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Mina permaneció inmóvil sobre su caballo; no hizo caso alguno al caballero, ya que toda su atención estaba puesta en la matanza que se producía abajo. Galdar descargó su enorme puño en el yelmo del caballero. El hombre, con el cuello roto, cayó rodando y dando tumbos ladera abajo. Galdar se chupó los nudillos magullados y alzó la vista hacia Mina.

Se quedó estupefacto al ver que las lágrimas corrían por sus mejillas sin rebozo; sus manos se cerraban, crispadas, sobre el medallón y sus labios se movían, como si estuviese rezando.

Atacados por el frente y por la retaguardia, los soldados atrapados en el tajo de Beckard empezaron a arremolinarse sin saber qué hacer. Detrás de ellos, sus compañeros afrontaban una terrible elección: podían acabar ensartados por la espalda por las lanzas solámnicas o podían dar media vuelta y luchar. Giraron para hacer frente al enemigo y batallaron con la ferocidad de los desesperados, de los acorralados.

Los solámnicos continuaron luchando, pero el ímpetu de su carga aminoró y, al cabo de un rato, se frenó por completo.

—¡Dejad de disparar! —ordenó Mina. Tendió el estandarte a Galdar, asió su maza y la alzó bien alto—. ¡Caballeros de Neraka! ¡Ha llegado nuestra hora! ¡Hoy cabalgamos hacia la gloria!

Fuego Fatuo dio un gran salto y partió a galope tendido ladera abajo, llevando a Mina directamente hacia la vanguardia de los Caballeros de Solamnia. Tan veloz galopaba el corcel, tan repentina fue la maniobra de Mina, que la mujer dejó atrás a sus hombres.

—¡La muerte es segura! —bramó el minotauro—. ¡Pero también lo es la gloria! ¡Por Mina!

—¡Por Mina! —corearon los caballeros con voces profundas y severas, tras lo cual espolearon a sus caballos ladera abajo.

—¡Por Mina! —gritó el capitán Samuval, que tiró su arco y desenvainó la espada corta. Él y toda la compañía de arqueros se lanzaron a la refriega.

—¡Por Mina! —bramaron los soldados que se habían agrupado alrededor de su estandarte. Unidos a su causa, corrieron tras ella cual una oscura cascada de muerte que descendía, retumbante, por la cara del cerro.

Galdar apretó el paso, desesperado, para alcanzar a la mujer, para protegerla y defenderla. Nunca había tomado parte en una batalla, no se había entrenado para combatir. La matarían. Rostros enemigos surgieron ante el minotauro; las espadas se descargaban sobre él, las lanzas arremetían contra su cuerpo, las flechas silbaban en sus oídos. Galdar desvió las espadas a golpes, rompió las lanzas, no hizo caso de los aguijonazos de las flechas. El enemigo era una molestia que le impedía llegar a su meta. Perdió de vista a Mina y luego volvió a localizarla, rodeada por el enemigo.

Galdar vio a un caballero intentar atravesar a la mujer con su espada. Ella desvió la arremetida y descargó la maza sobre él. El primer golpe partió el yelmo; el segundo, machacó la cabeza. Pero mientras luchaba contra ese caballero, otro se acercaba para atacarla por detrás. Galdar gritó para advertirle, aunque sabía que no lo oiría. Batalló ferozmente para llegar junto a ella, sin reparar ya en los rostros, sólo las sangrientas cuchilladas propinadas por su espada.

Mantuvo la vista fija en la mujer; una rabia abrasadora se apoderó de él, y su corazón cesó de latir cuando vio que la desmontaban del caballo. Luchó con redoblada ferocidad, frenético para acudir en su auxilio. Un golpe por detrás lo aturdió y cayó de rodillas. Intentó incorporarse, pero los salvajes golpes consecutivos cayeron sin piedad sobre él y el minotauro perdió la conciencia.

La batalla acabó cerca del ocaso. Los Caballeros de Neraka resistieron y conservaron el dominio del valle. Los solámnicos y los soldados de Sanction se vieron obligados a retirarse hacia la ciudad amurallada, una ciudad conmocionada y asolada por la aplastante derrota. Habían sentido los laureles de la victoria sobre sus cabezas, y entonces se los habían quitado bruscamente para pisotearlos en el barro. Descorazonados, anonadados, los caballeros solámnicos atendieron sus heridas y quemaron en piras los cadáveres de sus compañeros muertos. Habían pasado meses proyectando el plan, considerándolo la única oportunidad que tenían de romper el asedio de Sanction. Se preguntaban una y otra vez cómo habían podido fracasar.

Un solámnico habló de un guerrero que había caído sobre él como la ira de los dioses ausentes. Otro también había visto a ese guerrero; y varios más lo confirmaron. Algunos aseguraban que era un joven, pero otros decían que no, que era una muchacha, una chica con un rostro por el que un hombre moriría. Había cabalgado al frente de la carga, cayendo como un rayo sobre sus filas, combatiendo sin yelmo ni escudo, con una maza como única arma, un lucero del alba que goteaba sangre. Desmontada de su caballo, luchó sola y a pie.

—Debe de haber muerto —manifestó uno de ellos, iracundo—. La vi caer.

—Cierto, cayó, pero su caballo la protegió —informó otro—, y descargaba coces a cualquiera que osara acercarse.

Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta si aquella hermosa destructora había perecido o había sobrevivido. Las tornas cambiaron en la batalla, el combate llegó hasta ella, la rodeó y se abalanzó sobre los solámnicos, quienes se vieron forzados a retirarse hacia la ciudad combatiendo por sus vidas.

—¡Mina! —llamó con voz ronca Galdar—. ¡Mina!

No hubo respuesta.

Desesperado, consternado, el minotauro siguió buscando.

El humo de las piras funerarias flotaba sobre el valle. Aún no había caído la noche, y el aire, cargado de humo y pavesas anaranjadas, pintaba de gris el ocaso. El minotauro se dirigió a las tiendas de los místicos oscuros, que se ocupaban de los heridos, y tampoco la encontró allí. Buscó entre los cadáveres alineados para ser incinerados en las piras; era una ardua tarea. Levantó un cuerpo y le dio la vuelta, miró el rostro, sacudió la cabeza y pasó al siguiente.

No se encontraba entre los muertos; al menos, entre los que habían llevado al campamento hasta ese momento. El trabajo de trasladar los cadáveres desde la quebrada empapada de sangre duraría toda la noche y parte del día siguiente. Los hombros del minotauro se hundieron. Estaba herido, exhausto, pero también decidido a seguir buscándola. Llevaba consigo, en la mano derecha, el estandarte de Mina, que había dejado de ser blanco; ahora tenía un color marrón rojizo y se había quedado tieso por la sangre reseca.

Galdar se culpaba de lo ocurrido. Debería haber estado a su lado. Entonces, aunque no hubiese podido protegerla, al menos habría muerto con ella. Había fracasado; lo golpearon por la espalda y cuando recobró la conciencia se encontró con que la batalla había terminado. Le dijeron que habían vencido.

Herido y mareado, Galdar se encaminó, tambaleándose, hacia donde la había visto por última vez. Los cuerpos de sus enemigos yacían amontonados en el suelo, pero ella no apareció.

No se encontraba entre los vivos; tampoco entre los muertos. Galdar empezaba a pensar que la había imaginado, que era producto de su propia ansia de creer en alguien o en algo, cuando sintió un leve roce en su brazo.

—Minotauro —dijo el hombre—. Lo siento, no recuerdo tu nombre.

Galdar no identificó de momento al soldado, que tenía el rostro casi tapado por un vendaje ensangrentado. Entonces reconoció al capitán de la compañía de arqueros.

—La estás buscando, ¿verdad? —preguntó Samuval—. A Mina.

¡Por Mina! El eco del grito resonó en su corazón. Asintió en silencio. Se sentía demasiado cansado, demasiado abatido para hablar.

—Ven conmigo —le dijo Samuval—. Tengo que enseñarte algo.

Los dos cruzaron el valle hacia el campo de batalla. Los soldados que habían salido ilesos del combate se afanaban en reconstruir el campamento, que había quedado destrozado a causa de la caótica retirada. Los hombres trabajaban con un fervor insólito, sin el incentivo del látigo o de las amenazas de sus superiores. Galdar había visto a esos mismos hombres en anteriores batallas, acurrucados junto a las lumbres, con talante hosco, lamiéndose las heridas, consumiendo aguardiente enano, bravuconeando y alardeando de pasar por las armas a los heridos del enemigo.