allí, en las rocas de abajo.

Galdar hizo lo que le mandaba. Él y los otros caballeros cerraron el paso a los soldados que huían y les ordenaron reunirse con sus compañeros, quienes empezaban a agruparse cual un estanque oscuro a los pies de Mina. Más y más soldados entraban en tropel por la quebrada, entre ellos Caballeros de Neraka a caballo; algunos de los oficiales hacían un valeroso esfuerzo por frenar la desbandada, en tanto que otros se unían a los soldados de a pie en su huida para salvar la vida. Tras ellos venían los Caballeros de Solamnia con sus relucientes armaduras plateadas y los yelmos adornados con blancos penachos. Se descargaron rayos mortíferos y allí donde el fogonazo surgía, los hombres se retorcían hasta morir consumidos por el calor mágico. Los solámnicos entraron en la quebrada, azuzando a las fuerzas de los Caballeros de Neraka como si fuesen cabezas de ganado, conduciéndolos al matadero.

—¡Capitán Samuval! —gritó Mina al tiempo que descendía por la ladera, con el estandarte ondeando tras de sí—. Ordena a tus hombres que disparen.

—Los solámnicos no están aún a tiro —respondió el hombre, que sacudió la cabeza por la necedad de la mujer—. Cualquier estúpido se daría cuenta de eso.

—Los solámnicos no son nuestros blancos, capitán —replicó fríamente Mina. Señaló a las fuerzas de los Caballeros de Neraka y añadió—: Ellos lo son.

—¿Nuestros hombres? —Samuval la miró de hito en hito—. ¡Estás loca!

—Observa el campo de batalla, capitán —adujo Mina—. Es la única solución.

El capitán miró hacia allí. Se pasó la mano por la cara para limpiarse el sudor y luego dio la orden.

—Arqueros, disparad.

—¿A quiénes?

—¡Ya habéis oído a Mina! —espetó bruscamente el capitán. Tomó el arco de uno de sus hombres, encajó una flecha y disparó.

El proyectil atravesó la garganta de uno de los Caballeros de Neraka que huía. El hombre cayó del caballo hacia atrás y fue pisoteado por sus compañeros.

La compañía de arqueros disparó. Cientos de flechas —cada proyectil apuntado cuidadosamente a tiro directo— surcaron el aire con un mortífero zumbido. La mayoría dio en el blanco. Soldados de a pie se llevaron las manos al pecho y se desplomaron. Los astiles emplumados penetraron a través de las viseras echadas de los yelmos de los caballeros o se hincaron en sus cuellos.

—Seguid disparando, capitán —ordenó Mina.

Volaron más flechas y cayeron más cuerpos. Los aterrados soldados se dieron cuenta de que los proyectiles venían del frente. Vacilaron, se detuvieron e intentaron descubrir la posición de su nuevo enemigo. Sus compañeros chocaron contra ellos por detrás, enloquecidos por la proximidad de los solámnicos. Las escarpadas paredes del tajo de Beckard no ofrecían vía de escape alguna.

—¡Disparad! —gritó el capitán Samuval, atrapado en el ardor de la matanza—. ¡Por Mina!

—¡Por Mina! —respondieron los arqueros, y dispararon.

Las flechas zumbaron hacia sus blancos con mortífera precisión. Los hombres gritaron y se desplomaron. Los moribundos empezaban a apilarse como un espantoso montón de leña cortada que formaba una barricada sangrienta.

Un oficial se aproximó al grupo de Mina, fuera de sí por la ira, espada en mano.

—¡Necio! —le gritó a Samuval—. ¿Quién te da órdenes? ¡Estáis disparando contra nuestros propios hombres!

—Yo le di la orden —dijo Mina, sosegada.

—¡Traidora! —la abordó, iracundo, el caballero, que enarboló su espada.