—Porque sólo unos pocos saben la verdad. Y los que lo sabemos no tenemos pruebas. Podríamos entrar en la Torre de las Estrellas y decir que Konnal se ha vuelto loco, que le tiene tanto miedo al mundo exterior que prefiere vernos muertos a todos antes que formar parte de ese mundo. Podríamos decir todo eso y entonces Konnal se levantaría y declararía: «¡Mentira! ¡Retirad el escudo y los caballeros negros entrarán en nuestros amados bosques con sus hachas, los ogros desgajarán rama a rama los árboles vivos, los grandes dragones descenderán sobre nosotros y nos devorarán!». Eso diría, y la gente gritaría: «¡Sálvanos! ¡Protégenos, querido gobernador general Konnal! ¡No tenemos a nadie más a quien recurrir!». Y no pasaría nada.
—Entiendo —musitó, pensativo, Silvan. Miró de soslayo a Rolan, que tenía la vista clavada en la oscuridad.
—Ahora la gente tendrá a alguien más a quien recurrir, majestad —manifestó el elfo mayor—. El legítimo heredero del trono de Silvanesti. Pero debemos proceder con cuidado, con cautela. —Esbozó una triste sonrisa—. O, en caso contrario, podríais «desaparecer».
El bello canto del ruiseñor sonó en la noche. Rolan apretó los labios y respondió. Tres elfos se materializaron emergiendo de las sombras. Silvan los reconoció como los que lo habían abordado por la mañana.
¡Por la mañana! Silvan se maravilló. ¿Sólo habían pasado unas horas desde entonces? A él le parecía que eran días, meses, años.
Rolan se puso de pie para recibirlos, estrechó sus manos e intercambió el beso ritual en la mejilla.
Los recién llegados llevaban el mismo tipo de vestimenta que Rolan, y aunque Silvan sabía que habían entrado al claro le costaba trabajo vislumbrarlos, ya que parecían estar envueltos en oscuridad y luz de estrellas.
Rolan les preguntó cómo les había ido durante la patrulla. Le informaron que la frontera a lo largo del escudo permanecía tranquila; «mortalmente tranquila», repitió con ironía uno de ellos. Luego, los tres centraron su atención en Silvan.
—¿Lo has interrogado, Rolan? —preguntó uno mientras clavaba una mirada severa en Silvanoshei—. ¿Es realmente quien dice ser?
Silvan se incorporó con dificultad; se sentía torpe y turbado. Hizo intención de saludar con una inclinación de cabeza a quienes lo superaban en edad, como le habían ensenado a hacer, pero entonces se le ocurrió que, al fin y al cabo, era rey; en todo caso, tendrían que ser ellos quienes inclinaran la cabeza ante él. Miró a Rolan un tanto desconcertado.
—No lo «interrogué» —repuso seriamente el elfo mayor—. Charlamos sobre ciertas cosas. Y sí, creo que es Silvanoshei, el legítimo Orador de las Estrellas, hijo de Alhana y de Porthios. Nuestro soberano ha vuelto a nosotros. El día que hemos estado esperando ha llegado.
Los tres elfos miraron a Silvan, de arriba abajo, y después se volvieron hacia Rolan.
—Podría ser un impostor —comentó uno de ellos.
—Estoy seguro de que no —replicó Rolan con firme convicción—. Conocí a su madre cuando tenía la misma edad que él ahora. Luché con su padre contra la pesadilla. Guarda parecido con ambos, aunque más con su padre. Tú, Drinel, combatiste junto a Porthios. Mira bien a este joven y verás los rasgos del padre reflejados en el rostro del hijo.
El elfo observó con gran atención a Silvanoshei, que sostuvo la mirada con firmeza.
—Mira con tu corazón, Drinel —instó Rolan—. Los ojos pueden engañarse, pero no el corazón. Lo oíste cuando lo seguíamos, cuando ignoraba que lo espiábamos. Oíste lo que nos dijo cuando nos tomó por soldados del ejército de su madre. No fingía. Apuesto mi vida en ello.
—Admito que se parece a su padre y que tiene algo de su madre en los ojos. ¿Por qué medio milagroso penetró en el escudo el hijo de nuestra reina exiliada? —instó Drinel.
—Ignoro cómo llegué al interior del escudo —respondió Silvan, turbado—. Debí de caer a través de él. No lo recuerdo. Pero cuando intenté marcharme el escudo no me dejó.
—Se lanzó contra el escudo —informó Rolan—. Trató de regresar, de salir de Silvanesti. ¿Haría tal cosa un impostor después de haber tenido tantos problemas para entrar? ¿Admitiría un impostor que no sabía cómo había atravesado esa barrera? No. Un impostor tendría preparada una historia para contarnos, una explicación lógica y fácil de creer.
—Dijiste que viese con el corazón —repuso Drinel, mirando a los otros elfos—. Lo hemos discutido y estamos de acuerdo. Queremos probar la sonda de la verdad con él.
—¡Deshonráis a nuestro pueblo con vuestra desconfianza! —protestó Rolan, extremadamente molesto—. ¿Qué pensará de nosotros?
—Que somos prudentes y sensatos —argüyó Drinel en tono seco—. Si no tiene nada que ocultar, no pondrá objeciones.
—La decisión es de Silvanoshei —repuso Rolan—. Aunque yo en su lugar me negaría.
—¿De qué se trata? —Silvan miró a los elfos, desconcertado—. ¿Qué es la sonda de la verdad?
—Un conjuro, majestad —explicó Rolan cuya voz sonó triste—. Hubo un tiempo en que los elfos podían confiar los unos en los otros, una confianza implícita. Hubo un tiempo en que ningún elfo podía mentir a otro miembro de su raza. Eso terminó durante la pesadilla de Lorac. El sueño creó fantasmas de nuestra gente, imágenes falsas de elfos compatriotas que parecían muy reales a quienes los veían, los tocaban y les hablaban. Esos fantasmas podían engatusar a quienes los creían y conducirlos a la ruina y a la destrucción. Un esposo podía ver a su esposa haciéndole señas para que se reuniese con ella y precipitarse por un risco en su afán por alcanzarla. Una madre podía ver a un hijo envuelto en llamas y correr en su auxilio para descubrir que el niño había desaparecido.
»Nosotros, los Kirath, desarrollamos la sonda de la verdad para determinar si esos fantasmas eran seres reales o formaban parte de la pesadilla. Los fantasmas estaban vacíos por dentro, huecos. No guardaban recuerdos, ni pensamientos, ni sentimientos. Con poner la mano sobre el corazón nos bastaba para saber si tratábamos con una persona viva o con un producto del sueño.
»Cuando la pesadilla terminó, la necesidad de la sonda de la verdad acabó también —continuó Rolan—. O eso esperábamos. Una esperanza que resultó vana. Cuando la pesadilla terminó, los árboles sangrantes y retorcidos desaparecieron, la deformidad que pervertía nuestra tierra se desvaneció. Pero la deformidad había entrado en los corazones de algunas de nuestras gentes, dejándolas tan vacías como los corazones de aquellas creaciones del sueño. Ahora un elfo puede mentir a otro; y lo hace. Nuevas palabras han entrado a formar parte del vocabulario elfo. Palabras humanas. Palabras como desconfianza, corrupción, deshonor. Ahora utilizamos la sonda de la verdad entre nosotros, y tengo la impresión de que cuanto más la usamos, más necesaria se vuelve. —Dirigió una mirada sombría a Drinel, que se mostraba resuelto, desafiante.
—No tengo nada que ocultar —dijo Silvan—. Podéis utilizar esa sonda de la verdad conmigo, y con gusto por mi parte. Aunque sé cuánto le apenará a mi madre saber que su pueblo ha llegado a tal extremo. A ella jamás se le pasaría por la cabeza dudar de la lealtad de quienes la siguen, del mismo modo que ellos jamás se plantearían la idea de cuestionar el amor que les profesa.
—¿Ves, Drinel? —Rolan enrojeció—. ¡Fíjate cómo nos has avergonzado!
—Sin embargo, sabré la verdad —insistió, tozudo, el otro elfo.
—¿Eso crees? —demandó Rolan—. ¿Y si la magia vuelve a fallarte?
Los ojos de Drinel centellearon y el elfo asestó una mirada feroz a su compañero.
—Muérdete la lengua, Rolan. Te recuerdo que hasta el momento no sabemos nada con certeza sobre este muchacho.
Silvanoshei permaneció callado. No le correspondía intervenir en esa disputa; sin embargo, guardó dicha información en su memoria para analizarla más adelante. Quizá los magos elfos del ejército de su madre no eran los únicos que habían descubierto que sus poderes mágicos empezaban a menguar.