Drinel se acercó a Silvan, que estaba rígido y miraba al elfo con recelo. Drinel extendió su mano izquierda, la del corazón, porque es la que está más próxima a él, y la posó en el pecho de Silvan. El tacto del elfo era ligero, pero aun así el joven podía sentir cómo penetraba y rebuscaba en su alma, al menos, ésa fue su sensación.
Los recuerdos manaron de la fuente de su alma, buenos y malos; fluyeron a borbotones bajo los sentimientos y las ideas superficiales y se vertieron en la mano de Drinel. Recuerdos de su padre, una figura severa e implacable que rara vez sonreía y jamás reía. Que jamás tuvo una muestra externa de su cariño, jamás pronunció una palabra de aprobación a los actos de su hijo, que rara vez parecía reparar en la presencia de su hijo. Empero, entre aquel raudal resplandeciente de recuerdos, Silvanoshei evocó una noche, cuando su madre y él habían escapado por poco de la muerte a manos de un asesino. Porthios los había estrechado a los dos entre sus brazos, había apretado contra sí a su hijito, había musitado una plegaria por ellos en elfo, una antigua plegaria a unos dioses que ya no se encontraban allí para oírla. Silvanoshei recordaba la fría humedad de las lágrimas en su pecho y pensó para sus adentros que no eran suyas. Eran las lágrimas de su padre.
Estos y otros recuerdos extrajo Drinel de su memoria y los sostuvo en la suya como quien toma agua chispeante en sus manos.
La expresión de Drinel cambió. Miró a Silvan con consideración, con respeto.
—¿Satisfecho? —instó fríamente el joven. Los recuerdos le habían abierto una herida sangrante en su alma.
—Veo a su padre en su rostro y a su madre en su corazón —manifestó Drinel—. Os juro fidelidad, Silvanoshei, y pido a los demás que hagan lo mismo.
Dicho esto, el elfo se inclinó en una gran reverencia, con la mano sobre el pecho. Los otros dos prestaron el juramento de lealtad, a lo que Silvan respondió dándoles las gracias cortésmente aunque para sus adentros se preguntaba con cierto cinismo qué valor tenía realmente toda esa pleitesía y tanto doblar la cerviz. Los elfos también habían jurado lealtad a su madre, y Alhana Starbreeze era poco más que un bandido que merodea por los bosques.
Si ser el legítimo Orador de las Estrellas significaba pasar más noches escondido en túmulos funerarios y más días eludiendo asesinos, Silvan podía pasar sin ello. Estaba harto de esa clase de vida, hastiado a más no poder. Hasta ese momento jamás lo había admitido de manera consciente; por primera vez en su vida reconocía que se sentía furioso —amarga y vehementemente furioso— con sus padres por haberle impuesto semejante tipo de vida.
Se avergonzó al instante de experimentar esa ira; se recordó que tal vez su madre estuviese muerta o cautiva pero, irracionalmente, el pesar y la preocupación incrementaron su rabia. El conflicto desatado por las emociones encontradas, que la culpabilidad complicaba aún más, lo dejó confuso y exhausto. Necesitaba tiempo para pensar y no podía hacerlo con esos elfos observándolo como si fuese un bicho raro disecado en una tienda de mercancías mágicas.
Los silvanestis siguieron de pie y Silvan acabó cayendo en la cuenta de que esperaban a que él se sentara antes. Se había criado en una corte elfa, aunque rústica, y tenía experiencia en el protocolo cortesano. Pidió a los otros que tomaran asiento, argumentando que debían de estar cansados, y los invitó a tomar algo de fruta y agua. Después excusó su presencia explicando que necesitaba hacer sus abluciones.
Se sorprendió cuando Rolan le advirtió que tuviese cuidado y le ofreció su espada.
—¿Por qué? —Silvan pareció desconcertado—. ¿Qué peligro puede haber? Creí que el escudo mantenía fuera a todos nuestros enemigos.
—Con una excepción —respondió secamente Rolan—. Han llegado informes de que el gran Dragón Verde, Cyan Bloodbane, ha quedado atrapado dentro de la barrera a causa de un «error de cálculo» por parte del general Konnal.
—¡Bah! Eso no es más que un cuento propalado por Konnal para distraer nuestra atención —aseguró Drinel—. Nómbrame a una sola persona que haya visto al reptil. Patrullamos de aquí para allá y jamás hemos encontrado rastro de él. Me parece chocante, Rolan, que siempre se aviste al dichoso Cyan Bloodbane cuando Konnal se siente presionado por los Cabezas de Casas para que dé explicaciones sobre el estado de su gobierno.
—Cierto, nadie ha visto a Cyan Bloodbane —convino el otro elfo—. Sin embargo, confieso que creo que el dragón se encuentra en Silvanesti, en alguna parte. Una vez vi huellas que difícilmente tendrían otra explicación. En consecuencia, id con cuidado, majestad. Y llevaos mi espada. Sólo por si acaso.
Silvan rehusó el arma. Recordando que había estado a punto de ensartar a Samar, al joven le daba vergüenza que supieran que no tenía ni idea de cómo utilizarla. Le aseguró a Rolan que se mantendría vigilante y se encaminó hacia el chispeante bosque. Le vino a la cabeza la idea de que su madre habría hecho que lo acompañara una guardia.
«Por primera vez en mi vida, soy libre. Verdaderamente libre», pensó Silvan.
Se lavó la cara y las manos en el frío arroyo, se pasó los dedos mojados por el cabello y contempló largo rato su imagen reflejada en la ondulada corriente. No veía parecido con su padre en su rostro, y siempre le había irritado que la gente afirmara que sí lo había. Los recuerdos que el joven guardaba de Porthios eran los de un guerrero severo, inflexible, que si en algún momento de su vida supo sonreír hacía mucho que había dejado de hacerlo. La única ternura que Silvan había visto en los ojos de su progenitor era cuando se posaban en su madre.
—Eres rey de los elfos —le dijo a su reflejo en el agua—. Has logrado en un día lo que tus padres no consiguieron en varias décadas. Porque no pudieron... o porque no debían.
Se sentó en la orilla. Su imagen reflejada titilaba bajo la luz de la luna que acababa de salir.
—Tienes a tu alcance el premio que perseguían. Antes no lo deseabas con especial empeño, pero ahora que te lo ofrecen, ¿por qué no tomarlo?
El reflejo de Silvan ondeó cuando un soplo de aire rizó la superficie del agua. Cuando cesó el viento, el agua se remansó y su imagen reapareció clara y firme.
—Debes ir con cuidado. Tienes que pensar antes de hablar, meditar las consecuencias de cada palabra. Has de considerar tus actos. No debes permitir que se distraiga tu atención por nada.
»Mi madre ha muerto —dijo, y esperó la sensación de dolor.
Las lágrimas acudieron a sus ojos; lágrimas por su madre, por su padre, por sí mismo, solo y privado de su consuelo y su apoyo. Sin embargo, una vocecilla en su interior respondió. ¿Cuándo te apoyaron tus padres? ¿Cuándo confiaron en ti para hacer nada? Te mantuvieron envuelto en algodón, temerosos de que te rompieras. El azar te ofrece esta oportunidad para demostrar tu valía. ¡Aprovéchala!
Un arbusto crecía cerca del arroyo; tenía fragantes flores blancas, pequeñas, con forma de corazón. Silvan cogió un manojo y arrancó los capullos de los tallos.
—Honor y gloria a mi padre, que ha muerto —musitó, y esparció unos capullos en el arroyo. Las flores cayeron sobre su reflejo, que se fragmentó en las ondas del agua—. Honor y gloria a mi madre, que ha muerto.
Esparció los restantes capullos. Luego, sintiéndose limpio, vacío de temores y de emociones, regresó al campamento.
Los elfos hicieron intención de levantarse, pero les pidió que siguieran sentados, que no interrumpieran su descanso por él. A los elfos pareció complacerles su modestia.
—Espero que mi larga ausencia no os haya preocupado —comentó, aunque sabía muy bien que sí. Resultaba evidente que habían estado hablando de él—. Todos estos cambios han sido tan drásticos, tan repentinos, que necesitaba reflexionar.