Antaño, el cruce por el puente era gratuito, pero a medida que el tráfico se incrementaba, aumentaron los gastos para arreglos y mantenimiento. Las autoridades de Solace acabaron cansándose de desembolsar fondos del erario público para conservar el puente en buen uso, de modo que instalaron una barrera de peaje, atendida por un portazguero. La tarifa requerida era modesta; el arroyo Solace no era muy profundo y había puntos por los que su cruce resultaba practicable, de modo que los viajeros siempre tenían la alternativa de atravesarlo por otros vados a lo largo de la ruta. No obstante, las márgenes de la corriente eran empinadas y resbaladizas. Más de una carreta, cargada con mercancías valiosas, había acabado volcada en el agua, por lo que la mayoría de los viajeros preferían pagar el peaje.
El caballero y el kender fueron las únicas personas que lo cruzaron a esa hora del día. El portazguero estaba almorzando en la caseta. Había dos caballos atados en un soto de álamos que crecían a lo largo de la ribera. Un muchacho, con el aspecto y el olor de mozo de establo, roncaba en la hierba. Uno de los corceles era de capa negra, brillante como el azabache bajo la luz del sol. Se advertía que era un animal nervioso, ya que pateaba el suelo y daba tirones de las riendas de vez en cuando, como para probar si podía soltarse. La otra montura era una yegua pinta gris, de baja alzada, casi un poni, de ojos muy relucientes, que no dejaba de mover las orejas y aletear los ollares. Largos guedejones cubrían sus cascos casi por completo.
La serpiente constrictora que comprimía el corazón de Tas aflojó bastante su presión cuando el kender avistó a la pequeña yegua, que a su vez pareció observarlo con expresión amistosa, si bien un tanto traviesa.
—¿Es mía? —preguntó Tas con desmedido entusiasmo.
—No. Los caballos se han alquilado para el viaje, nada más —aclaró Gerard.
Dio una patada al mozo de cuadra, que se despertó y, mientras bostezaba y se rascaba, dijo que le debía treinta piezas de acero por los animales, las sillas y las mantas, diez de las cuales se le reembolsarían cuando los caballos fueran devueltos sanos y salvos. Gerard cogió su bolsa de dinero y contó las monedas. El mozo de cuadra —que se mantuvo lo más lejos posible de Tasslehoff— volvió a contarlas, desconfiado, y luego las guardó en una bolsa, que a su vez metió debajo de la camisa llena de paja.
—¿Cómo se llama la yegua? —quiso saber Tas.
—Pequeña Gris —contestó el mozo de cuadra.
—Qué poco imaginativo —comentó el kender, fruncido el entrecejo—. Creo que a mí se me habría ocurrido algo más original. ¿Y cómo se llama el caballo?
—Negrillo —dijo el mozo de cuadra mientras se hurgaba los dientes con una paja.
Tasslehoff soltó un sonoro suspiro.
El portazguero salió de la caseta y Gerard le pagó la tarifa del peaje. El hombre levantó la barreta, tras lo cual observó al caballero y al kender con gran curiosidad; parecía dispuesto a pasarse el resto de la mañana inquiriendo adonde se dirigían y por qué, pero Gerard se limitó a responder lacónicamente «sí» o «no», dependiendo de la pregunta.
Entretanto, aupó a Tasslehoff a lomos de la yegua, que giró la cabeza para mirar al kender y guiñó un ojo, como si compartiesen algún secreto maravilloso. Gerard colocó el misterioso paquete y el envoltorio de la espada en la grupa de su propio caballo y los ató a conciencia. A continuación tomó las riendas de la yegua de Tas, montó en su corcel y emprendió la marcha, dejando al portazguero con la palabra en la boca, plantado en el puente.
El caballero marchaba delante, sin soltar las riendas de la yegua. Tas se agarraba a la perilla de la silla con las manos esposadas. A Negrillo parecía gustarle tan poco la pequeña yegua como el kender al caballero. Quizás estaba resentido por el paso lento que se veía obligado a llevar para acomodarse al del otro animal, o tal vez era un caballo de talante severo al que ofendía cierta vivacidad exhibida por la yegua. Fuera cual fuese la razón, si el corcel negro sorprendía a la pinta trotando de costado por el puro placer de hacerlo o si sospechaba que podría sentirse tentada a detenerse para mordisquear los ranúnculos que crecían al borde del camino, giraba la cabeza y miraba a su jinete y a ella con expresión fría.
Habían recorrido unos ocho kilómetros cuando Gerard se detuvo, se irguió en los estribos y miró atrás y adelante en la calzada. No se habían encontrado con otros viajeros desde que habían cruzado el puente, y no se veía a nadie en el camino. El caballero desmontó y se quitó la capa, que enrolló y guardó en el petate. Vestía el negro peto decorado con la calavera y el lirio de la muerte de un Caballero de Neraka.
—¡Qué estupendo disfraz! —exclamó Tas, encantado—. Le dijiste a lord Vivar que irías como caballero y no mentiste. Sólo pasaste por alto especificar qué clase de caballero serías. ¿Tengo que disfrazarme yo también como un caballero negro? Quiero decir un Caballero de Neraka. ¡Oh, claro, ya entiendo! No me lo digas. ¡Voy a ser tu prisionero! —Tasslehoff se sentía muy orgulloso de sí mismo por su capacidad de deducción—. Esto va a resultar más diver... ¡Ejem! Va a ser más interesante de lo que esperaba.
—Esto no es un viaje de placer, kender —le reprendió Gerard con aire severo—. Tienes en tus manos tu vida y la mía, así como el éxito o el fracaso de nuestra misión. Debo de ser un necio por confiar algo tan importante en uno de tu clase, pero no me queda otra alternativa. Dentro de poco habremos entrado en territorio controlado por los Caballeros de Neraka, de modo que si se te ocurre hacer la menor alusión a que soy un caballero solámnico, me prenderán y me ejecutarán como espía. Pero antes de matarme me torturarán para descubrir lo que sé. Utilizan el potro para sacar información a la gente. ¿Alguna vez has visto a un hombre estirado en un potro, kender?
—No, pero vi a Caramon haciendo calistenia y me aseguró que era una tortura...
—Te atan las manos y los pies al potro —siguió Gerard como si no lo hubiese oído—, y entonces tiran en direcciones opuestas. Los brazos y las piernas, las rodillas y los codos, las muñecas y los tobillos se descoyuntan. El dolor es espantoso, pero lo bonito de esa tortura es que aunque la víctima padece terriblemente, no muere. Pueden tener a un hombre en el potro durante días. Los huesos nunca vuelven a encajarse adecuadamente, y cuando lo bajan del potro está tullido. Tienen que llevarlo al cadalso y sentarlo en una silla para poder ahorcarlo. Ésa será mi suerte si me traicionas, kender. ¿Lo has entendido?
—Sí, sir Gerard. Y aunque no te caiga bien, cosa que he de decirte que hiere mis sentimientos, no querría verte estirado sobre el potro. Quizás a alguna otra persona, ya que nunca he presenciado cómo se descoyunta un brazo, pero no a ti.
—Refrena tu lengua por tu propio bien y por el mío —insistió Gerard, al que no pareció impresionarle su magnánima manifestación.
—Lo prometo —dijo Tas mientras se llevaba las manos al copete y se daba un doloroso tirón que le arrancó lágrimas—. Sé guardar un secreto, ¿sabes? Conozco muchos, algunos muy importantes. También mantendré éste. Ten por seguro que lo haré o no me llamo Tasslehoff Burrfoot.
Eso pareció impresionar aún menos a Gerard, quien, con expresión agria, regresó a su caballo, montó y reanudó la marcha: un caballero negro conduciendo a su prisionero.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Qualinesti? —inquirió Tas.
—A este paso, cuatro días.
Cuatro días. Gerard dejó de prestar atención al kender y se negó a responder una sola pregunta más. Estaba sordo a las mejores y más maravillosas historias de Tasslehoff y no se molestó en contestar cuando Tas sugirió que conocía un atajo estupendo a través del Bosque Oscuro.