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—Sí, pero se refieren a ello como un rumor. Yo tengo la confirmación —añadió, sombrío, Konnal.

—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —inquirió Glauco.

—Tengo mis fuentes de información entre los Kirath. El hombre lo vio, habló con él. Al parecer, el joven es la viva imagen de su padre. Es Silvanoshei Caladon, hijo de Alhana Starbreeze y nieto del difunto y no llorado rey Lorac.

—¡Pero eso es imposible! —manifestó Glauco—. Las últimas noticias que teníamos sobre el paradero de esa maldita bruja, su madre, eran que pululaba por el exterior del escudo y que su hijo se encontraba con ella. Nada ni nadie puede penetrar el escudo. —El elfo se mostró firme en su aserto.

—Entonces, su llegada debe de ser un milagro, como afirman —instó secamente Konnal mientras señalaba con un ademán a sus cuchicheantes invitados.

—¡Bah! Debe de tratarse de un impostor. Vaya, sacudís la cabeza. —Glauco contemplaba al gobernador con incredulidad—. ¡Os habéis tragado ese cuento!

—Mi fuente de información es Drinel. Como ya sabes, posee gran destreza con la sonda de la verdad —replicó el general—. No cabe duda. El joven pasó la prueba. Drinel vio en su corazón. Al parecer, sabe más sobre lo que le ha ocurrido que el mismo joven.

—Y ¿qué es lo que le pasó? —inquinó Glaucos, enarcando levemente su delicada ceja.

—La noche de la terrible tormenta, Alhana y sus rebeldes se preparaban para lanzar un ataque general contra el escudo cuando su campamento fue asaltado por ogros. El joven corrió a pedir ayuda a lo humanos de la Legión de Acero, prueba de lo bajo que ha caído esa mujer. Entonces le cayó cerca un rayo. El chico resbaló y rodó por un barranco. Perdió el sentido. Al parecer, cuando volvió en sí, se encontraba dentro del escudo.

Glauco se frotó el mentón con gesto pensativo. La barbilla era delicada, su rostro hermoso. Los ojos almendrados eran grandes y penetrantes. Cualquier movimiento que hiciera resultaba garboso, elegante Su cutis no tenía tacha, con la piel tersa y pálida. Sus rasgos estaban perfectamente formados.

A los ojos humanos, todos los elfos eran hermosos. Los sabios decían que eso explicaba la animosidad existente entre ambas razas. Los humanos, incluso los más agraciados, no podían evitar sentirse feos en comparación. Los elfos, que veneraban la belleza, veían gradación de hermosura entre su propia raza, pero ya fuese mayor o menor, siempre veían belleza. Y en una tierra de beldad, Glauco era el más hermoso.

En ese momento, la apostura de Glauco, su perfección, irritaban a Konnal lo indecible.

El general desvió la mirada hacia el estanque. Dos nuevos cisnes se deslizaban sobre la espejada superficie. Konnal se preguntó cuánto vivirían, confió en que duraran más que la pareja anterior. Se estaba gastando una fortuna en cisnes, pero el estanque parecía lóbrego y vacío sin ellos.

Glauco era un favorito de la corte, cosa extraña habida cuenta de que era el responsable de que muchos miembros de la corte elfa hubiesen perdido su posición, su influencia y su poder. Claro que nadie lo culpó jamás a él, sino a Konnal, el responsable de su destitución.

«Mas, ¿qué otra cosa podía hacer? —se preguntó el general—. Esas personas no eran dignas de confianza. ¡Incluso algunas conspiraban contra mí! De no ser por Glauco, quizá no me habría enterado nunca.»

Nada más introducirse en el séquito de Konnal, Glauco empezó a sacar a la luz algo malo de todos aquellos en quienes el general confiaba. A un ministro se lo había oído defender a Porthios. De otra, se contaba que antaño, cuando era joven, había estado enamorada de Dalamar el Oscuro. A otro se lo convocó para dar explicaciones por haber manifestado su desacuerdo con Konnal en relación con un asunto de impuestos. Y llegó el día en que el general cayó en la cuenta de que sólo le quedaba un consejero, y ése era Glauco.

La excepción era Kiryn, su sobrino. Glauco no ocultaba su afecto por el joven, lo halagaba, le compraba pequeños obsequios, reía de buena gana con sus chistes y lo colmaba de atenciones. Los cortesanos que buscaban el favor de Glauco le tenían una gran envidia. Por su parte, Kiryn habría preferido con mucho no ser santo de su devoción; desconfiaba de Glauco, aunque no habría sabido decir por qué.

Sin embargo, el joven no osaba pronunciar una sola palabra en su contra. Nadie osaba decir nada contra Glauco. Era un hechicero poderoso, el más poderoso habido jamás en Silvanesti, incluido el elfo oscuro Dalamar.

Glauco había llegado a Silvanost poco después de que empezara la Purga de Dragones. Dijo ser un representante de los elfos que servían en la torre de Shalost, un monumento erigido en la zona occidental de Silvanesti, donde yacía el cuerpo del druida Waylorn Wyvernsbane. A pesar de que los dioses de la magia se habían marchado, el encantamiento se mantenía en torno al ataúd de cristal en que el héroe de los elfos se conservaba como una reliquia. Con cuidado de no perturbar el descanso del muerto, los hechiceros elfos, desesperados por recobrar su magia, habían intentado tomar y utilizar parte del encantamiento.

—Tuvimos éxito —había informado Glauco al general—. Es decir —añadió con apropiada modestia—, lo tuve yo.

Por temor a los grandes dragones, que estaban diezmando al resto de Ansalon, Glauco había trabajado con los moldeadores de árboles para discurrir un medio que protegiese a Silvanesti de la rapacidad de los reptiles. Los moldeadores, actuando bajo la dirección de Glauco, habían hecho crecer el que se daría en llamar el Árbol Escudo. Rodeado por su propia barrera mágica a través de la cual nada podía penetrarla para dañarlo, el árbol se plantó en los Jardines de Astarin y allí fue objeto de gran admiración.

Cuando Glauco propuso al gobernador y general que se levantase un escudo mágico sobre todo Silvanesti, Konnal experimentó una abrumadora sensación de alivio y agradecimiento. Fue como si le quitasen un gran peso de encima. La nación quedaría protegida, verdaderamente a salvo. A salvo de dragones, ogros, humanos, elfos oscuros; a salvo del resto del mundo. Lo había sometido a votación de los Cabezas de Casas; la aprobación de la propuesta fue unánime.

Glauco levantó el escudo y se convirtió en el héroe de los elfos, algunos de los cuales hablaban ya sobre erigirle un monumento. Entonces las plantas de los Jardines de Astarin empezaron a marchitarse; llegaban informes de que árboles, plantas y animales que vivían en los límites de la barrera mágica también estaban pereciendo. Los habitantes de Silvanost y de otras poblaciones elfas empezaron a caer víctimas de una extraña enfermedad que parecía consumirlos hasta que morían. Los Kirath y otros rebeldes sostenían que era a causa del escudo. Glauco respondió que era una plaga traída al país por los humanos antes de instalar la barrera, y que sólo ésta impediría que el resto de la población sucumbiese.

Y ahora, Konnal no podía prescindir de Glauco. Era su amigo, su consejero —el único consejero—, su hombre de confianza. La magia de Glauco era responsable de la colocación del escudo sobre Silvanesti, y el mago podía hacer uso de sus poderes para retirarlo en cualquier momento que quisiera. Retirar el escudo y dejar a los silvanestis a merced de los terrores del mundo exterior.

—Perdona, ¿qué decías? —El general Konnal dejó de pensar en los cisnes y prestó atención a Glauco, que no había dejado de hablar durante todo ese tiempo.

—Decía que no me estáis haciendo caso —respondió el otro elfo con una dulce sonrisa.

—No, lo siento. Hay algo que quiero saber, Glauco. ¿Cómo entró ese joven a través del escudo? —Bajó el tono de voz a un susurro, a pesar de que no había nadie cerca que pudiese escuchar—. ¿Acaso su magia está fallando también?

—No —fue la rotunda respuesta de Glauco, cuyo gesto se ensombreció.

—¿Por qué estás tan seguro? —demandó el general—. Respóndeme con sinceridad. ¿No has notado debilitarse tus poderes durante los últimos años? A todos los demás magos les ha ocurrido.