Galdar yacía tendido boca abajo, luchando contra el impulso de arañar el suelo con su única mano para esconderse en las entrañas de la tierra. Con la luz del siguiente rayo se quedó estupefacto al ver que su oficial intentaba incorporarse.
—¡Señor, quedaos tumbado! —bramó Galdar, haciendo un intento de agarrarlo.
Magit barbotó una maldición y lanzó una patada a la mano del minotauro. Gacha la cabeza contra la fuerza del viento, el jefe de garra se dirigió, dando bandazos y tambaleándose, hacia uno de los monolitos. Se agazapó detrás de la roca para escudarse con su enorme mole de la lluvia lacerante y del martilleo del granizo. Riéndose de los demás, se sentó con la espalda apoyada en la piedra y estiró las piernas.
El destello del rayo cegó a Galdar, y el estampido lo ensordeció. La fuerza del impacto lo levantó del suelo, al volver a caer se golpeó fuertemente. El rayo había descargado tan cerca que incluso lo oyó sisear en el aire y percibió el olor a fósforo y azufre, y a algo más: a carne quemada. Se frotó los ojos para intentar ver a través del relumbrón, y cuando se borró la brillante línea irregular grabada en sus retinas, enfocó los ojos hacia donde se hallaba el oficial. Con la luz del siguiente relámpago distinguió un bulto informe acurrucado al pie del monolito.
El cuerpo de Magit emitía un fulgor rojizo bajo una oscura costra, semejando un trozo de carne demasiado hecho. Salía humo del oficial; el viento lo arrastró, junto con fragmentos de piel y carne calcinadas. El rostro del hombre estaba completamente achicharrado, en una espantosa mueca que mostraba todos los dientes.
—Me complace ver que todavía tenéis ganas de reír, jefe de garra —masculló Galdar—. Os lo advertí.
El minotauro se pegó aún más contra el suelo mientras maldecía a sus costillas por estorbarle.
La lluvia arreció, si es que tal cosa era posible. Galdar se preguntó cuánto podría durar la rugiente tormenta. Tenía la extraña sensación de que llevaba así toda la vida, que él había nacido con esa tormenta y que se haría viejo y moriría con ella. Una mano le agarró el brazo y lo sacudió.
—¡Señor, mirad allí! —Uno de los caballeros se había arrastrado sobre el suelo y se encontraba a su lado—. ¡Señor! —El hombre acercó la boca a su oreja y gritó a pleno pulmón para hacerse oír por encima del estruendo de la lluvia, del granizo, del trueno, de la salmodia de los muertos—. ¡He visto moverse algo en esa dirección!
Galdar alzó la cabeza y escudriñó hacia donde señalaba el caballero, al mismísimo corazón de Neraka.
—¡Esperad al siguiente relámpago! —gritó el hombre—. ¡Allí! ¡Allí está!
La siguiente descarga no fue un simple rayo sino un colosal desgarrón llameante que alumbró el cielo, el suelo y las montañas con un intenso resplandor purpúreo. Perfilada contra el horrendo fulgor, una figura avanzaba hacia ellos caminando tranquilamente a través de la rugiente tormenta, aparentemente inmune al temporal, indiferente a los rayos, sin miedo a los truenos.
—¿Es uno de los nuestros? —preguntó Galdar, pensando en un primer momento que uno de los hombres podría haberse vuelto loco y haber echado a correr como los caballos.
Pero en el instante que hizo la pregunta supo que no era ése el caso. La figura caminaba, no corría. Y no huía, sino que se aproximaba.
La luz de la descarga se extinguió; cayó la oscuridad y perdieron de vista a la figura. Galdar aguardó con impaciencia a que el siguiente relámpago le mostrase aquel ser demente que desafiaba la furia de la tormenta. El siguiente rayo alumbró el suelo, las montañas, el cielo; la persona seguía allí, moviéndose hacia el grupo, y Galdar tuvo la sensación de que la canción de los muertos se había transformado en un himno de celebración.
De nuevo la oscuridad. El viento encalmó. El aguacero perdió intensidad hasta reducirse a una lluvia constante que parecía llevar el ritmo del paso de la extraña figura que se encontraba más próxima con cada nuevo resplandor. La tormenta llevó la batalla al otro lado de las montañas, a otras partes del mundo. Galdar se puso de pie.
Calados hasta los huesos, los caballeros se limpiaron el agua y el barro de los ojos y miraron compungidos las mantas empapadas. El viento era frío y cortante, y todos tiritaban, excepto Galdar, cuya gruesa piel, cubierta por una espesa capa de pelo, lo protegía de todo salvo de una temperatura extrema. Se sacudió el agua de los cuernos y aguardó a que la figura llegase a una distancia prudencial para darle el alto.
Las estrellas, que brillaban frías y mortíferas como puntas de lanza, aparecieron por el oeste. Los irregulares bordes postreros del frente tormentoso parecían destaparlas a su paso. La única luna había salido como desafiando a la tronada. Ahora la figura se encontraba a menos de diez metros de distancia y Galdar pudo verla claramente a la plateada luz del satélite.
Era un humano, un joven a juzgar por el cuerpo esbelto y bien proporcionado y la tez lisa del rostro. Llevaba el cabello casi al rape, de manera que sólo una capa rojiza, casi una sombra, cubría su cráneo. La ausencia de cabello acentuaba los rasgos de la cara y marcaba los altos pómulos, la afilada barbilla, la boca perfilada como la curva de un arco. El joven vestía la camisa y la túnica de un soldado de a pie de los caballeros, calzaba botas de cuero y, por lo que Galdar veía, no portaba espada a la cadera ni ninguna otra clase de arma.
—¡Alto, identifícate! —gritó—. Párate ahí, al borde del campamento.
El joven se detuvo con las manos en alto, las palmas hacia adelante para mostrar que las tenía vacías.
Galdar desenvainó su espada. En aquella extraña noche no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Sostuvo el arma torpemente con la mano izquierda; en realidad apenas le era de utilidad. A diferencia de otros guerreros a los que les habían amputado un brazo, él nunca había aprendido a manejar la espada con la otra mano. Antes de sufrir el grave percance había sido un buen espadachín, pero ahora, con su torpeza e ineptitud, tenía tantas posibilidades de herirse a sí mismo como a un adversario. En no pocas ocasiones Ernst Magit había sido espectador de las prácticas del minotauro y había estallado en carcajadas al ver sus desmañados movimientos.
El oficial ya no se reiría más de él.
Galdar avanzó, espada en mano; sentía la empuñadura húmeda y resbaladiza, y rezó para no dejarla caer. El joven no podía saber que era un guerrero acabado, un venido a menos. Sabía que su aspecto imponía y, por consiguiente, al minotauro le sorprendió que el joven no se mostrara aterrado ante él, que ni siquiera pareciera impresionado en absoluto.
—No llevo armas —dijo el recién llegado con una voz profunda que no encajaba con su apariencia juvenil. Tenía un timbre dulce, musical, que le recordó a Galdar las voces que había oído en el canto, que ahora sonaba quedo, como un murmullo reverente. No era exactamente la voz de un varón.
Galdar observó con mayor detenimiento al joven; su cuello, grácil como el largo tallo de un lirio, sostenía un cráneo perfectamente formado, liso, bajo la rojiza sombra de pelo. Examinó atentamente el cuerpo esbelto; los brazos eran musculosos, igual que las piernas, enfundadas en calzas de lana. La camisa, mojada, demasiado grande, colgaba suelta, y bajo los húmedos pliegues Galdar no podía ver nada, no sabía con seguridad si el humano que tenía delante era varón o hembra.
Los otros caballeros se reunieron alrededor, mirando de hito en hito a aquella persona joven, húmeda y brillante como un recién nacido. Los hombres tenían fruncido el entrecejo en un gesto inquieto, desconfiado. No se los podía culpar por ello. Todos se hacían la misma pregunta que Galdar: en nombre del gran dios astado que había desaparecido, abandonando desprotegido a su pueblo, ¿qué hacía ese humano en aquel valle maldito en una noche tan atroz?