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—Y más vale que siga estando ahí —advirtió seriamente.

—¡Sí, mejor será que hagas lo que te dice el caballero! —agregó Tas en voz alta mientras sacudía el índice en dirección al ingenio. Como recompensa por su ayuda, Tas acabó con la mordaza puesta.

Tras ceñirle la mordaza, Gerard cerró unas argollas en las muñecas del kender. Tas habría podido librarse fácilmente de unas manillas corrientes, pero éstas eran especiales para las finas muñecas de un kender, o eso parecía, ya que por mucho que lo intentó, no logró librarse de ellas. Gerard plantó la mano en el hombro de Tas y lo condujo fuera de la habitación y pasillo adelante.

El sol no había salido aún y en el fortín reinaban el silencio y la oscuridad. El caballero dejó que Tasslehoff se lavara la cara —alrededor de la mordaza— y las manos, y que hiciese lo que necesitara sin quitarle ojo de encima y sin permitirle un momento de intimidad. Después lo escoltó fuera del edificio.

Gerard llevaba una capa larga y amplia que le tapaba la armadura; aunque el kender no podía ver la coraza, sabía que la llevaba puesta porque la oía tintinear. No iba tocado con casco ni portaba espada. Condujo a Tas al cuartel de los caballeros, donde recogió un fardo grande, que podría ser una espada envuelta en una manta y atada con una cuerda.

A continuación llevó a Tasslehoff, amordazado y maniatado, hacia la salida del fortín. El sol no era más que una fina rodaja de luz en el horizonte, y entonces lo tapó un banco de nubes, de modo que daba la impresión de que, cuando el astro empezaba a salir, de repente había cambiado de idea y se había vuelto a la cama. Gerard le tendió un papel al capitán de guardia.

—Como podéis ver, señor, tengo permiso de lord Vivar para trasladar al prisionero.

El capitán miró el papel y después al kender. A Tas no le pasó inadvertido que Gerard ponía gran cuidado en evitar la luz de las antorchas, colocadas en los postes de madera a ambos lados de la puerta. Al momento se le ocurrió la idea de que el caballero intentaba ocultar algo, y aquello despertó su curiosidad, cosa que a menudo resulta ser fatal para los kenders y también para aquellos que van en su compañía. Tasslehoff escudriñó al humano con intensidad, intentando vislumbrar lo que era tan interesante como para esconderlo bajo la capa.

Tuvo suerte. Hubo un soplo de brisa matutina y la prenda ondeó ligeramente. Gerard la asió con rapidez y la sujetó firmemente por delante, pero no antes de que Tasslehoff viera reflejarse la luz de la antorcha en una armadura negra.

En circunstancias normales, Tas habría preguntado en voz alta por qué un Caballero de Solamnia vestía una armadura negra, y sin duda habría tirado de la capa para verla mejor y señalar este hecho singular e interesante al capitán de guardia. Sin embargo, la mordaza le impidió comentar nada al respecto, salvo unos confusos e ininteligibles murmullos y ruidos que fue cuanto consiguió articular.

Pensándolo bien —y ello se debió exclusivamente al hecho de llevar puesta la mordaza—, el kender cayó en la cuenta de que quizá Gerard no quería que nadie supiese que llevaba una armadura negra. De ahí, la amplia y larga capa.

Encantado por este nuevo giro en la aventura, Tasslehoff guardó silencio y se limitó a indicar al caballero, mediante guiños astutos, que estaba al tanto de su secreto.

—¿Dónde llevas a esta pequeña rata? —preguntó el capitán mientras devolvía el papel a Gerard—. ¿Y qué demonios le pasa en el ojo? No tendrá una infección contagiosa, ¿verdad?

—Que yo sepa, no, señor. Y, con todos mis respetos, capitán, lamento no poder deciros dónde se me ha ordenado que entregue al kender. Es información secreta —respondió, deferente. Acto seguido, Gerard bajó el tono de voz para añadir:— Es al que sorprendimos profanando la tumba, señor.

El capitán asintió con aire avisado. Entonces miró, receloso, los bultos que cargaba el caballero.

—¿Qué es eso?

—Pruebas, señor —repuso Gerard.

—De modo que causó graves daños, ¿no es así? —El gesto del oficial era sombrío—. Confío en que le den un castigo ejemplar.

—Lo creo muy probable, señor —contestó, impasible, el caballero.

El capitán hizo un ademán señalando la puerta y dejó de prestarles atención. Gerard empujó al kender para meterle prisa y alejarse cuanto antes del fortín. Llegaron a la calzada principal y, aunque el día no se había despertado del todo, sí lo había hecho bastante gente. Los granjeros transportaban sus productos al mercado de la ciudad; de los campamentos de leñadores en las montañas salían carretas; los pescadores se encaminaban hacia el lago Crystalmir. La gente dirigía alguna que otra mirada curiosa al caballero arrebujado en la capa, porque a pesar de la temprana hora la temperatura era ya bastante cálida. Sin embargo, atareadas con sus quehaceres, las gentes pasaban de largo sin hacer comentarios; allá él, si quería asarse de calor. Ni una sola persona con la que se cruzaron dedicó más de una mirada de pasada a Tasslehoff. Que un kender fuera amordazado y maniatado no era nada nuevo.

Gerard y Tas tomaron la calzada que partía de Solace hacia el sur, un camino que serpenteaba a lo largo de los Picos del Centinela, una estribación de las montañas Kharolis, y que los conduciría al Paso Sur. El sol había decidido levantarse finalmente, y una luz rosada, suave y difuminada, pintaba el cielo y daba una tonalidad dorada a las hojas de los árboles. Los diminutos brillantes del rocío brillaban en la hierba. Era un día estupendo para emprender una aventura, y Tas habría disfrutado enormemente si no hubiera sido porque Gerard lo iba azuzando y metiendo prisa y no lo dejaba pararse para mirar nada en el camino.

A pesar de ir cargado con el morral, que parecía bastante pesado, y con la espada envuelta en la manta, el caballero marcaba un paso rápido. Llevaba los bultos en una mano, mientras con la otra empujaba a Tasslehoff en la espalda si el kender aminoraba la marcha, o lo agarraba por el cuello de la camisa si se desviaba, o tiraba de él bruscamente hacia atrás si iniciaba una repentina carrera.

Nadie lo diría viendo su complexión, pero Gerard, aunque de talla y peso medios, era extremadamente fuerte.

El caballero resultó un compañero de camino sombrío y silencioso. No devolvía los alegres «buenos días» con que saludaban quienes se dirigían a Solace, y rechazó fríamente la oferta de llevarlos en su carro hecha por un buhonero que viajaba en su misma dirección.

Al menos le quitó la mordaza al kender, por lo que Tas se sintió agradecido. Ya no era tan joven como antes —cosa que no tenía reparos en reconocer— y descubrió que, entre el paso rápido impuesto por el caballero y los continuos empujones, tirones y empellones, necesitaba más aire del que podía coger por la nariz.

De inmediato, empezó a hacer todas la preguntas que había ido almacenando, empezando con «¿Por qué es negra tu armadura? Nunca había visto una de ese color. Bueno, sí que la había visto, pero no en un Caballero de Solamnia», y terminado con «¿Vamos a ir andando todo el camino hasta Qualinesti? Si es así, ¿te importaría no agarrarme del cuello de la camisa con tanta fuerza? Me estás arrancando la piel ¿sabes?».

Tas no tardó en descubrir que podía hacer todas las preguntas que quisiera, siempre y cuando se conformase con no tener respuestas, ya que la única contestación de Gerard fue:

—No te pares.

Después de todo, el caballero era joven, y Tas no pudo evitar hacerle notar el error que estaba cometiendo.

—Lo mejor de salir de aventuras es observar el paisaje a lo largo del camino —dijo el kender—. Ir sin prisa para disfrutar de la vista y para investigar todas las cosas interesantes que te salen al paso, y para hablar con la gente que te encuentras. Si te paras a pensarlo, el objetivo de una aventura, por ejemplo luchar con un dragón o rescatar a un mamut lanudo, sólo dura una mínima parte del viaje, y aunque siempre resulta la mar de excitante, te deja un montón de tiempo libre antes y después, cosa que puede resultar muy aburrida si no se hace algo al respecto.