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Los elfos no querían aliados; aliados que podrían decidir engullir la tierra de Silvanesti a cambio de su ayuda; aliados que quizá querrían casarse con silvanestis y menguar la pureza de la raza. Aquellos aislacionistas declararon a Porthios y a su esposa Alhana «elfos oscuros» que nunca podrían, bajo pena de muerte, regresar a sus países.

Porthios fue expulsado del reino, y el general Konnal tomó el control de la nación y decretó la ley marcial «hasta el día en que se encontrara un verdadero rey para gobernar Silvanesti». Los silvanestis hicieron oídos sordos a las peticiones de ayuda de sus parientes, los qualinestis, para liberarse del dominio de la gran Verde, Beryl, y los Caballeros de Neraka. Tampoco hicieron caso de las súplicas de quienes combatían contra los grandes dragones y solicitaban su auxilio. Los silvanestis no querían tener nada que ver con el mundo. Absortos en sus propios asuntos, sus ojos miraban el espejo de la vida y sólo se veían a sí mismos. Y así fue como, mientras contemplaban con orgullo su reflejo, Cyan Bloodbane, el gran reptil que había sido su pesadilla, regresó a la tierra que antaño estuvo a punto de destruir. Al menos, ése era el informe de los Kirath que patrullaban las fronteras.

—¡No levantéis el escudo! —advirtieron los Kirath—. ¡Nos atraparéis dentro con nuestro peor enemigo!

Los elfos no les hicieron caso. No creían los rumores. Cyan Bloodbane era un personaje perteneciente al oscuro pasado. Había muerto en la Purga de Dragones. Tenía que haber perecido. Si había regresado ¿por qué no los atacaba? Tanto temían al mundo exterior que los Cabezas de las Casas aprobaron de manera unánime la instalación del escudo. Entonces pudo decirse que el pueblo silvanesti había alcanzado por fin su más caro deseo. Bajo el mágico escudo, quedaron totalmente aislados, incomunicados del resto del mundo. Estaban a salvo, protegidos del Mal procedente del exterior.

—Y, sin embargo, a mi entender, más que dejar fuera al Mal lo hemos encerrado dentro —dijo Rolan a Silvan.

La noche había caído sobre Silvanesti; su llegada fue un alivio para Silvan, a pesar de que también le causaba un gran pesar. Habían viajado durante el día a través del bosque y recorrido muchos kilómetros, hasta que Rolan consideró que se encontraban lo bastante lejos de los efectos perniciosos del escudo para detenerse y descansar. Había sido una jornada increíble para el maravillado Silvan.

Había oído hablar a su madre con añoranza y pesar de la belleza de su patria. El joven recordaba que de niño, cuando sus padres exiliados y él se ocultaban en alguna cueva rodeados de peligros, su madre le contaba historias sobre Silvanesti para hacerle olvidar sus temores. Entonces cerraba los ojos y, en lugar de oscuridad, veía el esmeralda, el plateado y el dorado de las frondas. No oía los aullidos del lobo o de los goblins, sino el melodioso tintineo de las flores llamadas campanillas o la dulce y melancólica melodía de los árboles pifaros.

Sin embargo, todo lo que había imaginado en aquellos años palideció ante la realidad. No podía creer que existiese tal belleza. Había pasado el día como quien sueña despierto; tropezaba con las piedras, las raíces de los árboles y sus propios pies a medida que las maravillas que surgían por doquier llenaban sus ojos de lágrimas y de gozo su corazón.

Árboles cuya corteza había sido tachonada con plata alzaban sus ramas hacia el cielo en gráciles arcos y sus hojas de bordes plateados resplandecían a la luz del sol. Densos matorrales de hoja ancha jalonaban el camino, cada arbusto cuajado de flores de intensos colores que perfumaban el aire con su dulce aroma. Tenía la impresión de ir caminando por un jardín, más que por un bosque, ya que no había ramas caídas, ni maleza ni zarzas. Los moldeadores de árboles sólo permitían que en sus bosques creciera lo bello, lo fructífero y lo benéfico. Su influencia mágica se extendía por todo el reino, con excepción de las fronteras, donde el escudo arrojaba sobre su obra una mortífera escarcha.

La oscuridad proporcionó descanso a los ojos deslumbrados de Silvan. Empero, la noche poseía una belleza propia que conmovía el alma. Las estrellas resplandecían con cegadora intensidad, como si desafiaran al escudo a que intentase excluirlas. Las flores nocturnas abrían sus pétalos para bañarse en su fulgor y perfumaban la cálida oscuridad con aromas exóticos a la par que su brillo luminiscente llenaba el bosque con una suave luz plateada.

—¿Que quieres decir con eso? —preguntó el joven elfo, extrañado por el comentario de Rolan. Su mente no podía relacionar el Mal con la belleza que había contemplado.

—Por ejemplo, el cruel castigo impuesto a vuestros padres, majestad —respondió el elfo de más edad—. Nuestro modo de agradecer a vuestro padre la ayuda que nos prestó fue intentar acuchillarlo por la espalda. Me avergoncé de ser silvanesti cuando me enteré de ello. Pero ha llegado la hora de saldar cuentas. Estamos pagando por nuestra afrenta y nuestro deshonor, por aislarnos del resto del mundo, por vivir bajo el escudo, protegidos de los dragones mientras otros padecen. Pagamos tal protección con nuestras vidas.

Se habían parado a descansar en un claro próximo a un arroyo de corriente rápida. Silvan agradeció aquel respiro; sus heridas habían empezado a dolerle otra vez, aunque prefirió no decir nada. La excitación y la conmoción del repentino cambio en su vida lo habían dejado exhausto, agotada toda su energía.

Rolan encontró fruta y agua con un sabor dulce como el néctar para la cena. También curó las heridas de Silvan con una respetuosa solicitud que al joven le resultó muy agradable.

«Samar me habría tirado un trapo y me habría dicho que lo aprovechara al máximo», pensó Silvan.

—Quizás a vuestra majestad le apetecería dormir unas horas —sugirió Rolan después de que hubieron cenado.

Silvan creyó estar completamente agotado poco antes, pero descubrió que se sentía mucho mejor después de comer, con renovadas fuerzas.

—Me gustaría saber algo más sobre mi país —comentó—. Mi madre me ha contado algunas cosas pero, naturalmente, ignora lo que ha ocurrido desde que... Desde que se marchó. Antes te referiste al escudo. —El joven miró alrededor y la contemplación de aquella belleza le dejó sin respiración—. Entiendo perfectamente que quisieseis proteger esto —añadió, señalando los árboles, cuyos troncos brillaban con una luz irisada, y las flores llamadas lucérnulas, que destellaban en la hierba—, de la asoladora destrucción de nuestros enemigos.

—Sí, majestad —repuso Rolan, suavizando el tono de su voz—. Hay quienes dicen que ningún precio es demasiado alto a cambio de tal protección, ni siquiera el de nuestras propias vidas. Pero si todos nosotros morimos, ¿quién quedará para apreciar esta belleza? Y si morimos, creo que con el tiempo los bosques también morirán, ya que las almas de los elfos están vinculadas con todas las cosas vivas.

—Nuestro pueblo es tan numeroso como las estrellas —adujo Silvan, divertido, pensando que Rolan se mostraba exageradamente dramático.

El elfo de más edad alzó los ojos hacia el cielo.

—Haced que desaparezcan la mitad de esas estrellas, majestad, y descubriréis que la luz disminuye de manera considerable.

—¡La mitad! —exclamó, impresionado, Silvanoshei—. ¡No pueden ser tantos!

—La mitad de la población de Silvanost ha perecido consumida por esa enfermedad, majestad. —Hizo una breve pausa y luego prosiguió—. Lo que voy a revelaros se consideraría traición, por lo que sería castigado con severidad.

—¿Te refieres a que te exiliarían? —inquirió Silvan, preocupado—. ¿Que te expulsarían a la oscuridad?

—No, ya no se hace eso, majestad —repuso Rolan—. Difícilmente podríamos exiliar a nadie, ya que no podría traspasar el escudo. En la actualidad, la gente que habla en contra del gobernador general Konnal desaparece, simplemente. Nadie sabe qué les pasa.

—¿Y por qué no se rebela el pueblo? —preguntó Silvan, perplejo—. ¿Por qué no derrocan a Konnal y exigen que se retire el escudo?