Sir Roderick se vio a sí mismo reflejado en el brillante acero de aquellos ojos fríos y tuvo la sensación de ser trasladado a una columna de gastos superfluos. Se preguntó si sería cierto que aquellas lentes eran artefactos rescatados de las ruinas de Neraka y que daban a quien las llevara la capacidad de ver la mente de otros. Empezó a sudar bajo la armadura, a pesar de que en la fortaleza, con sus muros de macizos bloques de piedra, siempre hacía fresco, incluso durante los meses más calurosos del estío.
—Mi ayudante me ha informado que vienes de Sanction, sir Roderick —empezó Targonne con su voz de funcionario, modesta y agradable—. ¿Cómo va el asedio a la ciudad?
Habría que señalar en este punto que la familia Targonne poseía muchas propiedades en Sanction, las cuales había perdido cuando la ciudad cayó en manos del enemigo. Targonne había hecho de la toma de Sanction una de las prioridades de la Orden. Sir Roderick había ensayado su alocución durante el viaje de dos días a caballo desde Sanction a Jelek y estaba preparado para responder.
—Excelencia, he venido para informaros que en la mañana siguiente al Día del Solsticio Vernal se produjo un intento de romper el cerco de Sanction y ahuyentar a nuestro ejército. Los malditos Caballeros de Solamnia trataron de embaucar a mi comandante, lord Aceñas, incitándolo a atacar con la añagaza de hacerle creer que habían abandonado la plaza. Lord Aceñas adivinó el ardid y, a su vez, los atrajo a una trampa. Al lanzar un ataque contra la ciudad, lord Aceñas engatusó a los solámnicos para que saliesen a campo abierto. Entonces fingió una retirada. Los solámnicos se tragaron el anzuelo y persiguieron a nuestras fuerzas. En el tajo de Beckard, lord Aceñas ordenó a nuestras tropas que dieran media vuelta y opusieran resistencia. El enemigo sufrió una severa derrota, con muchos heridos y muertos. Se vieron obligados a retirarse tras las murallas de Sanction. Lord Aceñas tiene el placer de informaros, excelencia, que el valle en el que acampa nuestro ejército permanece a salvo y seguro.
Las palabras de sir Roderick entraron en los oídos de Targonne; sus pensamientos lo hicieron en la mente del Señor de la Noche. El caballero recordaba vividamente huir como alma que lleva el diablo delante de los arrasadores solámnicos, junto a lord Aceñas, quien, al dirigir el ataque desde la retaguardia, quedó atrapado en la desbandada. Y en otra parte de la mente del caballero había una imagen que Targonne encontró muy interesante y también inquietante. Era la de una joven con armadura negra, exhausta y manchada de sangre, que recibía homenaje y honores de las tropas de lord Aceñas. Oyó el nombre de la muchacha resonando en la mente de Roderick: «¡Mina! ¡Mina!».
El Señor de la Noche se rascó el bigotillo que cubría su labio superior con la punta de la pluma.
—Vaya. Parece una gran victoria. Habrá que felicitar a lord Aceñas.
—Sí, excelencia. —Sir Roderick sonrió complacido—. Gracias, excelencia.
—Habría sido una victoria mayor si lord Aceñas hubiese tomado Sanction como se le ordenó, pero supongo que se ocupará de ese pequeño asunto cuando lo crea conveniente.
Sir Roderick había dejado de sonreír. Empezó a hablar, tosió, y pasó unos segundos carraspeando.
—A decir verdad, excelencia, a buen seguro habríamos podido tomar la ciudad de no ser por los actos de amotinamiento de uno de nuestros oficiales jóvenes. En contra de las órdenes de lord Aceñas, esa joven oficial retiró del combate a toda una compañía de arqueros, de manera que no tuvimos la cobertura necesaria para lanzar un ataque contra las murallas de Sanction. Y, por si eso fuera poco, llevada por el pánico ordenó a los arqueros que dispararan cuando nuestros soldados se encontraban todavía en línea de tiro. Las bajas que sufrimos se deben completamente a la incompetencia de esa oficial. En consecuencia, lord Aceñas no creyó oportuno proceder con el ataque.
—Vaya, vaya —repitió Targonne—. Confío en que se haya castigado de manera sumarísima a esa oficial.
Sir Roderick se lamió los labios. Ésa era la parte difícil.
—Lord Aceñas lo habría hecho, excelencia, pero le pareció aconsejable consultarlo antes con vos. Ha surgido una situación que plantea dificultades y lord Aceñas no sabe cómo actuar. La joven ejerce una influencia mágica y extraña sobre los soldados, excelencia.
—¿De veras? —Targonne parecía sorprendido. Cuando habló en su voz había una nota de dureza—. Las últimas noticias que tengo son que a nuestros hechiceros les estaban fallando sus poderes mágicos. No sabía que una de nuestras hechiceras poseyera tanto talento.
—No es hechicera, excelencia. O al menos eso es lo que dice ella. Afirma ser la mensajera enviada por un dios, el único y verdadero dios.
—¿Y cómo se llama ese dios? —preguntó Targonne.
—¡Ah, en eso es muy lista, excelencia! Mantiene que el nombre del dios es demasiado sagrado para pronunciarlo.
—Las deidades van y vienen —manifestó Targonne con impaciencia. Estaba viendo una imagen asombrosa e inquietante en la mente de sir Roderick, y quería oírlo en labios del hombre—. Nuestros soldados no se dejarían engañar con semejantes paparruchas.
—Excelencia, la mujer no se limita a hablar. Realiza milagros. Milagros de curación como no se han visto en los últimos años debido a la debilitación de los poderes de nuestros místicos. Esa chica devuelve miembros amputados. Impone las manos sobre el pecho de un hombre y el agujero de la herida se cierra solo. Le dice a un hombre que tiene la espalda rota que puede levantarse, ¡y se incorpora! El único milagro que no realiza es devolver la vida a los muertos. En esos casos, reza junto a los cadáveres.
El crujido de una silla hizo que sir Roderick alzara los ojos y observara los iris acerados de Morham Targonne centelleando de manera desagradable.
—Por supuesto —se apresuró a corregir su error—, lord Aceñas sabe que no se trata de milagros, excelencia. Sabe que es una charlatana. Lo que pasa es que no consigue descubrir cómo lo consigue —agregó sin convicción— Y los hombres están entusiasmados con ella.
Targonne comprendió, alarmado, que todos los soldados de infantería y la mayoría de los caballeros se habían amotinado, que se negaban a obedecer a Aceñas. Habían trasladado su lealtad a una mocosa de cabeza rapada vestida con armadura negra.
—¿Qué edad tiene esa chica? —preguntó, frunciendo el entrecejo.
—Se le calculan unos diecisiete años, excelencia.
—¡Diecisiete! —Targonne no salía de su asombro—. ¿Qué indujo a Aceñas a nombrarla oficial, para empezar?
—No lo hizo, excelencia. No forma parte de nuestra ala. Ninguno de nosotros la había visto antes de su llegada al valle, justo antes de la batalla.
—¿Podría ser una solámnica disfrazada? —sugirió Targonne.
—Lo dudo, excelencia. Gracias a ella los solámnicos perdieron la batalla —contestó sir Roderick, sin percatarse de que lo que acababa de decir no encajaba con lo que había dicho antes.
Targonne advirtió la contradicción, pero se hallaba demasiado absorto en el tintineo del abaco de su mente como para prestar atención a otra cosa, aparte de tomar nota de que Aceñas era un incompetente chapucero al que había que reemplazar cuanto antes. El Señor de la Noche hizo sonar una campanilla que había sobre el escritorio; la puerta del despacho se abrió, dando paso a su ayudante.
—Busca en el registro de alistamiento de caballería —ordenó Targonne—. Localiza a... ¿Cómo se llama? —preguntó a Roderick a pesar de que podía oír el nombre resonando en la mente del caballero.
—Mina, excelencia.
—Mina —repitió el Señor de la Noche, como si lo saboreara—. ¿Nada más? ¿Ningún apellido?
—No que yo sepa, excelencia.
El ayudante se marchó y envió a varios funcionarios a realizar el encargo. Los dos caballeros guardaron silencio mientras se llevaba a cabo la búsqueda, y Targonne aprovechó el tiempo para seguir escudriñando la mente de Roderick, con lo que ratificó su conjetura de que el asedio a Sanction estaba en manos de un papanatas. De no haber sido por esa chica, el sitio se habría roto, los caballeros negros habrían sido derrotados, aniquilados, y los solámnicos ocuparían Sanction, triunfantes y sin trabas. El ayudante regresó.