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Se marcha el pueblo. Se marcha la hija amada, Alhana Starbreeze. Solo, Lorac oye la voz del Orbe que lo llama, que lo incita a entrar en la oscuridad. Lorac atiende al reclamo, desciende a las tinieblas. Pone las manos sobre el Orbe, y el Orbe pone las suyas sobre Lorac. Llega el sueño. Se apodera de Silvanesti la pesadilla del horror, la pesadilla del miedo, de árboles que exudan sangre elfa, de lágrimas que forman ríos. La pesadilla de la muerte.
Llega un dragón, Cyan Bloodbane, esbirro de Takhisis, para musitar a su oído los terrores del sueño. Para sisear, haciendo mofa de sus palabras: «Sólo yo tengo poder para salvar al pueblo. Sólo yo tengo en mis manos la salvación». La pesadilla penetra en la tierra, la mata, deforma los árboles, que sangran, llena los ríos con las lágrimas del pueblo, con las lágrimas de Lorac, el rey subyugado por el Orbe y por Cyan Bloodbane, esbirro de Takhisis, servidor del Mal, el único que detenta el poder.

—Entiendo perfectamente que a mi madre no le gustara oír ese cántico —comentó Silvan en voz queda cuando la última nota, dulce, triste y sostenida, se alejó flotando sobre la corriente y se repitió en el trino de un pájaro—. Y que a nuestro pueblo no le guste recordarlo.

—No obstante, debería hacerlo —adujo Rolan—. Debería cantarse a diario, si de mí dependiese. ¿Quién sabe si el canto sobre este tiempo actual no será igualmente trágico, terrible? No hemos cambiado. Lorac Caladon se creyó suficientemente fuerte para dominar el Orbe de los Dragones, a pesar de que todos los sabios le previnieron en contra. Por ello quedó atrapado y provocó su caída. Nuestro pueblo, inducido por el miedo, prefirió huir en lugar de quedarse y luchar. Y así, por el miedo, hoy nos agazapamos bajo este escudo y sacrificamos las vidas de algunos de los nuestros a fin de salvar un sueño.

—¿Un sueño? —preguntó Silvan, que pensaba en el de Lorac, en el de la canción.

—No me refiero a los susurros del dragón —aclaró Rolan—. Ese sueño acabó, pero el durmiente se niega a despertar y, en consecuencia, otro sueño lo ha reemplazado. Uno del pasado. Uno de días gloriosos que han quedado atrás. No los culpo —añadió, suspirando—. También a mí me encanta evocar esas cosas de antaño y añoro recobrarlas. Pero quienes luchamos junto a vuestro padre sabemos que no se puede, ni se debe, volver al pasado. El mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él. Hemos de ser parte de él o, de lo contrario, enfermaremos y moriremos en la prisión en la que nos hemos recluido. —Rolan dejó de remar un momento y se volvió hacia Silvan—. ¿Entendéis lo que estoy diciendo, majestad?

—Creo que sí —respondió prudentemente el joven—. Pertenezco al mundo, por así decirlo. Vengo del exterior. Soy el que puede conducir a nuestro pueblo al mundo para unirse a él.

—Sí, majestad. —Rolan sonrió.

—Siempre y cuando evite el pecado del orgullo desmedido —añadió Silvan, que dejó de bogar, agradeciendo el respiro. Había esbozado una sonrisa al pronunciar la frase, queriendo hacer un comentario divertido, pero al pensarlo se puso serio—. El orgullo, el punto débil de la familia —musitó, casi para sí—. Me doy por advertido y, según dicen, hombre prevenido vale por dos.

Tomó de nuevo el zagual y se puso a remar con energía, como impulsado por un propósito.

El pálido sol se escondió detrás de los árboles. El día languidecía, como si fuese también una de las víctimas de la enfermedad consumidora, y Rolan examinó la orilla, buscando un punto adecuado para amarrar durante la noche. Silvan, que iba mirando la otra orilla, reparó en algo que al Kirath le había pasado por alto.

—¡Rolan! —llamó en un susurro urgente—. ¡Dirígete a la ribera occidental! ¡Aprisa!

—¿Qué ocurre, majestad? —Rolan advirtió la alarma en la voz del joven—. ¿Qué habéis visto?

—¡Allí! ¡En la orilla oriental! ¿No los ves? ¡Deprisa! ¡Casi estamos al alcance de sus flechas!

Rolan dejó de remar y se volvió, sonriente, hacia Silvan.

—Ya no estáis entre los perseguidos, majestad. Esos elfos que están reunidos en la orilla son de los nuestros. Han venido a veros y a rendiros homenaje.

—Pero... —Silvan no salía de su asombro—. ¿Cómo lo saben?

—Los Kirath han pasado por aquí, majestad.

—¿Tan pronto?

—Os dije que la noticia se propagaría con rapidez.

—Lo siento, Rolan —se disculpó el joven, enrojeciendo—. No era mi intención dudar de ti. Es sólo que... Mi madre utiliza corredores. Viajan en secreto llevando mensajes entre mi madre y su cuñada, Laurana, en Qualinesti. Así nos mantenemos informados de lo que ocurre con nuestra gente en ese reino. Pero tardan muchos días en cubrir el mismo número de kilómetros... Pensé que...

—Pensasteis que exageraba. No tenéis que disculparos por eso, majestad. Estáis acostumbrado al mundo fuera del escudo, un mundo que es grande y está lleno de peligros que crecen y menguan de día en día, como la luna. Aquí, en Silvanesti, los Kirath conocemos cada camino, cada árbol que se alza junto a ese camino, cada flor que crece a sus orillas, cada ardilla que lo cruza, cada pájaro que canta en cada rama, de tantas veces que los hemos recorrido. Si ese pájaro lanza una nota disonante, si esa ardilla agita las orejas con alarma, lo advertimos. Nada puede sorprendernos. Nada puede detenernos. —Rolan frunció el entrecejo—. Por esa razón a los Kirath nos preocupa que el dragón Cyan Bloodbane nos haya eludido durante tanto tiempo. Es imposible que pudiera hacerlo. Y, sin embargo, es posible que lo haya hecho.

El río los acercó hacia los elfos que esperaban en la orilla oriental. Sus casas se encontraban en los árboles; unas casas que probablemente un humano jamás habría visto, ya que estaban hechas con los árboles vivos, cuyas ramas habían sido dirigidas amorosamente para crear paredes y techos. Se veían redes extendidas en el suelo para secarse, y los botes habían sido sacados a la orilla. No había muchos elfos, ya que era un pueblo de pescadores, y, sin embargo, resultaba obvio que toda la población se hallaba presente. Incluso los enfermos habían sido transportados al borde del río, donde yacían envueltos en mantas y recostados en almohadas.

Cohibido, Silvan dejó de remar y soltó el zagual en el fondo del bote.

—¿Qué hago, Rolan? —preguntó, nervioso.

El otro elfo miró hacia atrás y le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Sed vos mismo, majestad, nada más. Es lo que esperan.

Rolan viró hacia la orilla. El río parecía discurrir más rápido allí y empujó a Silvan hacia la gente que aguardaba antes de que el joven estuviese del todo preparado para el encuentro. Había desfilado con su madre para pasar revista a las tropas y entonces experimentó la misma desazón e inseguridad que lo asaltaban ahora y que lo hacían sentirse indigno de tal honor.

El río lo condujo a la altura de los suyos. Silvan los miró e hizo una leve inclinación de cabeza al tiempo que alzaba la mano en un tímido saludo. Nadie respondió al gesto. Nadie vitoreó, como Silvan casi esperaba que hicieran. Lo contemplaron en silencio mientras pasaba flotando sobre el río; un silencio emocionado que conmovió a Silvan más profundamente que la aclamación más entusiasta. Vio en sus ojos y oyó en su silencio un anhelo contenido, una esperanza en la que no querían creer porque ya la habían albergado antes sólo para verse defraudados.

Profundamente emocionado, Silvan dejó de agitar la mano y la tendió hacia ellos, como si los estuviera viendo hundirse y quisiera mantenerlos a flote. El río lo alejó de ellos, giró en la curva de un recodo y los perdió de vista.