Ahora, pasaba ante grupos de hombres que clavaban las estacas de las tiendas, o arreglaban a martillazos las abolladuras de petos y escudos, o recogían flechas tiradas en el suelo o se ocupaban de muchos otros quehaceres. Galdar escuchaba sus conversaciones. No hablaban sobre sí mismos, sino de ella, la bendecida, la elegida: Mina.
Su nombre estaba en boca de los soldados; sus hazañas se contaban una y otra vez. Un nuevo espíritu reinaba en el campamento, como si la tormenta de la que había salido Mina hubiese soltado descargas de energía que pasaban de hombre a hombre.
Galdar escuchó y se maravilló, pero no dijo nada. Acompañó al capitán Samuval, que no parecía sentirse inclinado a hablar de nada y rehusó contestar a sus preguntas. En cualquier otro momento, el frustrado minotauro le habría atizado en la cabeza al humano, pero no ahora. Habían compartido un instante de triunfo y exaltación que jamás habían experimentado en ninguna batalla. Ambos habían llegado a trascenderse a sí mismos. Habían realizado actos de valor y heroísmo que jamás se creyeron capaces de acometer. Habían luchado por una causa y, contra todo pronóstico, habían vencido.
Cuando el capitán tropezó, Galdar alargó el brazo y sostuvo al humano. Cuando el minotauro resbaló en un charco de sangre, Samuval lo agarró para que no cayera. Los dos llegaron al extremo del campo de batalla; el humano escudriñó entre el humo que flotaba sobre el valle. El sol se había escondido tras las montañas y su arrebol teñía el cielo con una pincelada de color rojo desvaído.
—Allí —señaló el capitán.
El viento se había levantado con la puesta del sol y deshacía el humo en jirones que ondeaban como pañuelos de seda. De repente, dejaron a la vista un corcel y una figura arrodillada a unos cuantos pasos del animal.
—¡Mina! —exclamó Galdar. El alivio debilitó todos los músculos de su cuerpo. Unas lágrimas ardientes escocieron sus ojos; Galdar las atribuyó al humo, ya que los minotauros nunca lloran. Se las enjugó—. ¿Qué hace? —preguntó un instante después.
—Reza —contestó Samuval.
Mina se encontraba arrodillada junto al cadáver de un soldado. La flecha que lo había matado había traspasado limpiamente su pecho y lo había clavado al suelo. La mujer levantó una mano del muerto y la puso sobre su corazón mientras agachaba la cabeza. Si dijo algo. Galdar no la oyó, pero el minotauro sabía que Samuval tenía razón: estaba rezando a ese dios suyo, el único y verdadero dios. Aquel que había previsto la trampa y había conducido a la muchacha hasta allí para transformar la derrota en una gloriosa victoria.
Finalizada su plegaria, Mina dejó la mano del hombre sobre la terrible herida. Se inclinó sobre él, le besó la frente y se puso de pie.
Apenas tenía fuerza para caminar; estaba cubierta de sangre, suya en parte. Se detuvo, el cuerpo encorvado, gacha la cabeza. Entonces la levantó hacia el cielo, del que pareció sacar fuerzas ya que irguió los hombros y echó a andar con paso firme.
—Desde que el resultado de la batalla quedó claro, ha ido de un cadáver a otro —dijo Samuval—. En particular, aquellos que cayeron bajo nuestras flechas. Se para y se arrodilla en el fango ensangrentado y eleva una plegaria. Jamás había visto nada igual.
—Es justo que les rinda honores —manifestó Galdar en voz ronca—. Esos hombres nos dieron la victoria con su sangre.
—Ella nos dio la victoria con la sangre de esos hombres —corrigió el capitán, enarcando la ceja que se veía bajo el vendaje.
Un sonido se alzó a espaldas de Galdar. Le recordó el Gamashinock el Canto de los Muertos. Sin embargo, esta salmodia provenía de gargantas de seres vivos; empezó muy bajo, entonada sólo por unos pocos. Más voces se unieron a las primeras, y se fue propagando más y más, del mismo modo que los hombres habían recogido las espadas tiradas en el suelo y se habían lanzado a la batalla.
—Mina... Mina...
La salmodia creció; aunque al principio tenía un aire reverente, ahora sonaba como una marcha triunfal, un himno festivo acompañado por el golpeteo de espadas contra escudos, de pies pateando el suelo y palmas marcando el ritmo.
—¡Mina! ¡Mina! ¡Mina!
Galdar se volvió y observó lo que quedaba del ejército reunido al borde del campo de batalla. Los heridos que no podían caminar por su propio pie eran sostenidos por aquellos que sí podían. Los soldados, andrajosos y ensangrentados, entonaban el nombre de la mujer.
El minotauro alzó la voz en un grito ensordecedor y levantó el estandarte de Mina. El cántico se convirtió en un vítor que retumbó en las montañas como un trueno e hizo que temblase el suelo en el que se apilaban los cadáveres.
Mina iba a arrodillarse de nuevo, pero el cántico la detuvo. Se volvió lentamente hacia la enfervorizada multitud. Tenía el rostro muy pálido, sus ojos aparecían bordeados por oscuras ojeras causadas por la fatiga, sus labios estaban secos y agrietados, manchados por los besos a los muertos. Recorrió con la mirada a los miles de vivos que gritaban y coreaban su nombre.
Alzó las manos y las voces callaron al instante. Incluso los gemidos de los heridos cesaron. El único sonido era el eco de su nombre repetido por las montañas, y también eso acabó desapareciendo a medida que el silencio se adueñaba del valle.
Mina montó en su caballo para que la multitud que se había reunido al borde del campo de batalla, llamado ahora Gloria de Mina, pudiese verla y oírla bien.
—¡Hacéis mal en honrarme! —les dijo—. Yo sólo soy un instrumento. El honor y la gloria de este día pertenecen al dios que me guía a lo largo del camino que recorro.
—¡El camino de Mina es el nuestro! —gritó alguien.
Las aclamaciones comenzaron de nuevo.
—¡Escuchadme! —gritó la mujer, cuya voz sonó con autoridad y poder—. ¡Los antiguos dioses se marcharon! Os abandonaron. Jamás volverán. Un dios ha acudido en su lugar. Un dios para gobernar el mundo. Un único dios. ¡A ese dios único es al que debemos tributo y lealtad!
—¿Cuál es su nombre? —inquirió alguien.
—No lo pronunciaré —respondió Mina—. Es demasiado sagrado, demasiado poderoso.
—¡Mina! —clamó un soldado—. ¡Mina, Mina!
La muchedumbre se unió al cántico y, una vez que empezó, no hubo modo de detenerlo.
La mujer pareció exasperada un momento, incluso furiosa. Alzó la mano y cerró los dedos sobre el medallón que llevaba al cuello. Su expresión se suavizó.
—¡Está bien! ¡Pronunciad mi nombre! —gritó—. ¡Pero sabed que lo hacéis en nombre de mi dios!
El clamor era tan intenso que parecía que resquebrajaría las rocas de las montañas. Olvidado su propio dolor, Galdar la aclamó con entusiasmo. Reparó entonces en que su compañero guardaba silencio, con el gesto sombrío y la mirada enfocada hacia otra parte.
—¿Qué pasa? —inquirió a voz en cuello Galdar para hacerse oír sobre el tumulto—. ¿Ocurre algo?
—Mira allí —indicó el capitán—. La tienda del comandante.
No todo el mundo en el campamento vitoreaba. Un grupo de Caballeros de Neraka se agrupaba alrededor de su cabecilla, un Señor de la Calavera. Sus gestos eran ceñudos y tenían cruzados los brazos sobre el pecho.
—¿Quién es ése? —preguntó el minotauro.
—Lord Aceñas —contestó Samuval—. El que ordenó ese desastre. Como verás salió bien de la refriega. Ni una mota de sangre en su excelente y brillante armadura.
Lord Aceñas intentaba atraer la atención de sus soldados. Agitaba los brazos y gritaba algo que nadie podía oír. Ni un solo hombre le hacía caso. Finalmente se dio por vencido. El minotauro esbozó una mueca.
—Me pregunto cómo se tomará el tal Aceñas que su mando se va por el agujero de la letrina.