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—No me interesa buscar emociones —manifestó Gerard—. Sólo quiero acabar con este asunto de una vez y librarme de ti. Cuanto antes termine, antes podré dedicarme al objetivo que me he marcado.

—¿Y cuál es ese objetivo? —inquirió Tas, encantado de que por fin el caballero charlase con él.

—Unirme a la lucha en la defensa de Sanction —contestó Gerard—. Y cuando eso esté resuelto, liberar Palanthas del azote de los Caballeros de Neraka.

—¿Quiénes son ésos? —inquirió, interesado, Tas.

—Antes se los conocía como los Caballeros de Takhisis, pero se cambiaron el nombre cuando se hizo evidente que la Reina Oscura ya no regresaría nunca.

—¿Qué quieres decir con que no regresará? ¿Adónde ha ido? —quiso saber Tas.

—Con los otros dioses, si crees lo que la gente dice —repuso el caballero, que se encogió de hombros—. Mi opinión es que todas esas afirmaciones de que los tiempos difíciles que vivimos son el resultado de la marcha de los dioses, sólo son excusas para disculpar nuestros propios fracasos.

—¡Que los dioses se marcharon! —Tas se quedó boquiabierto—. ¿Cuándo?

—No pienso seguirte el juego, kender —repuso Gerard con un resoplido.

Tasslehoff reflexionó sobre lo que el caballero le había dicho.

—¿No te habrás armado un lío con todo ese asunto de los caballeros y lo has entendido al revés? —preguntó al cabo—. ¿No está Sanction en manos de los caballeros negros y Palanthas en las de nuestros caballeros?

—No, no lo he entendido al revés. Y es una lástima.

—Pues yo sí que estoy hecho un lío —suspiró Tas.

Gerard gruñó y empujó al kender, que había aminorado un poco la marcha, ya que sus piernas tampoco eran tan jóvenes como antes.

—Date prisa —lo instó—. Ya no queda mucho trecho.

—¿No? —se sorprendió Tas—. ¿Es que también has trasladado Qualinesti?

—Por si te interesa, kender, tengo dos monturas esperándonos en el puente de Solace. Y antes de que lo preguntes, te diré que la razón por la que hemos salido a pie del fortín y no a caballo es que la montura que voy a utilizar no es la mía habitual. Habría dado pie a comentarios y a tener que dar explicaciones.

—¿Dices que hay un caballo para mí? ¡Un caballo para mí solo! ¡Qué excitante! Hace la tira de tiempo que no monto. —Tasslehoff se paró y miró al caballero—. Siento mucho haberte juzgado mal. Supongo que, después de todo, sí sabes lo que es salir de aventuras.

—No te detengas. —Gerard le dio otro empujón.

De repente al kender se le ocurrió una idea; una idea realmente sorprendente que lo dejó sin el poco aliento que le quedaba. Hizo una pausa para recuperar el resuello y después utilizó el aire que había cogido para plantear la pregunta derivada de la idea.

—No te caigo bien, ¿verdad, sir Gerard? —En su voz no había enfado ni reproche, sólo sorpresa.

—No. —El caballero echó un trago de agua del odre y luego se lo tendió a Tas—. Si te sirve de consuelo, no hay nada personal en mi desagrado hacia ti. Siento lo mismo por todos los de tu raza.

Tas reflexionó sobre aquello mientras bebía; el agua estaba caliente y sabía al pellejo del odre.

—Quizá me equivoque, pero me parece que preferiría que el desagrado fuera hacía mí personalmente que por pertenecer a una raza. Podría hacer algo con respecto a mí mismo para remediarlo, ¿sabes?, pero no tengo muchas opciones en cuanto a ser kender, ya que mis padres lo eran y eso tiene mucho que ver con pertenecer a una raza u otra.

»Tal vez hubiese elegido ser un caballero —continuó, entusiasmado con el tema—. De hecho, estoy bastante seguro de que probablemente lo habría sido, pero los dioses debieron suponer que mi madre, pequeña de tamaño, habría tenido graves problemas para dar a luz a alguien tan grande como tú, así que nací kender. En realidad, y no lo tomes como una ofensa, retiro eso de querer ser un caballero. Creo que lo que de verdad me habría gustado ser es un draconiano, una criatura tan fiera y llena de escamas, y con alas. Siempre he deseado tener alas. Pero, por supuesto, eso sí que le habría resultado extremadamente difícil a mi madre.

—Sigue andando —fue todo cuanto Gerard comentó.

—Podría ayudarte a llevar ese bulto si me quitaras las manillas —se ofreció Tas, pensando que si le era de utilidad, quizás acabaría cayéndole bien.

—No —fue la escueta respuesta de Gerard. Sin añadir siquiera «gracias».

—Pero, vamos a ver, ¿por qué no te gustamos los kenders? —insistió Tas—. Flint decía siempre que no le caíamos bien, pero sé muy bien que sí. Por el contrario, creo que a Raistlin no le hacíamos mucha gracia. Intentó matarme en una ocasión, y ello me dio un indicio de cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Lo perdoné por eso, aunque nunca le perdonaré que matara al pobre Gnimsh. Pero ésa es otra historia que te contaré más adelante. ¿Dónde estaba? Ah, sí. Iba a añadir que Sturm Brightblade era un caballero, y le gustábamos los kenders, así que me he preguntado qué tienes contra nosotros.

—Los kenders sois frivolos e irresponsables —contestó Gerard con voz dura—. Corren malos tiempos. La vida es algo muy serio y debe tomarse con seriedad. No están las cosas para jolgorios y chirigotas.

—Pero si no hay alegría, los tiempos tienen que ser malos a la fuerza —argüyó Tas—. ¿Qué otra cosa podrías esperar?

—¿Cuánta alegría sentiste, kender, cuando supiste la noticia de que cientos de los tuyos habían sido asesinados en Kendermore por Malystrix, la gran Roja? —instó, sombrío, el caballero—. ¿Y cuando supiste que los que sobrevivieron fueron expulsados de su patria y ahora parecen estar bajo una especie de maldición y se los llama aquejados, porque conocen el miedo y portan espadas, en lugar de bolsas y saquillos? ¿Te reiste mucho cuando te contaron esas noticias, kender, y te pusiste a cantar?

Tasslehoff se frenó y giró sobre sus talones tan de repente que el caballero casi tropezó con él.

—¿Cientos? ¿Asesinados por un dragón? —Tas no salía de su asombro—. ¿A qué te refieres con que cientos de kenders murieron en Kendermore? No sé nada de eso. ¡Jamás me han contado algo semejante! No es verdad, estás mintiendo. No —rectificó, angustiado—. Retiro lo dicho. Tú no puedes mentir. Eres un caballero y, aunque no te caiga bien, estás obligado por el honor a no mentirme.

Gerard no dijo nada. Puso la mano en el hombro de Tas, le hizo darse media vuelta, y lo azuzó para que empezara a caminar otra vez.

Tas notó una extraña sensación rondándole el corazón; una especie de presión rara, como si se hubiese tragado una serpiente constrictora. Era una sensación incómoda y muy, muy desagradable. En ese momento supo que el caballero había dicho la verdad, que cientos de los suyos habían muerto de un modo horrible y doloroso. Ignoraba cómo había ocurrido, pero sabía que era cierto; tan cierto como que la hierba a lo largo del camino crecía, o que las ramas de los árboles se extendían sobre su cabeza, o que el sol brillaba a través de las verdes hojas.

Era verdad en este mundo donde el funeral de Caramon había discurrido de manera diferente a como él lo recordaba. Pero no era cierto en ese otro mundo, el del primer funeral de Caramon.

—Me siento raro —dijo Tas con un hilo de voz—. Como mareado. Como si fuera a vomitar. Si no te importa, creo que voy a guardar silencio un rato.

—Bendita la hora —comentó el caballero. Le dio un nuevo empujón y añadió:— Sigue andando.

Caminaron en silencio y, a media mañana, llegaron al puente de Solace, que se extendía sobre el arroyo del mismo nombre. La corriente era un riacho serpenteante que discurría al pie de los Picos del Centinela, siguiendo el sinuoso trazado de las estribaciones para, posteriormente, precipitarse con alegre ímpetu a través del Paso Sur hasta desembocar en el río de la Rabia Blanca. El puente era amplio a fin de facilitar la circulación de carretas y tiros de caballos, además de transeúntes.