—Juro fidelidad a vuestra causa, Silvanoshei, hijo de Porthios y Alhana. Que ayudaros a vos sirva para enmendar la culpa de nuestro incumplimiento con ellos.
—Y ahora —intervino Rolan—, hemos de hacer planes, leñemos que encontrar un escondrijo adecuado para su majestad...
—No —lo interrumpió firmemente Silvan—. Se acabó el esconderse. Soy el heredero legítimo del trono. Estoy en mi derecho a reclamarlo y no tengo nada que temer. Si me escondo y actúo en la clandestinidad como un delincuente, se me considerará un delincuente. Si llego a Silvanost como un rey, se me considerará un rey.
—Sin embargo, el peligro... —empezó Rolan.
—Su majestad tiene razón, amigo mío —dijo Drinel, que miraba a Silvan con gran respeto—. Correrá menos peligro causando un gran revuelo con su entrada que si anda ocultándose. A fin de apaciguar a quienes ponen en tela de juicio su derecho a gobernar, Konnal ha manifestado muchas veces que vería con gran satisfacción que el hijo de Alhana ocupara el trono que le pertenece por derecho. Podía asegurar tal cosa sin arriesgarse porque sabía, o creía saber, que con el escudo era imposible que el heredero entrara en Silvanesti.
»Si vuestra majestad llega triunfalmente a la capital, con la gente aclamándoos, Konnal se verá obligado a aparentar que cumple lo prometido. Le resultará muy difícil hacer que el legítimo heredero desaparezca, como les ocurrió a otros en el pasado. El pueblo no lo admitiría.
—Lo que dices tiene sentido. Sin embargo, no debemos subestimar a Konnal —advirtió Rolan—. Algunos creen que está loco, pero si es así, la suya es una locura astuta, calculadora. Es peligroso.
—También lo soy yo —dijo Silvan—. Y no tardará en comprobarlo.
Les expuso su plan a grandes rasgos. Los otros escucharon, manifestaron su aprobación y sugirieron cambios que el joven aceptó, ya que ellos conocían mejor a su pueblo. Escuchó con actitud grave la discusión sobre el posible peligro, pero a decir verdad, apenas le prestó atención.
Silvanoshei era joven, y los jóvenes saben que vivirán para siempre.
9
Zascandileando
La misma noche que Silvanoshei aceptaba el gobierno de Silvanesti, Tasslehoff Burrfoot dormía profunda y tranquilamente... para su gran desilusión.
El kender fue ingresado a buen recaudo en una habitación del fortín solámnico de Solace. Tas se había ofrecido a regresar a la maravillosa prisión a prueba de kenders de la ciudad, pero su petición fue firmemente denegada. El cuarto del fortín estaba limpio y ordenado, no tenía ventanas ni muebles, salvo un catre de aspecto severo, con el armazón de hierro, y un colchón tan duro y rígido que habría podido ponerse firme sin tener nada que envidiar a los mejores caballeros. No había cerradura en la puerta, cosa que habría proporcionado cierto entretenimiento al kender; se cerraba por la parte exterior con una sólida tranca atravesada.
—En resumen —se dijo Tas a sí mismo, desconsolado, mientras tomaba asiento en la cama, daba talonazos en el lateral del armazón y miraba en derredor—, que esta habitación es el sitio más aburrido que he visto en mi vida, con la posible excepción del Abismo.
Gerard se había llevado incluso la vela, dejando a Tas solo en la oscuridad. Al parecer no se podía hacer nada aparte de dormir.
Años atrás, a Tas se le había ocurrido que alguien podría hacer un gran servicio a la humanidad aboliendo el sueño, y se lo había mencionado a Raistlin en una ocasión, comentando que un hechicero de su categoría seguramente podría hallar un modo de eludir el sueño, que consumía gran parte del tiempo de una persona con escaso beneficio, a su entender. Raistlin le había contestado que debería estar agradecido de que alguien hubiese inventado el dormir, ya que eso significaba que Tasslehoff se quedaba callado y grogui durante ocho horas al día, y ésa era la única razón de que no lo hubiese estrangulado ya.
Dormir tenía una parte positiva: los sueños. Pero ese beneficio quedaba invalidado casi por completo por el hecho de que cuando uno se despertaba se enfrentaba a la aplastante desilusión de que todo había sido un sueño, que el dragón que lo perseguía con la intención de arrancarle la cabeza de un bocado no era un dragón de verdad, o que el ogro que trataba de hacerlo papilla con un garrote no era un ogro de verdad. Para acabar de estropearlo, casi siempre uno se despertaba en la parte más interesante del sueño, cuando el dragón tenía la cabeza de uno en sus fauces, por ejemplo, o el ogro lo había agarrado por el cuello de la camisa. Dormir, en lo que a Tas concernía, era una absoluta pérdida de tiempo. Cada noche lo sorprendía decidido a combatir el sueño, y cada mañana lo encontraba despertándose para descubrir que el sueño se había colado a hurtadillas en él, cogiéndolo desprevenido.
Tasslehoff no presentó demasiada resistencia al sueño aquella noche. Agotado por los rigores del viaje y la excitación y los llantos ocasionados por el funeral de Caramon, Tas perdió la batalla sin apenas luchar. Se despertó y descubrió que no sólo lo había sorprendido el sueño, sino también Gerard. El caballero se encontraba junto a la cama, contemplándolo con su habitual expresión severa, que lo parecía mucho más con la luz del farol.
—Levántate —ordenó el caballero—. Y ponte esto.
Gerard le tendió unas ropas limpias, bien confeccionadas pero sin gracia, de colores apagados y —Tas se estremeció— prácticas.
—Gracias —dijo mientras se frotaba los ojos—. Sé que tu intención es buena, pero tengo mi propia ropa...
—No pienso viajar con alguien cuyo aspecto es más llamativo que los adornos de un mayo —replicó Gerard—. Hasta un gully ciego te vería a diez kilómetros. Póntelas y date prisa.
—Más llamativo que un mayo —rió con ganas Tas—. De hecho vi un palo de ésos en una ocasión. Creo que fue en una fiesta en Solace, Caramon se disfrazó con peluca y refajo y se fue a bailar con las jóvenes vírgenes, sólo que la peluca se le escurrió sobre los ojos y...
—Regla número uno. —Gerard alzó un dedo en actitud severa—. No hablar.
Tas abrió la boca para explicar que hablar, lo que se dice hablar, no era lo que hacía, sino contar una historia, cosa completamente diferente. Pero antes de que tuviese ocasión de pronunciar una sola palabra, Gerard sacó la mordaza en actitud admonitoria.
Tasslehoff suspiró. Le gustaba viajar, y en verdad le apetecía un montón emprender esta aventura, pero pensó que la suerte podría haberle deparado un compañero de viaje más simpático. Desilusionado, se quitó sus ropas de alegres colores, las dejó sobre la cama, dándoles unas palmaditas afectuosas, y se puso el pantalón bombacho marrón, las medias marrones, la camisa marrón y el chaleco marrón que Gerard le había traído. Al mirarse, Tas pensó tristemente que parecía el tronco de un árbol. Iba a meter las manos en los bolsillos cuando descubrió que no tenía ninguno.
—Y nada de bolsas ni saquillos —dijo Gerard mientras recogía los de Tas y los dejaba junto a las ropas descartadas.
—Eh, un momento... —empezó el kender, muy serio.
Uno de los saquillos se abrió. La luz del farol relució chispeante en las gemas del ingenio para viajar en el tiempo.
—¡Ups! —exclamó Tasslehoff con la mayor inocencia del mundo, y en realidad era inocente, al menos en esta ocasión.
—¿Cómo me lo has escamoteado? —demandó Gerard.
Tasslehoff se encogió de hombros, señaló sus labios sellados y sacudió la cabeza.
—Si te hago una pregunta, puedes contestar —puntualizó, furioso, el caballero—. ¿Cuándo me lo has robado?
—No lo robé —repuso con actitud digna el kender—. Robar está muy mal. Ya te lo expliqué: el ingenio siempre vuelve a mí. No es culpa mía. Y no lo quiero. A decir verdad, tuve una charla muy seria con él anoche, pero por lo visto no me ha hecho caso.
Gerard le asestó una mirada feroz y luego, mascullando algo entre dientes —algo así como que no sabía por qué se molestaba—, guardó el objeto mágico en un saquillo de cuero que llevaba colgado a un costado.