—Supongo que mal —dijo el capitán.
—Él y los otros caballeros consideran que se han quitado de encima a los dioses, cosa que les complace —comentó Galdar—. Ha pasado mucho tiempo desde que dejaron de hablar del regreso de Takhisis. Hace dos años, el Señor de la Noche, Targonne, cambió el nombre oficial de la Orden por el de Caballeros de Neraka. Antaño, cuando un caballero recibía la Visión, se le daba a conocer su puesto y su misión en el gran plan de la diosa. Después de que Takhisis abandonase el mundo, los mandos intentaron durante algún tiempo mantener la Visión mediante diversos medios místicos. Los caballeros todavía se someten al rito de la Visión, pero ahora sólo pueden estar seguros de lo que Targonne y los de su ralea les inculcan.
—Una de las razones por las que me marché —comentó Samuval—. Targonne y oficiales como ese Aceñas disfrutan de ser los que están al mando, para variar, y no les gustará la idea de que los derriben de la cumbre a la que se han encaramado. Puedes tener por seguro que Aceñas enviará noticias al cuartel general sobre esta advenediza.
Mina desmontó y condujo a Fuego Fatuo por las riendas fuera del campo de batalla, hasta el interior del campamento. Los hombres vitoreaban y aclamaban hasta que Mina se hallaba cerca; entonces, movidos por un impulso que no entendían, callaban y caían de hinojos ante la mujer. Algunos alargaban la mano para tocarla cuando pasaba ante ellos, otros le pedían que los mirara y les diera la bendición.
Lord Aceñas contempló la marcha triunfal de la mujer con el rostro torcido en un gesto de desagrado. Giró sobre sus talones y entró en la tienda de mando.
—¡Bah! ¡Que maquinen y acechen en la sombra! —dijo Galdar, eufórico—. Ahora ella tiene un ejército. ¿Qué pueden hacerle?
—Algo traicionero y poco limpio, no te quepa duda —contestó Samuval, que dirigió una fugaz ojeada al cielo—. Tal vez sea verdad que haya alguien velando por ella desde arriba, pero necesita amigos que la protejan aquí abajo.
—Dices bien —convino Galdar—. ¿Estás, pues, con ella, capitán?
—Hasta el fin de mis días o del mundo, cualquiera de las dos cosas que ocurra antes —respondió Samuval—. Mis hombres también. ¿Y tú?
—Yo he estado con ella siempre —dijo Galdar, y en verdad le parecía que así era.
Minotauro y humano se dieron un apretón de manos. Después, Galdar alzó el estandarte de Mina con orgullo y se situó junto a ella mientras realizaba su marcha triunfal a través del campamento. El capitán Samuval caminaba detrás, puesta la mano en la empuñadura de la espada, guardándole la espalda. Los caballeros de Mina cabalgaban tras su estandarte. Todos lo que la habían seguido desde Neraka habían sufrido alguna herida, pero ninguno de ellos había perecido. Corrían ya historias de milagros.
—Una flecha volaba directa hacia mí —decía uno—, y supe que podía darme por muerto. Pronuncié el nombre de Mina y la flecha cayó al suelo, a mis pies.
—Uno de los malditos solámnicos acercó su espada a mi cuello —contaba otro—. Apelé a Mina y la hoja enemiga se partió en dos.
Los soldados le ofrecían comida, otros le daban vino o agua. Varios hombres echaron de la tienda a uno de los oficiales de Aceñas y la prepararon para la mujer. Varios cogieron palos encendidos de las lumbres y los alzaron como antorchas para alumbrar el recorrido de Mina bajo el crepúsculo. A medida que pasaba, pronunciaban su nombre como si fuese un conjuro con poderes mágicos.
—Mina —gritaban los hombres y el viento y la oscuridad—. ¡Mina!
8
Bajo el escudo
Los silvanestis habían venerado siempre la noche. Por el contrario, los qualinestis se deleitaban con la luz del día. Su dirigente era el Orador de los Soles, sus casas dejaban entrar los rayos del astro a raudales, todos los negocios se llevaban a cabo en horas diurnas, todas las ceremonias importantes, como la del matrimonio, se celebraban durante el día para que de ese modo quedaran bendecidas por la luz del sol.
Los silvanestis amaban la noche bañada en la luz de sus luminarias.
Su líder era el Orador de las Estrellas. Antaño la noche había sido un tiempo sagrado en Silvanost, la capital del reino elfo; traía las estrellas, el dulce descanso y los sueños de la belleza de su amada tierra. Pero entonces llegó la Guerra de la Lanza y las alas de los dragones ocultaron los astros nocturnos. Un reptil en particular, un Dragón Verde llamado Cyan Bloodbane, instaló sus reales en Silvanesti. Su odio hacia los elfos era muy antiguo y deseaba verlos sufrir. Podría haberlos matado a millares, pero Cyan no sólo era cruel sino también muy listo. Los moribundos sufrían, cierto, pero era un dolor pasajero que quedaba olvidado tan pronto como los muertos pasaban de esta realidad a la siguiente, y él quería infligir un dolor que no tuviera fin, un sufrimiento que se prolongara a lo largo de siglos.
El dirigente de Silvanesti en aquel momento era un elfo muy diestro en la magia. Lorac Caladon previo la llegada del Mal a Ansalon, de modo que envió a su pueblo al exilio, asegurándole que poseía el poder para mantener el reino a salvo de los reptiles. Sin que nadie lo supiera, Lorac había sustraído uno de los mágicos Orbes de los Dragones en la Torre de la Alta Hechicería. Se le había advertido de que el intento de utilizar el Orbe por parte de alguien que no poseyera el poder suficiente para dominar su magia tendría un resultado desastroso.
En su arrogancia, Lorac creyó que él tenía esa fuerza para imponer su voluntad al ingenio mágico. Miró el interior del Orbe y vio un dragón que lo observaba a su vez. Lorac quedó atrapado y su voluntad esclavizada al influjo del Orbe.
A Cyan Bloodbane se le presentó la oportunidad que esperaba. Encontró a Lorac en la Torre de las Estrellas, sentado en el trono, con la mano asida firmemente por el Orbe. El Dragón Verde susurró al oído de Lorac un sueño de Silvanesti, una visión terrible en la que los hermosos árboles se tornaban monstruosidades horrendas y deformadas que atacaban a quienes antaño los amaban. Un sueño en el que Lorac veía morir a sus súbditos, uno a uno, y cada muerte era una experiencia dolorosa y terrible. Un sueño en el que el río Thon-Thalas fluía rojo por la sangre.
La Guerra de la Lanza acabó. La reina Takhisis cayó derrotada y Cyan Bloodbane se vio obligado a huir de Silvanesti, pero se marchó con la satisfacción de saber que había cumplido su propósito, que había sumido a Silvanesti en una pesadilla angustiosa de la que jamás despertaría. Cuando los elfos regresaron a su tierra una vez terminada la guerra, descubrieron, para su espanto y consternación, que la pesadilla era realidad. El sueño de Lorac, inducido por Cyan Bloodbane, había transformado su, en otros tiempos, hermoso país en un lugar horrendo.
Los silvanestis lucharon contra la pesadilla y, bajo el liderazgo del general qualinesti, Porthios, se las arreglaron finalmente para derrotarla. El precio, sin embargo, fue muy alto. Muchos elfos cayeron víctimas del sueño, e incluso después de haber sido erradicado del reino, árboles, plantas y animales permanecieron horriblemente deformados. Poco a poco, los elfos consiguieron devolver la belleza a sus bosques merced a hechizos nuevos, recién descubiertos, con los que sanaban las heridas dejadas por la pesadilla y borraban las cicatrices.
Entonces llegó la necesidad de olvidar. Porthios, que había arriesgado su vida en más de una ocasión para arrebatar el reino de las garras de la pesadilla, se convirtió en un recordatorio de aquel espanto. Dejó de ser considerado un salvador y pasó a ser el forastero, el intruso, una amenaza para los silvanestis, que deseaban volver a su vida de aislamiento, apartados de todo. Porthios quería que los elfos se integraran en el mundo, que fuesen uno con él, que formasen un reino unido con sus parientes, los qualinestis. Había contraído matrimonio con Alhana Starbreeze, hija de Lorac, con la esperanza de alcanzar esa meta. De ese modo, si la guerra volvía a estallar los elfos no lucharían solos, tendrían aliados para combatir a su lado.